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Una operación sucia y asquerosa
Hoy te escribo desde mi pueblo, Torresandino. Son las fiestas patronales y he venido con mi familia a pasar unos días aquí, huyendo también del calor de Madrid.
Ha sido una semana movida, con mucho que comentar. Probablemente lo más relevante para el futuro es la salida de Vox de los gobiernos autonómicos del PP. Sobre este asunto, te recomiendo este estupendo análisis de Iñigo Saéz de Ugarte. Pero he preferido centrar mi boletín en otros dos temas de la semana: dos cuestiones que no se pueden dejar pasar como si fueran otra noticia más.
La Stasi del PP
- Nacho Cano: “Todo esto lo ha orquestado la Policía, es como la Stasi. Es una operación sucia y asquerosa”. “Esto es lo más parecido a la Stasi, a Venezuela.”
- Isabel Díaz Ayuso: “La destrucción personal con fines políticos es estalinismo”. “Aquí, en España, se mandó un mensaje muy preocupante a cualquiera que se atreva a disentir”. “La libertad no puede verse amenazada por las decisiones de ningún gobierno”.
El músico y la presidenta de la Comunidad de Madrid tienen mucha razón, aunque por los motivos equivocados. Por supuesto, ellos se refieren a lo ocurrido con los becarios del musical Malinche a los que Nacho Cano tenía trabajando sin los permisos en regla. Aunque su encendida denuncia encaja mejor con los nuevos datos que hemos desvelado esta semana elDiario.es y El País sobre la persecución policial del Gobierno de Mariano Rajoy contra sus rivales políticos.
Eso sí fue estalinismo. Eso sí fue la Stasi. Eso sí fue una operación sucia y asquerosa, que buscaba la destrucción personal por motivos políticos.
Los hechos. La Policía espió a medio centenar de diputados de Podemos durante el Gobierno del PP. La casi totalidad de los cargos electos de Podemos en esos años fueron investigados sin orden judicial: Pablo Iglesias, Iñigo Errejón, Yolanda Díaz, Irene Montero, Carolina Bescansa, Pablo Bustinduy, Juan Pedro Yllanes, Alberto Rodríguez, Tania Sánchez…También fue espiada Victoria Rosell, incluso antes de que entrara en política: cuando aún era jueza en activo.
Entre 2015 y 2016, hubo casi 7.000 consultas a bases de datos restringidas por parte de distintos agentes de la policía –también algunos pocos guardias civiles–. Son ficheros informáticos donde se guardan los establecimientos hoteleros donde se aloja cada ciudadano, las matrículas de los coches, su residencia…
En esas bases de datos también figuran los antecedentes penales y policiales. Como los que el número dos del Ministerio del Interior del Gobierno de Rajoy, Francisco Martínez, pidió rastrear tras las elecciones de diciembre de 2015, cuando el PSOE negoció por primera vez con Podemos una coalición. “Aquellos de Podemos que tenían antecedentes, ¿pudiste confirmar algo?”, preguntó Martínez en un mensaje por whatsapp a uno de los más destacados comisarios de la brigada política, Enrique García Castaño.
El rastro de este espionaje está hoy en la Audiencia Nacional. El juez Santiago Pedraz está investigando la guerra sucia contra Podemos y ha encontrado ya algunas evidencias palmarias. Como lo que ocurrió con un ciudadano venezolano al que premiaron con el permiso de residencia a cambio de lanzar un bulo sobre Pablo Iglesias: una cuenta en un paraíso fiscal que nunca existió. O las anotaciones en las libretas del comisario Villarejo, que desde septiembre de 2014 empezó a investigar ilegalmente a este partido.
Con todo, esta investigación penal llega muy tarde. Ha pasado una década desde que se produjeron estos presuntos delitos y, durante años, la Justicia miró hacia otro lado. Buena parte de los abusos de aquella Stasi que operó durante el Gobierno de Rajoy van a quedar impunes.
