Comenzaron de cero y levantaron con sus manos una nueva vida. Los pueblos de colonización cambiaron hace 60 años la cara y el futuro de Aragón. Fueron los abuelos de las generaciones que ahora se enfrentan a la despoblación y que con ganas y trabajo duro dieron una nueva oportunidad a terrenos baldíos que con los años prosperaron y que ahora se vuelven a quedar vacíos. La llegada de tantas familias llegadas al sur de la provincia oscense de la mano del proceso de colonización supuso la conversión del desierto demográfico en tierras fértiles.
Durante tres décadas, 6.500 familias de dentro y fuera de Aragón ayudaron levantar 15 nuevas poblaciones en la provincia, diez de ellas en los Monegros y un total de 30 en la Comunidad Autónoma. No surgieron de la nada, ni las personas ni los proyectos para construir nuevos pueblos. La decisión vital que, en ocasiones, les llevó muy lejos de sus lugares de nacimiento representó un cambio radical para sus vidas y para un territorio que aún se lamía las heridas dejadas por la Guerra Civil. Precisamente, este fenómeno de repoblación aparece muy vinculado al franquismo, aunque el dictador solo acudió a inaugurar dos de estos núcleos, Ontinar de Salz, en la provincia de Zaragoza, y El Temple (Huesca).
El proyecto se desarrolló a través del Instituto Nacional de Colonización, fundado en octubre de 1939 y que obedeció a los planes de autarquía de este periodo con la implantación de nuevas zonas de regadío. Estas necesitaban mano de obra. El mayor estudioso de los pueblos de colonización aragoneses es el profesor José María Alagón, que les dedicó su tesis doctoral, leída en 2017. Es, asimismo, nieto de colonos y natural de uno de estos núcleos, San Jorge. Los otros 14 en Huesca fueron Artasona del Llano, Valsalada, Frula, Montesusín, Sodeto, Curbe, San Lorenzo de Flumen, Valfonda de Santa Ana, Cantalobos, Vencillón, Orillena, Cartuja de Monegros y San Juan de Flumen.
Alrededor de la plaza mayor
Alagón ha abordado el análisis de estos pueblos desde un punto de vista urbanístico, arquitectónico y artístico, y de paso ha derribado algunos mitos como el de que se dejó a los colonos a su suerte para erigir sus nuevos hogares. En realidad, todo obedecía a un plan preconcebido y con sentido. “Los nuevos núcleos creados por el Instituto cuentan con su plaza mayor, un espacio característico de las ciudades y pueblos españoles y que fue concebido como un punto fundamental para su vida en comunidad y como una seña de identidad. Fue el ámbito más cuidado y en el que se concentró la atención de los proyectistas al ser el centro y símbolo de estos nuevos pueblos”, señala.
En la plaza, normalmente denominada Plaza del Caudillo, o sus alrededores se mantuvo el modelo tradicional español y se ubicaron los locales de artesanía y comercio, sin obviar la iglesia y el ayuntamiento, las viviendas de profesionales (maestros y médicos), el centro sanitario, la escuela, la hermandad sindical, el edificio social o, simplemente, el bar. Las viviendas de los colonos presentaban un concepto simétrico en su disposición, aunque no siempre se cumplía este precepto.
En 1945 llegaron los primeros colonos a lo que se conoce como Paridera Baja, cerca de El Temple y lugar del mito fundacional de este modelo de asentamiento de población. De 1953, con El Temple, a 1970 con San Juan de Flumen se desarrollaron a velocidad de vértigo estos núcleos. No fue fácil. A cada familia que decidía dar este arriesgado paso se le entregaba un lote compuesto por tierras, en torno a unas diez hectáreas; vivienda, animal (en singular) y herramientas. La primera cría del animal se entregaba como pago y servía para el lote de otro colono. Se pedía como requisitos a los hombres estar casados y tener hijos y se establecía un periodo de ‘prueba’ de cinco años durante el que se les podía arrebatar las posesiones. Se debía pagar la parcela al Instituto Nacional de Colonización durante 20 años y la casa durante 40. Muchos no aguantaron semejante presión y abandonaron.
El regadío, aspecto clave
Otro de los problemas comunes con que se topaban los colonos era la inexistencia de un sistema de regadío, lo que les obligaba a redoblar esfuerzos. Se generó el denominado ‘módulo carro’, un sistema de medida para asegurar que desde la vivienda hasta la parcela más lejana no hubiese más de una hora de camino. Muchas familias prosperaron; es el caso de los antepasados de José María Alagón. “Mis bisabuelos fueron de los primeros en llegar a Paridera Baja”, rememora.
Tampoco fue una idea pionera: “La creación de estos pueblos se pensó ya en la época de Joaquín Costa. En la dictadura franquista se apostó por los regadíos, pero Riegos del Alto Aragón y el Canal de Aragón y Cataluña ya funcionaban desde principios del siglo XX”, explica Alagón.
La Diputación Provincial de Huesca reconoció recientemente a los colonos en los premios Félix de Azara. El presidente de la institución, Miguel Gracia, sostiene que su historia supone “un ejemplo de convivencia entre familias que llegaron a estas tierras de orígenes distintos y con culturas y costumbres diferentes. Dejaron de lado esas diferencias para unir voluntades y a costa de un gran empeño, labrarse una vida mejor. Gracias a su asentamiento y trabajo se ha conservado una parte de la provincia cuyo paisaje y actividad no existiría hoy tal cual la conocemos”.
El premio supuso el reconocimiento y la muestra de que “con políticas e iniciativas valientes es posible favorecer y consolidar población en el territorio”. Y reclama que el discurso unánime para frenar la despoblación se traduzca en iniciativas desde todos los ámbitos: “Es necesario que la administración local se sienta acompañada en las políticas que viene desarrollando el medio rural para que la gente pueda seguir viviendo en estos y otros pueblos”.