Los parques infantiles en Holanda siempre tienen niños. Incluso en los días frescos del final del invierno, a menudo se les ve afanados abriendo y cerrando un grifo del que sale un chorrito que hace de riachuelo, agua que ellos van dirigiendo a un extremo u otro en función de las placas de metal que abren y cierran a modo de esclusas. Cuando llega al último tramo, el agua se desparrama y es entonces cuando otro grupo de niños se pone manos a la obra, amontonando arena y formando diques para frenar lo inevitable. El agua desaparece y vuelta a empezar.
Con sus seis o siete años, son los mismos chavales que uno o dos días a la semana acuden a la piscina del barrio para aprender a nadar. Cuando están listos, sus profesores les examinan del diploma estatal de natación, para el que deben tirarse a la piscina vestidos con chubasquero, camiseta, pantalón y zapatos. Generación tras generación, los holandeses conviven con el agua desde que nacen. La amenaza de sufrir una inundación, o de caerse a un canal, ha dado lugar a expresiones coloquiales como la de “mantener los pies secos” para referirse a la necesidad de cooperar juntos si se quiere salir adelante. Sin el agua, los Países Bajos, tal y como se conocen, no existirían. Y con ella, fuera de control, tampoco.
Este sentimiento de amor y odio, de percibir el río como una amenaza y a la vez como una oportunidad, es el que transmite Margot Ribberink al relatar cómo su marido y ella decidieron mover su granja centenaria de sitio. Desde que llegó a Nimega para estudiar la carrera, Margot ha echado raíces en esta ciudad del interior, la más antigua de Holanda, nombrada en 2018 Capital Verde Europea. Su cara es bien conocida en la región, pues durante 28 años ha sido la presentadora del espacio del tiempo en el canal de televisión RTL 4. Mientras dedicaba su vida laboral a sensibilizar y divulgar sobre el clima, ella y su marido cumplían su sueño de mudarse a vivir a una granja típica holandesa, construida en 1850 a orillas del río Waal, a las afueras de la ciudad.
“Es una casa muy peculiar, porque se trata de una de las pocas granjas de esta tipología que quedan en el país, donde la familia convivía con el ganado bajo el mismo techo” explica, “y en ella invertimos todo nuestro esfuerzo y dinero durante años”. En el año 2000, el ayuntamiento les informó de que su casa debía ser demolida. El Gobierno acababa de aprobar la puesta en marcha de su programa Espacio para el Río: 2.300 millones de euros se destinarían durante los siguientes trece años a implementar medidas para garantizar la seguridad en 34 puntos vulnerables de la geografía holandesa donde los ríos podían desbordarse de su cauce causando graves daños. Uno de ellos era el río Waal a su paso por Nimega.
“Debíamos bajar 30 centímetros el nivel medio del caudal, y en ciudades como esta, donde el río forma un cuello de botella, teníamos que intervenir desplazando los diques para dar más espacio al agua y creando una especie de río secundario” explica Frans Klijn, experto en gestión integral de los ríos en el Instituto Deltares y catedrático de Geofísica de la Universidad Técnica de Delft. En la mente de todos estaban las inundaciones de 1993 y 1995 cuando el caudal de los ríos Rin, Mosa y Waal alcanzó un nivel que no se registraba desde 1926, anegando calles y viviendas en pueblos de varias provincias del interior del país. Hasta 250.000 personas fueron evacuadas ante el miedo de que los diques no resistieran. Las infraestructuras aguantaron y no tuvieron que lamentarse víctimas, pero Holanda fue consciente, por primera vez, de que no solo había que luchar contra el mar, también contra las crecidas de los ríos.
