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Sobre este blog

Ayuda en Acción es una Organización No Gubernamental de Desarrollo independiente, aconfesional y apartidista  que trabaja en América, África y Asia con programas de desarrollo integral a largo plazo en diferentes ámbitos para mejorar las condiciones de vida de los niños y niñas, así como el de las familias y comunidades a través de proyectos autosostenibles y actividades de sensibilización.

“Es necesario que las mujeres maltratadas sepan que no están solas”

Adilia Vega. Foto: Miguel Corazón/Ayuda en Acción

Carlos Saavedra

@carsbaj —

Las estadísticas no difieren demasiado con las que se leen en otras partes del mundo. Como en el resto del planeta, en Nicaragua la mujer representanta algo más de la mitad del total de una población de 6 millones de personas. Los números dicen que son ya 46 las mujeres a las que se la ha negado su derecho a seguir viviendo en lo que va de 2015, según datos de la Red de Mujeres Contra la Violencia. Pero la estadística, aunque ofrece un mapa de la situación y asegura convertir a Nicaragua en el país más seguro de Centroamérica, no profundiza  en una realidad que afecta a una de cada dos mujeres según datos del Fondo de Población de Naciones Unidas.

Adilia Vega es la coordinadora de la Cooperativa de Mujeres Productoras de Río Blanco, entidad con la que Ayuda en Acción trabaja en este municipio nicaragüense para revertir la situación de ese 50%. Desplazada por la guerra que partió el país, lleva 23 años de su vida trabajando sin descanso con mujeres, familias de 8 comunidades y un barrio del casco urbano de Río Blanco, municipio del Departamento de Matagalpa, con más de 30.000 habitantes, en su mayoría pertenecientes al ámbito rural. Su máxima es rotunda: “Es necesario que las mujeres maltratadas sepan que no están solas”.

Porque los datos vuelven a ser similares y la violencia parece no discriminar entre mujer rural y urbana. Aunque pueda parecer lo contrario, la violencia de género presenta prácticamente las mismas cifras en la ciudad y en el ámbito rural. Pero la vida en una comunidad rural en contexto de violencia de género llega a ser angustiosa. En muchas ocasiones, las violaciones son silenciadas por el aislamiento y el hecho diferenciador de que el maltratador tenga un arma de fuego, lo que convierte en imprescindible la labor de las promotoras comunitarias, que a modo de espías “vigilan” las comunidades y permanecen alerta.  Y es que en algunas ocasiones, muchas mujeres se ven obligadas a vender a escondidas del marido gallinas para poder pagar el billete y poner la denuncia en la Comisaría de la Mujer.

¿Qué sucede cuando se tiene la sospecha de que una mujer está siendo víctima de violencia y no se atreve a denunciarlo? “Se le da seguimiento con la promotora comunitaria para que esa mujer entre en confianza”, asegura la coordinadora de la cooperativa. Las más de dos décadas de trabajo con la mujer y la infancia dan para recabar testimonios que ponen los pelos de punta. Como el caso de Doña Reyna, recuerda Adilia, hace ya ocho años. En uno de los talleres que se impartían en las escuelas, al finalizar había una niña de 10 años entre lágrimas que no quería marcharse: “Yo no quiero llegar a mi casa porque lo que me hace mi papá son groserías”, recuerda emocionada. De ese espeluznante testimonio y gracias al trabajo de las promotoras se descubrieron situaciones similares con sus dos hermanas, que acabaría con la madre y las 3 hijas viviendo en su casa y el agresor entre rejas. No tenían recursos para más. “Éramos 12 en la casa y nos costaba mucho mantenernos todos. Pero salimos adelante y cada vez que veo a la pequeña siempre me da un abrazo”.  Por desgracia, las violaciones dentro de la familia son comunes, cuenta con resignación Adilia.

