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Lecciones de antropología y economía en la cola del Alcázar
Vuelvo a Sevilla más de treinta años después de que por razones de trabajo la visitara en dos ocasiones, el año anterior y el posterior de aquella celebrada Expo de 1992. No tengo mucha querencia por este tipo de acontecimientos, así que no lamento haberlo esquivado, aunque supongo que los residentes aprecian los impulsos modernizadores que tuvo aquel evento. Para mí en cambio el punto de atracción principal sigue siendo hoy como ayer el esplendor de aquella Sevilla que entre los siglos XV al XIX fue la base desde la que se abordó la conquista y colonización de América. Durante aquel periodo Sevilla fue una ciudad global y verdadera avanzadilla del desarrollo en todo el mundo.
Como vasco sé bien de la importancia que tuvo también para nosotros gracias al brillante magisterio de Alfonso de Otazu y de José Ramón Díaz de Durana, quienes en su libro 'El espíritu emprendedor de los vascos' narran precisamente la presencia destacada de nuestro pueblo en aquella avanzadilla y luego su protagonismo en la explotación del Cerro Rico de Potosí y como encomenderos en Mexico y otros virreinatos. Qué impresionante desfile de personajes: cargadores, banqueros, negreros, contadores, tesoreros, maestros de nao, que en Sevilla aparecen vinculados a la hoy calle de Fernández y González y a la capilla de la Piedad del convento de San Francisco, que era la propia de la Nación Vascongada. Como además tengo recién leído el libro de Felipe Pigna titulado 'Los mitos de la historia de Argentina', y me viene a la memoria la barbarie desplegada contra Tupac Amaru, entiendo mejor que Gabriela Wiener se haga eco de la cita de que “en los Andes hay cinco estaciones: la primavera, el verano, el otoño, el invierno y la masacre”.
Por si fuera poco lo anterior, sucede que mi visita acontece justo después de la festividad del 12 de octubre, por lo que no puedo menos que recordar la destacada participación vasca en la brutalidad de aquella conquista y explotación, con numerosos actores menos conocidos, pero para la que bastaría evocar la figura del violento Lope de Aguirre o la extrema brutalidad de Juan de Oñate, para hacerse una idea. ¿Pedir perdón? Claro, no sé cómo pueden caber dudas y cómo nos estamos demorado tanto. Cuando veo la réplica de la Nao Victoria atracada en el Arenal no puedo evitar establecer una contraposición total con el talante de la aventura interesada pero civilizatoria para 'descubrir la Especería', que fue culminada por Juan Sebastián Elcano y recordar que entre los diecisiete que llegaron con él a Sanlúcar de Barrameda el 6 de setiembre de 1522 estaban también el bermeano Juan de Acurio y los barakaldeses Jon Urrutia de Arratia y Jon Otxoa de Zubileta, miembros de una expedición de lo más internacional que uno se pueda imaginar: junto a andaluces, castellanos y vascos había portugueses, italianos, franceses, pero también griegos, alemanes, belgas, ingleses, irlandeses…
Hoy en día no son menos sino muchas más las nacionalidades que merodean por la Sevilla actual durante mi visita, pero ya no somos emprendedores ni aventureros sino turistas. Genuinos representantes de esta plaga del siglo XXI que es la masificación turística, el principal cambio que observo pasados treinta años. Bueno, plaga y bendición a un tiempo, dirán algunos, porque este despegue de la experiencia turística como bien de consumo estelar de las sociedades de renta alta se revela como una fuente principal de actividad económica y empleo para numerosas economías, y no digamos para la española.