La cúpula del Ministerio del Interior de aquel Gobierno se sentará en el banquillo: el secretario de Estado, Francisco Martínez, y el ministro Jorge Fernández Díaz, amigo personal de Rajoy. Pero solo por una de las muchas trapacerías de la policía patriótica: la Operación Kitchen, el uso del dinero público y de las fuerzas de seguridad para encontrar y destruir las pruebas de la corrupción del PP que escondía el tesorero Luis Bárcenas.
Esa investigación judicial la lideró en la Audiencia Nacional Manuel García Castellón. Contra el criterio de la Fiscalía, que quería ir más allá, este juez trazó una “línea roja” para no investigar la trama política. María Dolores de Cospedal se libró. Mientras que Mariano Rajoy, el principal beneficiado de aquel operativo policial y jefe directo de Jorge Fernández Díaz, ni siquiera fue llamado a declarar como testigo.
Manuel García Castellón redujo la Kitchen a su mínima expresión. Y se negó a investigar las otras dos principales ramas de la Stasi del Gobierno de Rajoy: la guerra sucia contra Podemos y la operación Catalunya.
Es el mismo juez que también se ha negado a investigar las operaciones de Villarejo contra Pedro Sánchez y su mujer.
García Castellón, conviene recordarlo, debe buena parte de su carrera a los gobiernos del PP: 17 años como magistrado de enlace en París y en Roma, dos de los puestos mejor pagados a los que puede aspirar un juez.
García Castellón no encontró nada raro en el espionaje a Podemos, a pesar de que las grabaciones de Villarejo –donde este tema es recurrente– se investigaban en su juzgado. Pero sí dedicó enormes esfuerzos infructuosos en abrir todo tipo de causas judiciales contra Podemos y sus principales dirigentes, que después tuvo que cerrar.
Con la Operación Catalunya, Manuel García Castellón operó igual. En noviembre de 2021, el hijo de Jordi Pujol presentó un recurso ante el juez solicitando una investigación por las maniobras de la policía patriótica. García Castellón se pasó dos años sin contestar. Solo cuando elDiario.es publicó la noticia del llamativo retraso, el juez respondió a ese recurso: por supuesto, para negarse a investigar.
El final del Tsunami
Cero interés en la Operación Catalunya. Pero para investigar a los independentistas, García Castellón siempre tuvo una mayor predisposición. Especialmente con el caso Tsunami: un episodio que se ha cerrado esta semana, tras cinco años de investigación, y que –se mire como se mire– supone una de las páginas más vergonzosas de la historia de la Justicia española.
Recordemos los hechos. García Castellón abrió la causa del Tsumami en 2019, por las protestas en Catalunya contra la sentencia del procés. Durante años, García Castellón apenas avanzó. Pero con las negociaciones entre el PSOE y Junts para la investidura de Pedro Sánchez, el caso Tsunami resucitó y la instrucción cogió una enorme velocidad.
El 6 de noviembre de 2023, con la amnistía ya sobre la mesa, Manuel García Castellón decidió ampliar su investigación por terrorismo a Marta Rovira y Carles Puigdemont: la secretaria general de ERC y el principal líder de Junts.
Era una acusación “sin fundamento alguno”. “Sin nuevos hechos acreditados”. “Sin que se haya practicado ninguna diligencia que haya recogido nuevos indicios de responsabilidad criminal”. Y estos entrecomillados no son míos: fue lo que le contestó a García Castellón la Fiscalía de la Audiencia Nacional.
Una acusación “sin fundamento alguno” pero muy útil para otro finalidad: el terrorismo era uno de los delitos que no eran amnistiables. La causa abierta por terrorismo contra Carles Puigdemont –oh, casualidad– se convirtió así en uno de los principales escollos de la negociación para la investidura de Pedro Sánchez.
¿La víctima de aquel “terrorismo”? Un pasajero francés que falleció de un infarto durante las protestas en el aeropuerto de Barcelona. Una víctima de una muerte natural.
Durante los siguientes meses, la investigación del Tsunami y las negociaciones en el Parlamento avanzaron casi a la par. Como si la justicia, en vez de ciega, jugara contra el Gobierno una partida de ajedrez.