Practicando derechos económicos

La mayoría de las veces  la violencia surge de la economía, va ligada a la falta de recursos, cuando no hay comida que poner encima de la mesa se llega más fácil a los gritos y los golpes.  Tener acceso a la propiedad de la tierra marca la diferencia, porque es absurdo hablar de seguridad alimentaria si las mujeres no cuentan con un pedacito de tierra que cultivar. Supone un empleo fijo para las familias, frena la emigración a otros países al contar con fuente de ingresos permanente y clarifica su futuro.

Yahaira es una de esas mujeres que consiguió dejar atrás un pasado de violencia y ahora vive junto a su madre y un sobrino en una de las comunidades periurbanas de Río Blanco. Maestra de Primaria, forma parte de un programa piloto conjunto de Ayuda en Acción y la cooperativa de mujeres, de la que es promotora.  Su empeño en conseguir que un plato de comida aparezca todos los días en la mesa de muchas familias de Río Blanco da sentido a su trabajo como promotora de seguridad alimentaria. Se consigue a través de la diversificación de parcelas, en las que se pasa de grandes extensiones de frijol y maíz a cultivos de hortalizas, frutales, cacao, arroz, plantas medicinales y ahora, también pescado.

El proyecto agropecuario consiste en la instalación de una pequeña pileta con capacidad para 200 peces (tilapias), que servirán para el consumo propio de las familias a la vez que les generará recursos complementarios mientras se aprovechan los recursos hídricos de la zona. Si todo marcha bien, en unos pocos meses los peces empezarán a reproducirse, estarán aptos para el consumo e incluso se creará un excedente que se venderá a la cooperativa para que esta pueda obtener un mejor precio. Todo esto, teniendo que pagar un alquiler por la tierra, además de trabajarla, hubiera sido inviable y todo el sudor solo desembocaría en la pobreza de muchas familias.

La educación es la única salida

El combate más importante que tiene la violencia está en la educación y las escuelas, donde se imparten los talleres sobre violencia y salud reproductiva.  Las estadísticas dicen que una de cada cinco mujeres mayor de 10 años es analfabeta. Aunque no han podido disfrutar de una formación adecuada, muchas promotoras comunitarias realizan un trabajo que llega a salvar vidas en estas pequeñas sociedades de Nicaragua.

Es la labor que realizan promotoras comunitarias como Antonia, de 37 años y su hija Grethel, de 17 y en quinto de secundaria. Antonia tuvo a su primera hija con 18 años, la felicidad del matrimonio duró poco, un año nada más. Luego vinieron la violencia y la amargura. Antonia buscó ayuda y tuvo el coraje suficiente para plantar cara a una situación que no le gustaba y cambiar su vida, la de su marido y la de sus hijas. Ambas reciben formación a través de talleres sobre salud reproductiva que imparte Odesar, socio local de Ayuda en Acción en el municipio de Tuma La Dalia. Así lo reconoce la hija: “Yo siento que viví y salí de la violencia. Cuando yo viví con mi mamá vivía una vida amarga de violencia, vivía al golpe, al grito, al maltrato, malas palabras…”. Ahora, centran su trabajo comunitario en dar a conocer a las mujeres y hombres de la comunidad la equidad de género. “Desde que somos novios nos mantienen controladas. Si permitimos eso ahora, luego será peor”. El trabajo con los niños desde la infancia es esencial: “Se les critica que lloren, porque eso es de mujeres”, se queja  Grethel, que también denuncia que es difícil que los hombres compartan las labores de la casa familiar. “A mi hermana se lo he dicho, con su hijo de 4 años, las mujeres son importantes, los hombres también. Y habría que verlo cómo lava sus trastos”, se ríe la joven.

Grethel es una niña de 17 de años y en su fuerza se respira la esperanza de muchas jóvenes nicaragüenses. Los embarazos adolescentes, que afectan a casi una de cada cuatro mujeres entre los 15 y los 19 años, también son otro camino que conduce a la miseria: “Yo pienso que soy una niña todavía y no puedo cargar con otro niño, porque de ahí viene la pobreza, no tener con qué vestirle, la comida…. Yo quiero seguir estudiando”.  Esa es la salida.

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