“Vivíamos en casa de mi suegra cuando fuimos evacuados como muchos otros: si el dique hubiera llegado a romperse, el agua habría inundado el primer y segundo piso” recuerda Margot. Ser consciente de la tragedia que podía haber ocurrido le permitió comprender mejor esta decisión del ayuntamiento. Su granja se encontraba en el lugar donde se construiría un segundo puente que aliviaría el tráfico de acceso a la ciudad cuando el espacio para el río se ensanchara. Después del esfuerzo invertido tenían claro que no la iban a destruir, y fue su marido, arquitecto y restaurador, quien ideó un plan para trasladarla casi un kilómetro tierra adentro. Sobre ruedas. Durante tres meses prepararon la granja, tiraron abajo la cocina, el baño y el suelo de la planta baja; instalaron un suelo de cemento que recorría parte de los muros exteriores, como si de una bandeja se tratara; e incorporaron 16 pilares de hierro que se introducirían 11 metros bajo el terreno. Para su traslado, utilizaron cinco enormes gatos hidraúlicos. “Después de ocho años de negociaciones con varios concejales, finalmente financiaron el traslado y la preparación, pero nosotros debíamos asumir todos los riesgos, que no eran pocos” detalla Margot Ribberink. Uno de ellos tenía que ver con el peso que ganaba su vivienda al construir el suelo de cemento. En un país que sufre un hundimiento paulatino e irreversible del terreno, no es fácil dar con el lugar idóneo donde colocar una casa de 360 toneladas. Finalmente lo encontraron y el 1 de noviembre de 2012, los ciudadanos de Nimega asistieron al espectáculo tan poco habitual de ver cómo una granja centenaria se movía de sitio para darle más espacio al río. Habían pasado 12 años desde la notificación del ayuntamiento y el proceso no había sido sencillo. “Fue doloroso y agotador, pero ahora estoy muy orgullosa de lo que han hecho en mi ciudad, porque no solo es más segura sino también más bonita”, concluye Margot.
Abrir en lugar de acotar. Parece ir en contra de la tendencia natural, que ya se ve en los niños cuando juegan con ella, de intentar canalizar el agua para que no se escape. Así lo han hecho también los holandeses durante más de 800 años, dibujando la geografía de su país a base de pólderes: terreno ganado al mar que posteriormente se deseca, construyendo diques para delimitarlo, bombeando el agua sobrante con molinos y canalizándola a través de drenajes en la superficie.
El paisaje holandés, diseñado casi con escuadra y cartabón, es el resultado de siglos de control del agua a través de un sistema que hoy en día se ha vuelto en su contra: “Hemos ido haciendo los diques cada vez más altos y más anchos en un terreno que se va hundiendo más y más” advierte Frans Klijn, quien asegura que se había entrado en un círculo vicioso que, agravado por los efectos del calentamiento global, requería un cambio urgente de paradigma. “Nos hemos dado cuenta de que es mejor adaptarnos siguiendo los procesos propios de la naturaleza, en lugar de intentar luchar contra ella” detalla, “y el agua, de vez en cuando, necesita más espacio, así que hay que dárselo”.
Así fue como en el año 2000 nació el programa Espacio para el Río, una iniciativa estatal que ha implementado cada gobierno regional junto con los llamados Comités del Agua, las autoridades públicas más antiguas del país, fundadas en el siglo XIII y todavía hoy responsables de la cantidad, calidad y seguridad del agua en cada provincia. A ellos les correspondió la gestión principal de los 2.300 millones de euros de presupuesto que ha costado el programa, y que debían servir para reforzar la seguridad en las zonas más peligrosas de las orillas del Rin y de sus afluentes, pero también para mejorar la calidad de vida de las personas que viven cerca de ellos. Arrancó así un largo periodo de negociación con los ayuntamientos para contentar a todas las partes.
“Aprovechando que teníamos que hacer las obras para que la ciudad fuese más segura, negociábamos con sus concejales cómo mejorar el paisaje y la planificación urbana de la zona para lograr una solución intermedia entre lo que el Gobierno necesita y lo que la gente de ese lugar quiere”, comenta Hans Brouwer, ecólogo y uno de los máximos responsables de este programa en el organismo nacional del que dependen los Comités del Agua.
En Nimega, por ejemplo, la curva cerrada que forma el río Waal obligaba a realizar una gran intervención. Era necesario crear una isla artificial para que el río se dividiera en dos, formándose un nuevo meandro que inundaría la isla central en caso de crecida del caudal. Además, los diques debían desplazarse algo más hacia el interior del territorio, permitiendo que una parte del terreno se anegase para dejar a salvo el resto. La isla es hoy un espacio de recreación donde se organizan actividades deportivas, festivales de música y otros eventos culturales, mientras que el nuevo bypass, con sus aguas tranquilas, es apto para el baño, para lo cual se ha creado una playa de arena que en verano se llena de chiringuitos.
En enero de 2018, el Waal sufrió de nuevo una fuerte crecida y se desbordó, pero la noticia no dio mucho de qué hablar porque ocurrió lo que se esperaba: la isla se inundó y no hubo que evacuar a nadie. El plan había funcionado. Pero para llegar hasta aquí hubo que pasar más de una década negociando permisos y tratando de sobrellevar una gran incertidumbre. En total, 13 años que 48 familias de Lent, un pueblo a las afueras de Nimega y a orillas del río, prefieren no recordar. Ellos vivían en una calle que debía desaparecer, según los planos de la obra, para dar espacio al río.
