Arsenio Escolar es periodista y escritor. Con sus 'Crónicas lingüísticas del poder' –información, análisis y opinión de primera mano–, entrará semanalmente en elDiario.es en los detalles del poder político, económico, social... y de sus protagonistas. Con especial atención al lenguaje y al léxico de la política.
La inmigración, un problema y una oportunidad
La inmigración ha sido, un año más, uno de los grandes temas de debate del verano. Y un año más, también, ni el Gobierno de turno ni la oposición –ni el resto de los países de la UE ni las instituciones europeas, que deberían ser las más interesadas en encontrar caminos de consenso y de soluciones al problema, uno de los mayores de la Unión– han sido capaces ni de fomentar un debate sosegado ni de evitar demagogias.
El Gobierno de Pedro Sánchez se apuntaba en junio un tanto ante la mayor parte de la opinión pública española –por lo general, mucho más solidaria y comprensiva con la inmigración que muchos de sus representantes políticos– y ante las propias instituciones comunitarias al ofrecer el puerto de Valencia para el Aquarius desembarcara a los 629 inmigrantes que habían quedado a la deriva en el Mediterráneo ante la pasividad de otros países vecinos. Pero pocas semanas después, ese mismo Gobierno de Sánchez se echaba una mancha en su reputación y se creaba tensiones con su socio parlamentario, Unidos Podemos, con la devolución en caliente a Marruecos de 116 migrantes que habían saltado la valla en Ceuta. El método era prácticamente el mismo que el PSOE le criticaba al PP cuando aquel estaba en la oposición y este en el Gobierno.
En el otro lado del arco político, PP y Ciudadanos se cargaban de razón cuando señalaban las contradicciones y volantazos sobre inmigración del Gobierno y del PSOE y la perdían cuando competían entre sí al echar gasolina al incendio difundiendo bulos, exagerando datos o poniendo en boca del rival frases que nunca dijo. “No es posible que haya papeles para todos, ni es sostenible un estado de bienestar que pueda absorber a los millones de africanos que quieren venir a Europa y tenemos que decirlo, aunque sea políticamente incorrecto”, publicaba en su cuenta de Twitter el 27 de julio Pablo Casado, recién elegido presidente del PP. ¿“Papeles para todos”? ¿“Millones” de africanos? A esas alturas del año habían llegado desde África a las costas o a las fronteras españolas unos 24.000 inmigrantes, y la mayoría de ellos siguen hoy sin papeles.
Mientras Gobierno y oposición convierten la inmigración en un campo de batalla política –al igual que ocurre, por desgracia, en muchos otros países de la UE, especialmente desde el auge o la llegada al poder de partidos racistas y xenófobos–, un organismo internacional tan poco sospechoso de veleidades de izquierda como es el FMI propone a España que acoja 5,5 millones de personas extranjeras hasta el año 2050 para hacer sostenible nuestro sistema público de pensiones. En conclusión: además de por solidaridad y por memoria –históricamente, hemos sido muchas más veces exportadores de población que importadores, más un país de emigrantes que de inmigrantes–, deberíamos facilitar e incluso fomentar la inmigración también por razones económicas. Una inmigración ordenada y midiendo muy bien antes su impacto en el mercado laboral español y en el conjunto de nuestra sociedad, por supuesto. Una inmigración planificada y pactada con nuestros socios en la UE, por supuesto. Pero una inmigración cuantiosa, no testimonial, y argumentada tanto por razones de conciencia como por razones de cartera. Por principios y por responsabilidad internacional y también por interés propio, por puro egoísmo.
“Los extranjeros son más una oportunidad que una amenaza”, explicaba a primeros de agosto en una comparecencia pública el secretario de Estado de Seguridad Social, Octavio Granado. “Su llegada debe verse como una oportunidad de reponer la pirámide demográfica”. Granado sabe de lo que habla. Aunque ahora lleva pocas semanas en el cargo, ya lo desempeño durante casi ocho años en una etapa anterior, desde abril de 2004 a diciembre de 2011, en todos los Gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero. “El incremento de sus cotizaciones [las de los inmigrantes de los años anteriores a la crisis, cuando la población extranjera residente en España pasó en una década de menos de un millón de personas a 5,7 millones] fue lo que permitió el incremento de aportaciones al Fondo de Reserva”, añadía Granado. Es decir, que gracias entre otros factores a la ola inmigratoria de la década pasada la hucha de las pensiones que Zapatero dejó en herencia a Rajoy tenía dentro 66.815 millones de euros.
