Arsenio Escolar es periodista y escritor. Con sus 'Crónicas lingüísticas del poder' –información, análisis y opinión de primera mano–, entrará semanalmente en elDiario.es en los detalles del poder político, económico, social... y de sus protagonistas. Con especial atención al lenguaje y al léxico de la política.
El feminismo, un movimiento transformador de largo aliento
El éxito de asistencia a las movilizaciones feministas del pasado viernes se ha interpretado en algunos medios de comunicación como una manera de frenar a la ultraderecha, a la ola reaccionaria que sacude la política española con el acceso de Pablo Casado al liderazgo del PP, la acentuada deriva derechista del hasta hace nada autodenominado socialdemócrata Ciudadanos de Albert Rivera y la eclosión electoral de Vox en Andalucía en diciembre pasado. Siendo cierto todo eso (que los destemplados rugidos machistas de la caverna se han convertido en unos de los mayores estímulos y acicates del movimiento por la igualdad de las mujeres), da la impresión de que la importancia del fenómeno feminista supera con mucho lo coyuntural. El feminismo es mucho más que una moda o una reacción a otro mar de fondo de opinión pública o de ideología. Ya el 8 de marzo del año pasado hubo una riada feminista, y entonces no se veía en el horizonte ninguno de los tres movimientos políticos arriba mencionados, salvo quizás el del giro a la de derecha del veleidoso Rivera.
El de las mujeres es un movimiento transformador de primera magnitud, de los que se producen sólo una vez cada muchas décadas. Quien lo compara con el movimiento de los indignados de 2011 se queda muy corto. Es mucho más profundo y duradero, mucho más acelerador del cambio social y político, mucho más revolucionario incluso. Quizás haya tardado en explotar, pero su fuerza es ahora irrefrenable.
Quienes hablan de despolitizar el feminismo no han entendido nada (o no quieren aceptar el desafío ni aprovechar la oportunidad, que sería peor). Un movimiento así es pura política... y pura civilización. Al debate público y al Gobierno de la polis, la ciudad, le dieron los antiguos griegos el nombre de política. Sus sucesores romanos derivaron de su ciudad, a la que llamaban civitas, dos conceptos aún más ricos y depurados: ciudadanía y civilización. Tantos siglos después, el feminismo es más de lo primero y más de lo segundo, más política y más ciudadanía y civilización. Han pasado 25 siglos de política (y de ciudadanía y civilización), y las mujeres han proclamado un 'ya basta' tan contundente, especialmente en España, que sorprende que dirigentes que representan a una parte muy amplia de los ciudadanos -la mitad de ellos, mujeres- se pongan de perfil, o incluso de frente, ante la riada feminista y vean todo este movimiento igualitario y antidiscriminatorio más como un problema y una amenaza que como un desafío y una oportunidad.
A comienzos de esta década, con los movimientos ciudadanos de los indignados (afectados por las hipotecas, desahuciados, jóvenes bien formados y sin más empleos aquí que los de Micky Mouse y obligados a emigrar al exterior a buscarse la vida, parados mayores y de larga duración, abuelos empobrecidos…) haciendo de crisol de nuevas formaciones políticas, se extendió entre algunos dirigentes de estas la idea de que el eje horizontal izquierda/derecha había saltado por los aires y había sido sustituido por el eje vertical los de arriba/los de abajo. Ahora el feminismo trae un nuevo paradigma, un nuevo orden de las cosas. El feminismo es el gran polo vertebrador. Quien se quede fuera habrá perdido la corriente principal de la historia, y algún día tendrá que hacer un enorme esfuerzo suplementario si quiere reengancharse.
La lucha por la igualdad va lenta en frutos. La brecha entre hombres y mujeres sigue siendo muy grande en muchos órdenes de la vida. De la vida privada y de la vida pública. A los acelerones de cada 8 de marzo han de seguirle aceleraciones sostenidas y a ritmo todo el resto de los días del año.
Cada partido de los que concurren a las elecciones del próximo 28 de abril tiene un proyecto de país muy diferente. Están en su derecho, las urnas juzgarán cuál de ellos quiere la mayoría. Pero, sin renunciar al primero, pocos proyectos colectivos tan ilusionantes, justos y necesarios podrían encontrar todos los partidos juntos como el del feminismo. Aún están a tiempo. Incluso los que la semana pasada dudaban. Si no por convicción, que lo hagan al menos por necesidad. Pocas causas, ni de izquierda ni de derecha, ni de arriba ni de abajo, arrastrarán tantos votos el 28 de abril como la de las mujeres.
El éxito de asistencia a las movilizaciones feministas del pasado viernes se ha interpretado en algunos medios de comunicación como una manera de frenar a la ultraderecha, a la ola reaccionaria que sacude la política española con el acceso de Pablo Casado al liderazgo del PP, la acentuada deriva derechista del hasta hace nada autodenominado socialdemócrata Ciudadanos de Albert Rivera y la eclosión electoral de Vox en Andalucía en diciembre pasado. Siendo cierto todo eso (que los destemplados rugidos machistas de la caverna se han convertido en unos de los mayores estímulos y acicates del movimiento por la igualdad de las mujeres), da la impresión de que la importancia del fenómeno feminista supera con mucho lo coyuntural. El feminismo es mucho más que una moda o una reacción a otro mar de fondo de opinión pública o de ideología. Ya el 8 de marzo del año pasado hubo una riada feminista, y entonces no se veía en el horizonte ninguno de los tres movimientos políticos arriba mencionados, salvo quizás el del giro a la de derecha del veleidoso Rivera.
El de las mujeres es un movimiento transformador de primera magnitud, de los que se producen sólo una vez cada muchas décadas. Quien lo compara con el movimiento de los indignados de 2011 se queda muy corto. Es mucho más profundo y duradero, mucho más acelerador del cambio social y político, mucho más revolucionario incluso. Quizás haya tardado en explotar, pero su fuerza es ahora irrefrenable.