Cada cuatro semanas, durante dos horas y 45 minutos, Mathew Lieberman cambia el silencio y la quietud de su apartamento por el trabajo como líder de equipo en el bullicioso supermercado cooperativo de Park Slope. No recibe ni un penique por su aportación. Tampoco lo consigue la artista Sunshine Suggs por su turno ordenando en la sección de conservas. El grupo que se afana en recibir, pesar y envolver quesos en el sótano, el que llega a las cinco de la mañana para empezar a descargar verduras frescas, los que limpian al final del día o quienes facturan en caja tampoco recogerán un mínimo dólar por su empeño. Sin embargo, cada uno de ellos llena su cesta de la compra en un lugar de confianza, donde cada producto es seleccionado por su calidad y la ética de su cultivo a precios muy por debajo de la media. Todos son miembros de Park Slope Food Coop que, 45 años después su fundación, es ya una seña de identidad del barrio neoyorquino de Brooklyn. Nada hacía prever que lo que comenzó como una más de los cientos de cooperativas que surgieron a principios de los años 70 continuaría en pie llegado el nuevo milenio, mucho menos que seguiría creciendo hasta convertirse en la cooperativa más grande de edificio único en todo Estados Unidos, con más de 17.000 miembros activos y ventas que en 2018 se espera alcanzarán los 56 millones de dólares (45 millones de euros).
“En aquel momento no éramos nada nuevo”, dice Joe Holtz, miembro fundador que continúa al pie de la cooperativa. “Vivíamos la explosión de los movimientos sociales: el de los derechos civiles, la protección del medio ambiente, los derechos de la mujer, la protesta contra la Guerra de Vietnam... Había un libro entonces, Diet for a small planet [Frances Moore Lappé, 1971, uno de los primeros libros sobre el impacto ambiental y social de la producción de carne] que tuvo muchísima influencia en nuestra generación”, recuerda.
Holtz tenía 22 años y había dejado la universidad cuando uno de sus vecinos le comentó que estaba pensando crear una cooperativa con un par de conocidos. Estaba recién regresado de pasar una temporada en California, donde había sido miembro de otras dos iniciativas similares, así que no se lo pensó dos veces. “Como muchos otros en aquella época, éramos un grupo de jóvenes que quería comer bien pero no tenía dinero para permitírselo. Nos reuníamos aquí mismo, en la segunda planta de lo que es hoy el edificio central de la cooperativa. Durante el día nos cedían el espacio que por las tardes se convertía en un lugar para eventos culturales y lectura de poesía. No nacimos para ayudar a nadie, sino para ayudarnos a nosotros mismos y a gente como nosotros”, aclara.
Los miembros de la nueva cooperativa invirtieron una módica suma y empezaron su particular desafío contra el auge del capitalismo y el imperante estilo de vida individualista estadounidense. “El primer día fue emocionante. Teníamos fruta, setas, verduras, arroz y otros cereales. Vendíamos aceite y otras salsas en botes de cristal, teníamos frutos secos y pan”, dice Holtz. Un par de semanas después, dos o tres de los diez fundadores se mudaron a otra parte, pero Brooklyn fue siempre un barrio populoso y los nuevos miembros no se hicieron esperar. Aumentaron la variedad y cantidad de productos, empezaron a formarse colas y finalmente se hizo necesario más espacio. Una década después la cooperativa consiguió un préstamo y compró el primero de los tres edificios que conforman hoy el icónico espacio de la calle Union.
“Visitas bienvenidas, mercado solo para miembros”, se lee al acceder a Park Slope. Cada centímetro del gran edificio es útil. La planta baja acoge el mercado cuyos pasillos, repletos con más estanterías que una tienda de alimentación convencional, están rebosantes. Los bajos de los tres inmuebles conectados sirven a la vez de almacén y espacio de empaquetado de productos a granel, que el turno pertinente pesa y embolsa continuamente.
El primer piso aloja la oficina, ocupada por una mezcla de miembros y personal contratado. La sala multiusos donde se celebran reuniones, asambleas mensuales así como eventos culturales; también hay espacio para una pequeña guardería, de la que los asociados pueden disponer cuando acuden a realizar su turno de trabajo y, si hay espacio suficiente, cuando vienen a comprar. Tanto la oficina de personal como la de coordinadores están plagadas de folletos de información, archivadores, recortes, gente que entra y sale y un fluir continuo de conversaciones entre ellos o al teléfono.
Park Slope Food Coop, cuyo sistema de funcionamiento ha evolucionado y se ha ido perfeccionando democráticamente cada temporada, sigue estando a caballo entre lo analógico y lo digital. El sueño de un colectivo en el que se colabora sin remuneración económica funciona como un engranaje único de apariencia caótica pero efectividad comprobada. La plantilla de 75 trabajadores se suma al sistema de trabajo extensivo de los copropietarios, lo que permite a la cooperativa alcanzar unas ventas por metro cuadrado 16 veces por encima de la media nacional.
¿Cómo se organiza este aparente desorden? “Siempre ha sido complicado” –explican en la oficina–. “Conseguir que todo el mundo cumpla con su trabajo, que el dinero no se pierda en el proceso... hay que elegir un enfoque y seguirlo sin despistarse”. Para mantener el rumbo, la hoja de ruta que ha mantenido a la agrupación viva y rentable durante todos estos años ha sido la igualdad entre copropietarios.