Más que la inmigración, la desequilibrada pirámide de población, el conjunto de la demografía, es uno de nuestros grandes problemas nacionales. Somos una sociedad envejecida y salvo milagro, y en este asunto el único milagro posible es el de una nueva ola inmigratoria, lo seremos mucho más en pocos años, lo que pone en peligro no solo nuestro sistema de pensiones, sino toda la arquitectura del Estado del bienestar y nuestro modelo de vida.
La demografía es, en esencia, la interacción y suma o resta de tres factores: la natalidad, la mortalidad y las migraciones. En menos de medio siglo, nuestra natalidad se ha derrumbado: hemos pasado de estar en el entorno de los 700.000 nacimientos al año a poco más de 400.000 y de una tasa de fecundidad cercana a los 3 hijos por mujer en edad fértil a 1,33, una de las tasas más bajas del mundo. Más datos: en España, ya empieza a haber cada año menos nacimientos que defunciones, y al mismo tiempo nuestra esperanza de vida sigue creciendo. Otro dato más: hace poco más de diez años, en la Seguridad Social había 2,71 afiliados que aportaban a la caja por cada pensionista que cobraba de ella, y ahora solo tenemos 2,23. Y el remate: la despoblación de una gran parte de nuestro territorio. En el 53% de nuestra superficie solo vive el 15,8% del total de la población.
Las migraciones, que a comienzos del siglo paliaron en parte los desequilibrios de la natalidad y de la mortalidad –y nutrieron, según Granado, la hucha de las pensiones–, ahora son un nuevo factor de incertidumbre. Más datos. En 2010, residían en España 5.747.734 extranjeros, y 1,57 millones de españoles residían en el extranjero. En 2017, el número de extranjeros en España había bajado a 4.549.858 y el de españoles residentes en el extranjero había subido a 2,40 millones, muchos de ellos por la diáspora económica de jóvenes compatriotas que durante la crisis tuvieron que salir a buscarse la vida fuera.
No sólo estamos perdiendo población en términos absolutos sino que nos estamos convirtiendo de nuevo en un país exportador de población, y esa es una de las peores exportaciones posibles pues supone la pérdida de uno de los capitales más valiosos, el capital humano, y de una de las principales fuentes de financiación de nuestro Estado del bienestar. Y mientras de todo esto se debate poco o nada, parte de la clase política, de nuestros representantes, siguen pasando los veranos, los otoños, los inviernos y las primaveras hablando de la inmigración ilegal. Un problema, sí. Incluso un problema de orden público y de seguridad. Pero gestionado de otra manera, también una oportunidad, una solución a un problema mucho mayor: el de nuestra crisis demográfica.
La inmigración ha sido, un año más, uno de los grandes temas de debate del verano. Y un año más, también, ni el Gobierno de turno ni la oposición –ni el resto de los países de la UE ni las instituciones europeas, que deberían ser las más interesadas en encontrar caminos de consenso y de soluciones al problema, uno de los mayores de la Unión– han sido capaces ni de fomentar un debate sosegado ni de evitar demagogias.
El Gobierno de Pedro Sánchez se apuntaba en junio un tanto ante la mayor parte de la opinión pública española –por lo general, mucho más solidaria y comprensiva con la inmigración que muchos de sus representantes políticos– y ante las propias instituciones comunitarias al ofrecer el puerto de Valencia para el Aquarius desembarcara a los 629 inmigrantes que habían quedado a la deriva en el Mediterráneo ante la pasividad de otros países vecinos. Pero pocas semanas después, ese mismo Gobierno de Sánchez se echaba una mancha en su reputación y se creaba tensiones con su socio parlamentario, Unidos Podemos, con la devolución en caliente a Marruecos de 116 migrantes que habían saltado la valla en Ceuta. El método era prácticamente el mismo que el PSOE le criticaba al PP cuando aquel estaba en la oposición y este en el Gobierno.