En enero, los partidos presentaron sus enmiendas a la ley: entre ellas, delimitar los delitos de terrorismo que no eran amnistiables a aquellos que supongan “violaciones graves de los derechos humanos”. Apenas unos días después, el juez García Castellón movió otro peón: añadiendo como “víctimas del terrorismo” –con graves violaciones a los derechos humanos– a un policía que sufrió lesiones en otra manifestación independentista, por una pedrada en la cabeza, y otro agente que fue prejubilado después de una lesión en el brazo.
Había un pequeño problema, uno no menor: que ambos agentes fueron heridos en una manifestación que no había sido convocada por Tsunami. Pero dio igual.
Más tarde llegó el Tribunal Supremo a sumarse a esta creativa definición de terrorismo. La Sala de lo Penal –que preside Manuel Marchena– hizo suyas las tesis de García Castellón y amparó la investigación por terrorismo a Puigdemont.
Todo este castillo de naipes se ha derrumbado esta semana. La Audiencia Nacional anuló los últimos tres años de esta investigación por un defecto de forma. Manuel García Castellón había presentado una de las prórrogas fuera de plazo, y la jurisprudencia del Supremo en este tema es clarísima: eso anula todo lo que vaya después. Tras esta chapuza, el juez decidió archivar la causa al completo. Y con ello llegó después el archivo de la investigación en el Supremo contra Puigdemont.
Llegados a este punto, solo hay dos interpretaciones posibles. Ninguna deja bien a este juez.
Si García Castellón tenía razón, y esto era terrorismo, su incompetencia ha dejado a un presunto comando terrorista en libertad.
¿Y si no era terrorismo? Peor aún. Porque solo cabe deducir lo que muchos sospechamos: que el único objetivo de esta causa judicial era torpedear la ley de amnistía.
Esta semana, poco antes del fin del caso Tsunami, los sindicatos promovieron un manifiesto de relevantes juristas pidiendo que se pusiera freno a esa calificación de unos desordenes públicos como “terrorismo” y se acotara este delito a estándares europeos. Si la interpretación del terrorismo propuesta por García Castellón no se evita, decían los juristas, “se podría terminar aplicando a las tractoradas de los agricultores, a los bloqueos de las carreteras por transportistas organizados y, naturalmente, también a los trabajadores en sus acciones de huelga y manifestación, a pesar de realizarse en el ejercicio de un derecho fundamental”.
Pero lo curioso del manifiesto no era solo la tesis que defendía: la única sensata. Sino también quiénes lo hacían. Entre los firmantes, está Adela Asúa, vicepresidenta emérita del Tribunal Constitucional. Está Ignacio Berdugo: catedrático de Derecho Penal y también hermano de Juan Ramón Berdugo, el juez del Supremo ponente del auto donde se aceptó la investigación “terrorista” contra Puigdemont. Está Francisco Muñoz Conde, una eminencia del Derecho Penal que es autor de los manuales con los que han estudiado casi todos los juristas. Y están también varios catedráticos críticos con la ley de amnistía y el independentismo –como Juan Antonio Lascuraín, Gonzalo Quintero Olivares o José Luis Díaz Ripolles– pero que creen que lo que hizo García Castellón con el “terrorismo” no tiene un pase.
Por fortuna para las libertades democráticas, la causa “terrorista” del Tsunami ha pasado ya a la historia. Pero lo hace en un momento nada casual.
Este invento del terrorismo de Puigdemont ha dejado de ser relevante. El Tribunal Supremo ha encontrado una trinchera aún mejor, con esa creativa interpretación del enriquecimiento sin riqueza de la que te hablé en mi carta de la semana pasada. El Tsunami cumplió su función. Pero ya hay una barrera más eficaz para retrasar todo lo posible la aplicación de la amnistía.
Para ser ciega, la Justicia española toma las curvas políticas fenomenal.
Lo dejo aquí por hoy. Gracias por leerme. Gracias por tu apoyo a elDiario.es.
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