Pero esas hordas turísticas que se adueñan del centro de la ciudad no son fáciles de gestionar. Si el foco del goce de la experiencia turística son bienes públicos como el barrio de Santa Cruz, la Catedral y su Giralda y el Real Alcázar es preciso acudir al racionamiento porque, aunque todos podemos acceder a ellos por el principio de 'no exclusión', no todos podemos gozar de ellos a la vez por el principio de 'rivalidad' en su consumo. En realidad, no estamos ante bienes públicos puros, como sería un faro, sino ante los llamados 'bienes comunes', como una pesquería o la caza en un monte. Ante ello un anarcoliberal, espécimen hoy de moda, recurriría a soluciones de mercado: el mercado asigna los bienes a quienes más los valoran, diría; en realidad lo hace a quien tiene la renta más alta y no le supone nada pagar un precio por alto que se establezca, lo que no es precisamente lo mismo. Esto es, para evitar el riesgo de la 'tragedia de los comunes', los convertiría en 'bienes club', como si fueran un exclusivo campo de golf o una marina de lujo. Afortunadamente, como mostrara la premiada con el Nobel de economía de 2009 Elinor Ostrom, los bienes comunes se pueden gestionar con reglas sencillas y evitar así su degradación y la llamada tragedia y hacerlo de una manera democrática y autogestionada. Así se hace de alguna manera con los dos monumentos más emblemáticos de Sevilla, el Alcázar y la Catedral, estableciendo un límite de visitantes de modo que cuando uno llega a la ciudad la reserva de entradas 'online' puede muy bien quedar fuera del horizonte temporal de su estancia.
Esto es así especialmente en el caso del Alcázar, cuya demanda es extraordinaria, de manera que sus gestores han establecido un numerus clausus de 400 entradas que se pueden retirar de taquilla a primera hora de la mañana. Lo sé bien, porque cuando llegamos a la cola del Patio de Banderas por el que se accede a la taquilla, un guarda canta los números 399 y 400 haciendo click en una dispositivo y justo tras nosotros pone un poste con un letrero que dice “No hay entradas-Sold out”. Son las nueve y media de la mañana y nos sentimos afortunados entonces, ignorantes como éramos de que nos aguardaban dos horas de paciente espera y toda una experiencia vital sobre el comportamiento humano.
Desde aquel momento, la gente no cesa de llegar al final de una cola que apenas se mueve y el guarda con paciencia infinita no se cansa de indicar lo que dice el poste y repetir más veces en inglés que en castellano que la taquilla se ha abierto a las nueve y que hay gente haciendo cola desde las seis y media de la madrugada. Pero la gente se resiste a aceptar su decepción y con insistencia variable solicita que se haga una excepción. Como observador directo, tras la repetición de la misma escena más de una docena de veces, me descubro en mis cavilaciones inclinado a establecer que la resistencia a la aceptación de la norma y que todo puede ser objeto de transacción es mayor en las gentes del sur, que seguramente vienen del norte, pero a los que se distingue por la indumentaria o los rasgos raciales. El último ejemplo, una pareja seguramente de origen indio o pakistaní pero británicos, que insisten en permanecer fuera de la cola y que gracias a su pertinacia consiguen finalmente ser admitidos porque otra pareja que está delante de nosotros se ven obligados a abandonarla ya que se les echa encima la hora que tienen reservada para ver la Catedral. En ese momento ni siquiera puedo imaginar todo lo que nos queda por presenciar y cómo mis cavilaciones van a quedar sin más como el fruto de lo que quizá podría ser un prejuicio cultural.
La cola de la cola se ha ido moviendo bajo una fina lluvia hasta llegar al arco de entrada al Patio de Banderas. Y hete aquí que un anciano italiano, pretextando que se había estado refugiando de la lluvia se ha incorporado subrepticiamente a la misma en aquella esquina e incluso aparece luego con un acompañante de su edad. El guarda que ha pasado ya un buen rato moviendo tras nosotros y luego tras los británicos de origen indio el letrero de “No hay entradas”, no puede caer en semejante engaño y los expulsa de la cola.
