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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Zaragoza bajo el peso de las nubes

Zaragoza —
1 de octubre de 2021 23:09 h

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Hoy es un escritor olvidado, pero hubo un tiempo en que Waldo Frank llegó a codearse con la intelectualidad española más notable. A principio de los años veinte del pasado siglo, el interés por la cultura hispánica le llevó a visitar nuestro país para conocer de primera mano la realidad y cultura de aquel difuminado ex imperio. Waldo era un crítico feroz de la decadencia espiritual de su patria, carcomida por el materialismo capitalista. Fue precisamente un poeta español, Juan Ramón Jiménez, a quien calificaría de “místico naturalista de la orden de Walt Whitman”, el que mejor definiría las inquietudes del norteamericano: “Hace 20 años, Nueva York tenía aún carne y alma visibles. Ya toda es máquina. Una máquina en fuga, ¿hacia dónde?” Frank buscará en España la respuesta.

Así surgió su ensayo “España virgen”, un recorrido por sus ciudades y mitos, uno de cuyos capítulos dedica a Aragón. A su paso por Zaragoza anota: “Sus calles tienen una oscura fluidez que hace pensar en Nápoles”. Quizá la comparativa se refiera a las travesías largas del barrio del Gancho, que pudieran recordar el Spaccanapoli; o los Quartieri degli Spagnoli, junto a via Toledo, a los pies de la colina donde se alza el convento de San Martino. Pero tanto una como otra son zonas de trazados rectilíneos, algo que escaseaba en aquella Zaragoza que visitó Frank.

Una ciudad laberinto

A diferencia de Nápoles, la huella digital callejera de Zaragoza es árabe. No hay aquí esa trama de cartabón griego, sino un caótico diseño basado en la peculiar concepción urbanística de raíz musulmana. Las calles se formaban a partir del capricho espontáneo de aquellos hábiles albañiles que levantaban sus viviendas donde bien les venía. El interior era lo importante, afuera quedaba un aglomerado de bloques que conducía por vericuetos al desconcertado caminante.

Trazados tan inverosímiles y ratoneros fueron los que tanto cabrearon a Pío Baroja. En “La sensualidad pervertida” podemos leer: “Dejamos el centro de la ciudad y nos metimos por entre callejones. (…) Anduvimos media hora; pero al parecer no encontramos nuestra ruta. -¿Pero qué diablos destruyeron los franceses en el sitio?- preguntaba indignado Joshé Mari con tanta callejuela.

Pero lo que no hicieron los franceses lo emprendieron los sucesivos ayuntamientos. Un vistazo a los antiguos planos de la ciudad nos permite comprobar cómo las calles más fluidas se espesaban en callejas irregulares o sin salida. Esto se aprecia precisamente en la cartografía de barrios ya desaparecidos por el plumazo del regidor, como el del Boterón o el de la antigua calle de la Yedra, hoy San Vicente de Paúl en su comienzo por el Coso.

Bajo el sol

No, Zaragoza no es Nápoles, pero Waldo Frank añade algo más a su descripción de las calles zaragozanas y es su “juego de luz y de sombra del que no disfruta Nápoles.” Ciertamente, en trayectos tan tortuosos la geometría a tramos desdentada de los edificios va trazando un cauce escarpado, como de ría. Por ellos desemboca el sol con su aluvión de nimbos.

Félix Romeo lo atestigua en uno de sus artículos: “Luce el sol. No es nada raro en Zaragoza: hay más de trescientos días de sol al año (…) Quizá sea la pertinacia del cierzo la que haga que la ciudad tenga un carácter tan movedizo.” Ahora ya es posible imaginar esa ciudad de hace cien años, con la luz filtrándose en aquellas callejas a través del rebaño de nubes tan alborotadas como sus habitantes.

