Un día de noviembre previo al confinamiento por la pandemia, un grupo de estudiantes saltó al campo de fútbol en el partido más esperado de la temporada entre Yale contra Harvard. Durante una hora interrumpieron el juego, que se daba por cable en la televisión, en protesta por la multimillonaria inversión de sus respectivas universidades en la industria de las energías fósiles. En el momento álgido de la protesta 500 personas ocupaban el campo. Varios estudiantes fueron detenidos. Entre ellos estaba Manny Rutinel, alumno de Derecho en Yale, de 26 años. “Nos acusaron de desorden público, pero al final retiraron los cargos por el tremendo apoyo nacional que recibimos, reconocieron que era un asunto importante, que éramos un puñado de estudiantes no violentos que creía que Harvard y Yale deberían hacer más sobre el clima y en la desinversión de las energías fósiles”.
El sábado del partido, Jade Woods, estudiante de Ciencias Políticas en Harvard, supo que esa también era su batalla y se unió al movimiento Fossil Fuel Divest Harvard (Algo así como ‘Desinversión de las Energías Fósiles Harvard’). La campaña estudiantil, en marcha desde 2012, ha conseguido este mes de septiembre su objetivo tras nueve años de movilización de los estudiantes, exalumnos y profesores: forzar a una de las universidades más ricas e influyentes del mundo a abandonar su colosal inversión de 42.000 millones de dólares (36.335 millones de euros) en la industria de las energías fósiles. En una carta publicada en su web el 9 de septiembre, el presidente de la universidad, Lawrence Bacow, lo anunciaba de forma escueta: “Dada la necesidad de descarbonizar la economía y nuestra responsabilidad como fiduciarios de tomar decisiones de inversión que sostengan nuestra misión de enseñanza e investigación, no creemos que estas inversiones sean prudentes”.
La palabra ‘prudente’ ha sido uno de los hallazgos más valiosos en la pelea de los estudiantes, pues ha logrado quebrar el silencio y la negativa del centro universitario durante años y ha encendido la mecha de la desinversión en petróleo, gas y carbón de otros potentes centros académicos del país. En marzo de 2021, los activistas presentaron ante la fiscal de Massachussets una queja legal contra su propia universidad en la que argumentaban que la masiva inversión no solo era inmoral por comprometer el futuro de sus estudiantes. “Nos dimos cuenta de que además era ilegal, y este argumento se podía aplicar a todas las universidades del país”, explicó entusiasmada Ilana Cohen, una de las jóvenes organizadoras del movimiento, en una rueda de prensa on-line celebrada tras el anuncio de la universidad.
Fue Ted Hamilton, exalumno de Derecho de Harvard y hoy abogado en la organización Climate Defense Project, dedicada a apoyar a activistas climáticos, quien ayudó a montar la argumentación jurídica. En ella se alegaba que Harvard, como institución sin ánimo de lucro, está obligada por la legislación estatal a tener inversiones “prudentes”, que busquen siempre el interés de sus principales beneficiarios (en este caso, los alumnos). Y subrayaban que invertir en una industria que contribuye al cambio climático implica una violación del “deber fiduciario” de la institución.
Este deber se refiere a la principal fuente de ingresos de la universidad, un fondo patrimonial llamado endowment, muy habitual en las universidades estadounidenses y en general en los países anglosajones, que invierte el dinero de las donaciones y subvenciones que recibe en productos financieros seguros para pagar becas, formación, apoyo a los alumnos más brillantes o proyectos de investigación. Harvard tiene el mayor endowment de las universidades de Estados Unidos.
“Aquí se está teniendo en cuenta un aspecto financiero fundamental. La decisión de Harvard reconoce que la mejor forma de proteger esa inversión y tener retornos seguros es desinvertir en energías fósiles. En 1980, este sector representaba el 28% del índice Standard&Poors (uno de los índices bursátiles más importantes de Estados Unidos), hoy representa el 2%”, ha explicado Tom Sanzillo, director financiero del Institute for Energy Economics.
Una de las voces más contundentes sobre la decisión de esta universidad ha sido el activista ambiental y escritor Bill Mckibben, creador en 2008 del movimiento mundial de desinversión 350.org, que hasta el momento ha conseguido que 1.339 instituciones de todo el mundo retiren su dinero de las energías fósiles, lo que representa 14,68 billones de dólares (12,7 billones de euros). “Este es un momento importante, como lo fue cuando la Fundación Rockefeller salió, o Irlanda, o cuando lo hizo la ciudad de Nueva York. Ahora Harvard ha dejado a otros sin la posibilidad de esconderse”, incidió ante los periodistas.
La ayuda de los exalumnos
Como el abogado voluntario Ted Hamilton, decenas de exalumnos han ayudado a los estudiantes a mantenerse en la protesta durante todos estos años. “Han escrito peticiones, asesorado, han construido campañas, organizado eventos. Es precisamente porque la gente ha seguido apareciendo por lo que hemos ganado”, contó Anna Santoleri, hoy educadora para espacios abiertos, en el encuentro con la prensa. Esta exalumna entró en la campaña en 2014. “Eran las seis de la mañana, me puse dos pares de pantalones antes de salir de casa. Era invierno en Boston y estaba helada. Fui a una manifestación, había 20 personas y pensé: ¿dónde está todo el mundo? Ahí empezó para mí. No quería ser una de esas personas que no están”.
En 2020 se involucró también en el movimiento climático estudiantil Isha Sangani, que acababa de empezar su grado de Informática en Harvard. Esta alumna de 19 años recuerda los incendios de 2017, cuando se batió el récord de temperatura y aridez en su natal estado de Washington, al oeste del país. “Cuando una buena amiga pasó dos semanas en el hospital por culpa del humo, me di cuenta de que el cambio climático ya está aquí, que es serio y que no va irse a ninguna parte”.
Algunos activistas consideran que el anuncio de Harvard no puede entenderse sin situarlo en un favorable contexto político en Estados Unidos, con una mayoría demócrata en ambas cámaras del Congreso que está incrementando la ambición climática del país con más responsabilidad histórica en el calentamiento global.
El apoyo de figuras públicas como Al Gore y otros exalumnos de Harvard que, como la senadora del estado de Main Chloe Maxmin, ahora ocupan posiciones de poder, es otra de las pistas para comprender por qué ahora, después de una década en pie de guerra, el movimiento estudiantil ha logrado la fuerza suficiente para hacer ceder a la universidad.
El efecto dominó de la decisión de Harvard ya ha empezado. En una sola semana desde el anuncio, la Universidad de Boston y la Universidad de Minnesota anunciaron que se retiraban de los combustibles fósiles. Ahora las miradas están sobre Princeton y Yale. Lynne Archibald, exalumna de la universidad y activista en la campaña Divest Princeton, lamenta que la institución acoja programas de investigación financiados por empresas como las petroleras British Petroleum (BP) o ExxonMobil, que llevan a un “claro conflicto de intereses” a la hora de elaborar estudios sobre las posibles soluciones a la crisis climática. “Nadie aceptaría que McDonald's financiara un estudio sobre obesidad o que Philip Morris financiara soluciones para el cáncer de pulmón”, mantiene Archibald. “Esos programas de investigación en energía verde financiados por las empresas de combustibles fósiles producen estudios centrados en el hidrógeno, en el gas natural o en el secuestro de carbono; todo lo que permite a esas mismas compañías seguir operando”.