Monique y Frank Pluym eran una de las familias afectadas. Llevaban más de 20 años viviendo allí junto a tres de sus cuatro hijos. Además, ellos eran los únicos que contaban con un negocio en esa calle, un taller de reparación de vehículos. Monique recuerda la extrañeza que le produjo ser testigo de la demolición de su casa, de cuyas ventanas todavía colgaban las cortinas: “dejaron el esqueleto de la casa unas semanas más, y nosotros pasábamos a diario por delante... era una sensación muy rara la de ver cómo nuestra vida allí iba desapareciendo”, relata. Cuando llegó el momento, ellos todavía no tenían una nueva casa a la que trasladarse y durante seis meses el ayuntamiento les proporcionó una vivienda temporal. Su caso era más complejo que el del resto de residentes que debían ser trasladados, pues los Pluym pedían seguir trabajando al lado de casa como habían hecho hasta ahora en Lent. Buscar un local comercial próximo a una vivienda cuyo valor de mercado fuera equivalente al de los que iban a ser demolidos no fue tarea fácil. “Con las trabas que nos ponía el ayuntamiento al principio, si no hubiese sido por lo mucho que nos ayudaron los que trabajan en el Comité del Agua, no habríamos podido mudarnos a tiempo”, explica Monique.
Este comité adquirió las viviendas de las 48 familias a precio de mercado, abonando el 70% antes del traslado y el 30% restante después. Al igual que otros residentes, Monique y Frank tuvieron que poner de su bolsillo parte del gasto de la compra de la nueva vivienda, un adelanto que se les retribuyó más tarde. Al esfuerzo económico y el impacto emocional de cambar de vida se sumó la incertidumbre de no saber cuándo ni cómo se produciría el traslado. Tanto para la familia Pluym como para Margot Ribberink, este fue el mayor problema, algo que el ayuntamiento, critican, no supo resolver con diligencia. Pero pasados estos años, el resultado actual hace que haya merecido la pena. “Ahora, en 2019, puedo decir que todo vuelve a irnos bien, que el cambio ha sido a mejor, y siendo justos, no conozco a nadie de los que vivíamos en aquella calle que esté ahora peor que antes”, concluye Monique.
Desde los Comités del Agua, Hans Brouwer admite que los ciudadanos siempre se muestran contrarios a arrimar el hombro cuando el Gobierno les llega con avisos como este. Y pasa en un país cuya población está muy sensibilizada sobre los riesgos de una posible inundación porque el 60% de su territorio no existiría si no fuese por la contención que ejercen los diques. “Hasta ahora Holanda se había centrado en frenar al mar, y como ciudadano entiendo perfectamente la negativa de la gente a sacrificar parte de su bienestar por la mejora de todos, pero compruebo que lo estamos haciendo bien cuando, una vez terminado el proyecto, todos se muestran satisfechos”, analiza Brouwer.
Parte de la buena crítica que hacen los afectados tiene que ver con lo que ellos han ganado como habitantes de la ciudad. Ahora el río puede disfrutarse más que antes, aseguran, y los atascos han mejorado gracias al nuevo puente. La guinda del pastel la pone el simbolismo que encierra: ha sido construido sobre el lugar en el que 48 soldados aliados perdieron la vida el 20 de septiembre de 1944, al intentar cruzar el Waal. Para rendirles homenaje, cada día desde 2014, al atardecer, un soldado veterano de guerra, de cualquier nacionalidad, lo cruza caminando al ritmo al que se alumbran sus 48 farolas, para terminar con un saludo en la placa conmemorativa que se ha instalado al otro lado del puente. En su web aparece un calendario en el que se puede reservar el día para realizar la marcha. Está completo para los próximos meses.