Así, la tarjeta de miembro, que se revisa siempre que este acude al centro, contiene información sobre sus contribuciones a Park Slope Food Coop. Si tiene turnos pendientes, el copropietario no podrá hacer la compra. Mientras esta práctica no es del gusto de todos, mantiene a los asociados despiertos, y a aquellos que no estén dispuestos a colaborar como los demás, fuera de la cooperativa. “Aquí todos trabajan lo mismo. Siempre estuvimos de acuerdo en que cerraríamos si no podíamos mantener esta norma. Un verdadero hippie hubiera preferido dejarlo pasar, pero eso habría destruido la esencia de la cooperativa, cuyo significado radica precisamente en eso, en la cooperación”, explica Holtz.
Para ser miembro, cualquier individuo debe abonar una cuota de inscripción no reembolsable de 25 dólares y una inversión reembolsable de 100. Únicamente están exentos de esta cuota personas con ayudas económicas públicas, que pueden abonar contribuciones de cinco y diez dólares, respectivamente. Una vez parte del proyecto, se requiere que todos los socios trabajen dos horas y 45 minutos cada cuatro semanas en turnos rotativos. En casos excepcionales se pueden hacer turnos por adelantado o cambiarlos con otros miembros. Solo los discapacitados, nuevos padres o copropietarios en duelo por la pérdida de un familiar están exentos del trabajo para la cooperativa de manera temporal. Así, esta consigue que un 75% del trabajo que se lleva a cabo en Park Slope Food Coop lo realicen los asociados. A cambio, los miembros consiguen que su cesta de la compra les cueste entre un 20% y un 30% menos.
En 2015, un equipo de la incipiente cooperativa francesa La Louve viajó a Brooklyn para visitar Park Slope Food Coop. Estudiaron cada detalle de funcionamiento de la entidad y pronto emularon su exitoso modelo de vuelta en París. A pie de mercado en Brooklyn, los copropietarios son conscientes de que su participación en la cooperativa se ve a través de las lentes de la admiración al otro lado del océano. Es solo una razón más por la que ser miembro de la agrupación les hace sentir bien. Aquí, tanto el cirujano como el repartidor, el cuidador de perros, la diseñadora gráfica o el cocinero sienten algo que va más allá de tener a su disposición las frutas y verduras más frescas, cuyo origen pueden no solo conocer sino cuestionar (la cooperativa ha realizado varios boicots: durante el Apartheid retiró los productos de Sudáfrica, las uvas chilenas también desaparecieron del mercado con el régimen de Pinochet).
Pero, ¿el trabajo es para todos? El diario The New York Times llegó incluso a publicar que ciertos miembros enviaban a sus niñeras a realizar su turno en la cooperativa, y hay quien simplemente no está dispuesto a ofrecer su esfuerzo a cambio de descuentos en alimentación. Pero los que se quedan lo hacen con convicción. Se sienten parte de una comunidad, una familia gigantesca que hace que el esperar en la cola para pagar con un carrito repleto no sea exasperante, sino un buen momento para charlar animadamente o leer la gaceta semanal de la cooperativa (de irónico nombre La gaceta para quienes esperan en fila, The linewaiters gazette). “Cuando me mudé a Estados Unidos tuve un momento de paranoia. Empecé a darme cuenta de que no podía fiarme del origen de los productos que compraba. Estaba acostumbrada a ver a gallinas y vacas sueltas, mientras aquí lo más cercano era un camión lleno de pollos en la carretera. Dejé de comer casi por completo, paralizada, hasta que oí hablar de la cooperativa. Formar parte de esto me ha traído mucha paz. Me siento en control”, explica en la caja la nigeriana Ika Take.
Al otro lado del pasillo, seleccionando dátiles y otros frutos secos, el francés Jean Claude Chetrit se toma con calma la compra del día. Ya no viene tan a menudo como cuando trabajaba. Ahora que ya le ha dedicado 25 años de su tiempo, el copropietario está jubilado de su aportación y puede comprar sin un turno de trabajo. La cooperativa es un pilar esencial más en su vida, y ahora es su hija la que sigue sus pasos.
Anne Herpel, coordinadora general y vecina de Park Slope durante años, sabe cuánto ha cambiado el barrio mientras la cooperativa crecía dentro del número 782 de la calle Union. El barrio está 'gentrificado', como los anglosajones llaman a aquellos distritos de gente con pocos recursos que han sido colonizados por gente más rica y moderna. En efecto, lejos de aquel origen multicultural y obrero que se afincó aquí huyendo del caro Manhattan, los nuevos miembros pagan precios casi tan astronómicos por su vivienda en Park Slope como en el centro de la Gran Manzana, pero es algo que dentro de la cooperativa no se ve. Los vecinos van creando comunidad al coincidir en los mismos turnos. Comparten recetas. Conocen amigos, a veces incluso parejas. Sorteando el ordenado barullo del microcosmos paralelo que avanza tras las puertas de la cooperativa, Holtz se sonríe. “Todavía hoy la gente me pregunta si esto es una utopía... ¡Para mí está bastante claro que es el futuro!”.
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