La cola ya es una línea de la longitud del Patio, aunque al final se quiebra unos treinta metros más a la derecha para alcanzar la taquilla, y en su lento avance se sigue repitiendo la misma escena con la gente nueva que va llegando. Una amplia familia mexicana se resiste a aceptar su frustración y un joven miembro de la misma desafía y exaspera al guarda diciendo que lo quiera o no él va a permanecer “en la formación”, que es como él llama a la cola. Este machote acabará desistiendo justo poco antes de que una pareja de mediana edad elegantemente vestida lo intente con una estratagema parecida a la del italiano. Al oírlos hablar la primera vez pensé que esa 'lady' y su 'gentleman' venían de la misma City, pero no, eran de Nueva York; y como los mexicanos no querían volver a cruzar el charco sin ver el palacio. Para ello aquella señora tan bien enseñoreada se había acodado al poste que con su cinta delimitaba el tramo de la cola más cercano a la taquilla y desde allí con su pareja tras ella estaba ya casi incorporada de lado a la cola ante el silencio de los más próximos, pero no de nosotros ni del guarda que al advertirlo los expulsa de la cola sin contemplaciones.
La cola y la espera estaban a punto de llegar a su final, pero todavía faltaba otro episodio desagradable. Una señora valenciana se acerca a nosotros y nos quiere dar el dinero para que le saquemos entradas para ella y dos amigas, a lo que nos negamos rotundamente. Hacerlo no solo era romper las reglas sino dejar fuera a los que tras nosotros habían entrado en buena lid. La señora no sólo no lo vio así, sino que ya desde la distancia junto a sus amigas nos vituperaba por nuestra falta de “solidaridad española” en una cola llena de extranjeros. Por cierto, ahora que escribo sobre ello me pregunto si “los rasgos de solidaridad de pronunciada agresividad” que el historiador francés Pierre Chaunu advertía en el comportamiento de los vascos en la Sevilla del siglo XVI no vulnerarían también los principios de la justicia como equidad, teniendo en cuenta su elevada participación en aquellos negocios. En todo caso, le respondimos indignados en la forma en que pudimos ante la perplejidad de los que nos rodeaban, todos extranjeros, que no alcanzaban a comprender la razón de aquella polémica.
En una tarde agotadora visitamos primero el Alcázar y luego la Catedral, para dar fe de la verdad del dicho de que “no haya nada en Sevilla que no sea grande”, al tiempo que nos sumergimos de lleno en el ambiente de los poderes de esa época en la que, desde esta ciudad y su Casa de Contratación, se promovió y controló el desarrollo de las Indias, hasta que su propia crisis institucional como consecuencia de la invasión napoleónica sirvió de catalizador de los procesos de independencia. Pero más allá de disfrutar del esplendor de Sevilla y del testimonio arquitectónico e histórico de aquel tiempo, aprendimos importantes lecciones sobre el comportamiento humano y la naturaleza de los retos del tiempo en que vivimos.
Una visión antropológica y humanista como la que nos propone Gillian Tett en 'Anthro-Vision', cuyos orígenes están en Franz Boas y sus discípulas tal y como describe Charles King en 'Escuela de rebeldes', nos alerta de que la existencia humana es una historia de diversidad y de que no existe un único marco cultural por lo que haríamos bien en sumergirnos en las mentes y vidas de los otros para ganar empatía, al tiempo que también debemos vernos a nosotros mismos con la mirada de un extraño. Pero siendo esta una enseñanza incuestionable, descubrimos también que dentro de la diversidad de marcos culturales parece que el egoísmo ha medrado en todos ellos cuestionando la norma, que es expresión de la voluntad de la comunidad, para lograr una transacción particular a su favor. La norma existe porque existen externalidades de modo que no se puede hacer pasar el interés propio por sinónimo de libertad o autonomía individual como acontece a menudo desde la pandemia. Joseph Stigiltz ha escrito un precioso libro, 'The Road to Freedom: Economics and the Good Society', para mostrar desde la economía cuál es el significado de la libertad y advertir que la forma del capitalismo actual no sólo no la favorece, sino que ha conducido a la libertad de unos pocos a expensas de la de la mayoría: libertad de los lobos, muerte para las ovejas. La concentración de poder económico conduce a la captura del poder político, que favorece el poder económico y la desigualdad, dentro de un mecanismo de causación acumulativa que parece no tener fin en la era neoliberal.