El 31 de enero de 1995, el río Waal registró 12 millones de litros por segundo. Provocó la mayor evacuación que se recuerda en la región. Cinco años después se puso en marcha el programa para prevenir que algo así volviera a ocurrir, tomando como peor escenario un caudal con 17 millones de litros por segundo, lo que según estiman los expertos asegura las zonas intervenidas hasta 2050, aunque estas estimaciones se van actualizando. Esta primera fase de Espacio para el Río finalizó oficialmente en diciembre de 2018, pero el trabajo no ha terminado. “Los retos a los que nos enfrentamos en el futuro son mayores y con el cambio climático tendremos que intentar dar más capacidad a los ríos, quizá hasta 17 o 18 millones de litros por segundo”, asegura Frans Klijn, “pero tenemos tiempo, espero”. Según datos del Centro Nacional holandés de Meteorología (KNMI), entre 1910 y 2013 las precipitaciones anuales en los Países Bajos han aumentado en un 26%. Esto está relacionado también con la subida de las temperaturas el pasado 25 de julio Holanda registró su máximo histórico, con una temperatura de 40,7 grados–, ya que también aumenta la cantidad de vapor de agua en el aire. Según las estimaciones del KNMI, el calentamiento global podrá provocar que la cantidad de precipitación por hora aumente en un 12% por cada grado de más. Si bien esto es algo que no afecta solo a los Países Bajos, su impacto se agrava al ocurrir sobre un terreno que se hunde, de media, casi un centímetro por año. Este descenso, combinado con la subida del nivel del mar, que podría ser de entre 65 centímetros y 1,3 metros en 2100, se lo pone más difícil a los ríos para desembocar en el mar, según explica Frans Klijn. Por último, las sequías en verano, hasta ahora inusuales en estas latitudes, obligan a un mantenimiento más continuado de las infraestructuras, como los diques a base de turba, que pueden ser más sensibles a estas alteraciones bruscas del clima. Y además provocan un replanteamiento de las obras que quedan por hacer, para quizás, a partir de ahora, pensar también en el almacenamiento del agua potable, algo sobre lo que hasta ahora Holanda no había tenido que preocuparse.
Para enfrentarse a un futuro que no pinta bien, el Gobierno holandés ha aprobado un nuevo plan denominado Gestión Integrada de los Ríos, que se implementará de ahora y hasta 2050. Además, en 2017 se actualizó la legislación de prevención de inundaciones y se estableció un nuevo estándar de seguridad: actualmente la probabilidad de que una persona fallezca por inundación es de una entre 100.000. Para 2020, los Comités del Agua cuentan con un presupuesto de 1.105 millones de euros, una financiación a la que se suma la recaudación directa en forma de impuestos para la gestión del agua, cuya cuantía no ha dejado de aumentar en los últimos cuatro años, siendo de 322 euros de media por vivienda en 2019. Nadie discute la necesidad de contribuir para luchar contra el agua, tanto en la costa como en el interior. Los holandeses saben muy bien cómo es la cara fea del agua, cuando en el invierno de 1953 el mar y la tormenta se llevaron por delante gran parte de la región costera de Zelanda, cobrándose la vida de 1.835 personas. También en ciudades sin mar como Nimega, todos conocen la angustia que produce mirar al otro lado del dique y observar cómo el agua se queda al borde, mientras llegan relatos de otros pueblos cercanos donde el agua venció y sumergió calles enteras.
El agua es la mayor amenaza que sufren los Países Bajos y por lo tanto, también es su mayor prioridad. Algo que no pasa en la vecina Alemania. Y es que los ríos no entienden de fronteras. El Rin, la vía fluvial más utilizada de la Unión Europea, recorre cinco países a lo largo de 1.233 kilómetros antes de desembocar en el Mar del Norte, formando un gran delta sobre el que se asientan los Países Bajos. Cuando los Comités del Agua informaron a las familias de Lent de que debían mudarse, varios se unieron en protesta alegando que este no era sólo un problema de Holanda, sino también de Alemania. Pero si bien es cierto que su caudal podría controlarse ya en el país vecino, según Frans Klijn, “para ellos no es una cuestión de interés nacional como lo es para nosotros, porque Alemania está menos poblada y disponen de mucho más territorio lejos de las orillas del río”. Solos ante el peligro, el programa Espacio para el Río ha servido también para concienciar a la ciudadanía, para crear movimientos desde abajo que se unan al compromiso social contra el cambio climático. Margot Ribberink es una de las impulsoras de una iniciativa para llenar de verde las ciudades y junto con más vecinos han levantado cientos de miles de ladrillos en Nimega, con el fin de evitar que las calles se anegen por las fuertes lluvias. Ya sea porque ahora tienen playa o gracias a que pueden llegar al centro de la ciudad más rápido, el apoyo de los ciudadanos al cambio que ha sufrido Nimega es unánime. El esfuerzo ha merecido la pena. Y tamabién ha traído pequeñas satisfacciones imprevistas: “aprovechando que tuvimos que cambiar la granja de sitio, pudimos colocarla con una mejor orientación para tener más luz” cuenta Margot entre risas.