Una imagen del pasado

Me viene a la cabeza la serie de grabados con los que el dibujante Díaz Domínguez ilustró la conferencia que en marzo de 1922 diera el abogado y periodista José Valenzuela la Rosa en la Academia de Ciencias, titulada “El embellecimiento de Zaragoza”. En estos dibujos las nubes destacan por encima de una ciudad que más bien parece un poblachón destartalado. Hay en particular una viñeta que ilustra a la perfección ese juego de luz y sombra al que se refiere Waldo Frank.

Es una imagen captada precisamente en el barrio del Boterón. Destacan las nubes, hinchadas como velámenes por el cierzo, pero sobre todo esa luz recortada por la orografía sinuosa de sus callejones. La figura del centro, una mujer de espaldas que parece llevar un niño, nos permite ubicar el escenario. Se trata de la calle del Sepulcro. A la izquierda de la figura se abre la bocacalle del Garro que, retorciéndose en las del Retiro y del Grillo, desembocaría en el entonces paseo del Ebro, hoy Echegaray y Caballero. Más allá, la sombra de dos edificios flanquea el angostillo de Pallaruelo. Y más adelante, frente a la mirada de la mujer, un rectángulo blanco nos indica la luz que proviene de la calle Monserrate, cuya prolongación hacia el Ebro dejaba a un lado el callejón del Lobo.

El testimonio de la Pluma

Salvo la del Sepulcro, toda esta geografía urbana, de connotaciones casi mitológicas, ha desaparecido. Se conservan algunas fotografías de los años cincuenta que reflejan ese juego de luminosidad y penumbra, pero que sobre todo testimonian el abandono del barrio, entre enronas y solares. No era infrecuente que la prensa de aquellos años diera noticia del derrumbe de alguno de sus edificios. Como si una gran hecatombe los abatiese a cámara lenta.

Hoy no queda nada. Pero si quieren hacer como Waldo Frank y alparcear por el pasado, les contaré un secreto ahora que nadie nos lee. En el número 26 de la calle del Sepulcro, junto al bar Boterón, encontrarán un portalón de madera desportillada. Tras él se encuentra el último vestigio de aquel barrio, el callejón de la Pluma, un callizo sin salida que se prolonga en desnivel hacia su final.

Pienso en este pasadizo como la cámara mortuoria de Zaragoza. El cobijo donde reposan las nubes tras ofrecer esa vitalidad semoviente a las calles y a su trashumancia humana. Si hoy regresara nuestro paseante norteamericano comprendería que las nubes, pese a su peso pluma, han sido capaces de arramblar con muchas calles de esta ciudad; que la Historia, en definitiva, cambia de espíritu como de cielo; y que hay que volver a las sombras, donde estabulan las nubes, para comprender una ciudad que nos hace y nos deshace a cada paso.

Hoy es un escritor olvidado, pero hubo un tiempo en que Waldo Frank llegó a codearse con la intelectualidad española más notable. A principio de los años veinte del pasado siglo, el interés por la cultura hispánica le llevó a visitar nuestro país para conocer de primera mano la realidad y cultura de aquel difuminado ex imperio. Waldo era un crítico feroz de la decadencia espiritual de su patria, carcomida por el materialismo capitalista. Fue precisamente un poeta español, Juan Ramón Jiménez, a quien calificaría de “místico naturalista de la orden de Walt Whitman”, el que mejor definiría las inquietudes del norteamericano: “Hace 20 años, Nueva York tenía aún carne y alma visibles. Ya toda es máquina. Una máquina en fuga, ¿hacia dónde?” Frank buscará en España la respuesta.

Así surgió su ensayo “España virgen”, un recorrido por sus ciudades y mitos, uno de cuyos capítulos dedica a Aragón. A su paso por Zaragoza anota: “Sus calles tienen una oscura fluidez que hace pensar en Nápoles”. Quizá la comparativa se refiera a las travesías largas del barrio del Gancho, que pudieran recordar el Spaccanapoli; o los Quartieri degli Spagnoli, junto a via Toledo, a los pies de la colina donde se alza el convento de San Martino. Pero tanto una como otra son zonas de trazados rectilíneos, algo que escaseaba en aquella Zaragoza que visitó Frank.