Por otro lado, las externalidades están en todas partes. El ejemplo más evidente es el del cambio climático, que algunas luminarias del mundo empresarial proponen abordar mediante la neutralidad tecnológica, como si no fuera precisamente esa neutralidad la que nos ha traído hasta aquí. Bueno, ni siquiera neutralidad porque según el FMI todavía en 2022 lo subsidios a los combustibles fósiles en el mundo representaban el 7% del PIB, o sea más del doble que el gasto en educación. Se supone que proponen hacerlo mediante el simple mecanismo de precio del carbono, pero que sea lo más bajo posible, no sea que dañe a la industria actual, o sea un comportamiento de gorrones como los del Patio de Banderas, pero sin un guarda que haga cumplir la norma. Pero es que además se trata de una mala estrategia de política industrial, como ha mostrado Ricardo Hausmann, porque favorece a los establecidos a corto plazo pero impide aprovechar las oportunidades que nos brinda el futuro: que tú no cambies no significa que el mundo no siga adelante, como está viendo ahora con ansiedad la industria automovilística europea. Y una pésima política ambiental porque el cambio climático no se puede abordar a través del precio del carbono ya que nadie sabe el nivel requerido y uno que fuera eficaz provocaría dislocaciones enormes, acordémonos del pequeño ejemplo de los chalecos amarillos. Como dice Stiglitz no se sabe cuál puede ser la reacción de empresas y hogares al precio de carbono y por ello es mejor un conjunto de instrumentos entre los que la regulación y la inversión pública son esenciales.
Pero más allá de este gran desafío, el hecho mismo de la masificación turística indica bien a las claras que el problema es más general y que el capitalismo actual no resulta adecuado para afrontarlo. Si volvemos a nuestra clasificación de los bienes bajo los principios de 'exclusión' y 'rivalidad' podemos entender por qué. Los bienes privados que se caracterizan por ser fruto de la exclusión y la rivalidad y que el desarrollo capitalista de los últimos siglos ha procurado en abundancia están en retirada en el mundo avanzado. Las sociedades actuales desplazan su consumo hacia actividades colectivas y consumo social en los que se da una interdependencia entre los consumidores y entre ellos y los productores que ocasiona unos problemas de coordinación que el mercado no puede resolver. Esto es la esencia del concepto de crecimiento transformacional que nos enseña Edward J. Nell en 'The General Theory of Transformational Growth'. El mercado que ha sido fue enormemente exitoso en la producción de bienes privados logrando a la vez asombrosos avances en productividad en base a la maquinaria y la energía que sustituye al trabajo ya no lo es, no sólo por las restricciones de las externalidades que ha creado, sino porque su ámbito de acción es cada vez más restringido.
El capital en la era neoliberal ha conseguido que el excedente sea el doble que la inversión bruta, dejando obsoleto el aforismo de Kakecki de que “los capitalistas ganan lo que gastan (invierten), y los trabajadores gastan lo que ganan”. Ganan el doble de lo que gastan gracias al creciente poder de mercado producto de la concentración y la centralización corporativas, y cada vez tienen más difícil encontrar en qué gastar, por ello recompran sus propias acciones y se abalanzan sobre ámbitos de producción como la salud, la educación, el entretenimiento, la comunicación, la protección social o la propiedad inmobiliaria, entendida como fuente de rentas, no como industria. Como este es el terreno propio de lo público y del estado de bienestar, pretenden favorecer una retirada de la esfera pública, a pesar de que se sabe que el resultado es en general más que cuestionable en términos de eficiencia y de equidad, cuando no resulta desastroso como muestra el ejemplo de la sanidad en Estados Unidos o la deplorable situación de la vivienda en Europa. Si no lo consiguen, la situación no deja tampoco de ser problemática porque la financiación del estado de bienestar depende de la expansión de los bienes privados, de manera que es necesario despilfarrar en lo superfluo para garantizarse lo esencial, otra gran paradoja del capitalismo actual.
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