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Los dioses no paren

El patriarcado no entiende de fronteras. Es un sistema global, que opera de la misma forma en cualquier rincón del mundo. Es cierto que goza de más salud cuanto menos frenos se le pone, pero que convive con cualquier mujer del mundo es algo palpable. Más palpable para nosotras, las mujeres, claro.

El patriarcado está íntimamente unido a la Iglesia, de la misma forma que lo está al capitalismo. No significa esto que sin la Iglesia (o el capitalismo) el patriarcado moriría, sino que mientras estos dos elementos, Iglesia y capitalismo, tengan poder, el patriarcado seguirá vivo.

Que todas las religiones son misóginas es algo innegable, y que le dan fuelle al sistema que oprime a las mujeres es un hecho que dejó su enésima prueba ayer mismo en Argentina: los senadores que votaron NO a la despenalización del aborto se escudaron en Dios y en sus creencias religiosas.

Esta creencia no es más que una idea que ellos consideran un hecho, sin pruebas, sin absolutamente nada a lo que agarrarse: consideran una realidad algo que no es más que un concepto, y se basan en esto para pisotear lo que sí es una realidad: las mujeres no tienen poder sobre sus cuerpos, lo tienen ellos. El problema de que la religión goce aún de tan buena salud es que estas creencias siempre son respetadas incluso cuando son usadas para machacar y arrebatar vidas. Si son vidas de mujeres, con más facilidad podrán anteponer su fe como “razonamiento”.

En mi opinión, la religión siempre ha de tenernos enfrente como mujeres y, más aún, como feministas. Siempre podemos creer de forma individual lo que queramos, de la misma forma que podemos de manera individual depilarnos cada vello de nuestro cuerpo, o de la misma forma que podemos tener las fantasías sexuales que nos salgan, sean éstas de la naturaleza que sean, pero jamás defender ningún concepto patriarcal, opresor o discriminador en sí mismo, mucho menos hacer proselitismo, porque nada tiene de feminista evangelizar a otras mujeres para que subyazcan bajo el yugo de cualquier religión, o alentarlas para que sus cuerpos encajen en los cánones patriarcales de belleza.

Si algo caracteriza al feminismo es que lo cuestiona y analiza todo, no de manera individual, no juzgando a mujeres de forma puntual, sino a los sistemas opresores que nos modelan a todas y nos conforman como un accesorio o un objeto relegado al hombre y su deseo. Y de eso va también la religión: de la creencia de que existimos gracias a la costilla de un hombre, de que nuestras vidas las debemos a su existencia, de que ellos pueden alcanzar cualquier posición, dentro y fuera de las propias iglesias mientras las mujeres deben posicionarse bajo ellos, tanto dentro como fuera de los cultos.

Por eso el aborto es un tema de debate, porque son las mujeres quienes paren. Por eso ellos pueden decidir y deciden, porque son hombres y todo lo pueden. Y además se lo merecen. Por eso, aunque un embrión no puede existir por sí mismo ni evolucionar sin nuestro cuerpo, a ellos se les ha hecho creer que pueden opinar y decidir que sigamos adelante hasta crear a un ser humano independiente.

No falla nunca la relación entre creerse con derecho a decidir sobre nuestras vidas y el hecho de no dignarse a hablar de la otra persona que hace falta para que un embarazo se produzca: ellos mismos. Ellos quedan fuera de la ecuación, y todo debate surge desde el momento en el que la mujer ya está embarazada, culpándola de irresponsable, forzándola a apechugar con “sus malas decisiones”.

Estos días, a nadie se le habrá pasado por alto cómo en sus redes sociales o incluso en debates de televisión, muchos alzan la voz en contra del aborto y piden a las mujeres que sean consecuentes con sus actos: como si éstas se reprodujeran por esporas. La misoginia latente es insoportable en cada uno de los discursos que aparecen, una y otra vez, y en la propia negativa a que el aborto sea legal, lleva siempre implícito el elemento castigo: si follaste, pare. Porque las mujeres, para los conservadores y católicos apostólicos y romanos, no deberían follar tan alegremente. Ni que fueran hombres.

Lo que parece claro es que si fueran los hombres los que paren, no sólo nadie en el mundo estaría debatiendo si legalizar o no el aborto, sino que jamás se hubiera prohibido. El embarazo sería un proceso sagrado donde jamás nadie, mucho menos nosotras, se habría creído con autoridad para insinuarles que deben albergar en sus vientres un embrión, y además el tiempo necesario hasta crear un ser autónomo. Dioses y escribanos ya se habrían encargado de dejarlo claro también en sus correspondientes escrituras.

El patriarcado no entiende de fronteras. Es un sistema global, que opera de la misma forma en cualquier rincón del mundo. Es cierto que goza de más salud cuanto menos frenos se le pone, pero que convive con cualquier mujer del mundo es algo palpable. Más palpable para nosotras, las mujeres, claro.

El patriarcado está íntimamente unido a la Iglesia, de la misma forma que lo está al capitalismo. No significa esto que sin la Iglesia (o el capitalismo) el patriarcado moriría, sino que mientras estos dos elementos, Iglesia y capitalismo, tengan poder, el patriarcado seguirá vivo.