El verano de 2020 lo pasamos juntos, el coronavirus y yo. Son las vacaciones del misterio tras la mascarilla; de la sorpresa por las normas que evolucionan según el día, el pueblo o la hora; de la incertidumbre por si la calma tensa estalla y nos pilla lejos de casa. ¡Viviendo al límite! Un estío largo y lento, como los de antes.
La cara oculta de la playa
Da pereza levantarse pronto un domingo después de un sábado salvaje. Da pereza quitarse las lentillas, cambiarse el tampón en mitad de una siesta, empezar una serie de 9 temporadas, estudiar el primer día de curso y leerse el reglamento antes de jugar. Pero nada da más pereza en la vida que levantar el campamento tras un día de playa. Odio desclavar la sombrilla. Odio sacudir la toalla. Odio arrastrar mis piernas sucias de arena y sal hacia la salida. Odio esperar la cola de la ducha, intentando evitar los ríos de barro. Odio mancharme los pies de nuevo después de haberlos limpiado. Odio el picor del cuerpo y saber que no me podré dar un baño con jabón hasta quién sabe cuándo, porque también habrá que esperar la cola de la ducha de casa.
A las gentes de secano no deja de fascinarnos ese tipo o tipa particular que es el solitario de playa. Para los de fuera, vacaciones y playa son dos conceptos que van de la mano. Pero los autóctonos integran de manera natural el mar en su rutina diaria, al igual que toman el café en el bar, toman el sol en la arena a la salida del trabajo. Los ves venir bien vestidos, cargados con una pequeña mochila. Se quitan la ropa de calle y debajo aparece la llamativa licra del bañador, preparados para la acción, como Supermán. Doblan con cuidado sus prendas y las meten en la mochila. Si tienen zapatitos, los dejan al lado, con un arte refinado para evitar que les entre arena que los demás no adquiriremos jamás. Extienden una toalla fina y nueva (ni la de Benidorm, ni la de Snoopy, ni la del Xacobeo 93) y pasan allí un par de horas deliciosas hasta su próximo compromiso.
Y luego, estamos los demás. Los que llevamos a la playa solo lo imprescindible: la sombrilla, el cacharro para clavarla en la arena, la silla, la esterilla, la toalla, la nevera, la bolsa con los cubos, las palas, los rastrillos, los moldes para hacer tortugas de arena, las raquetas, la pelota, la comida, la bebida (una de agua, dos refrescos, dos cervezas), los hielos para enfriar la bebida, un bote de crema, un segundo bote de crema (por si acaso), una crema para la cara, toallitas para limpiarse, gel hidroalcohólico, espray hidratante para el cabello, un cepillo y unas gomas, unas pinzas depilatorias, tres juegos (el Palabrea, el Jungle Speed y el Virus, este último es muy importante), un libro, otro libro (por si acaso), un sombrero, un bañador de repuesto, la mascarilla, el móvil, los cascos, un cargador solar para el móvil, un billete de cinco euros (para los helados) ¡y una libreta y un boli para apuntar las cosas que suceden en la playa para luego escribir un artículo sobre ello! Y seguro que me dejo algo.
Ir a la playa es como irse de vacaciones dentro de las vacaciones. Como hacer las maletas, pero todos los días. Los preparativos son un incordio que consume 45 preciados minutos de vacaciones, pero al menos queda todo el día por delante. Había dicho que daba pereza pero me quedé corta: la vuelta no puede ser más deprimente. Por no hablar del último día de playa antes de volver a casa. Así que no hablemos todavía de ello. Las vacaciones se pasan más rápido que los días normales, esto es una verdad universal. Pero hay personas que han descubierto un truco para ralentizar el tiempo: veranear solo. Tiene momentos tristes pero la tristeza también es lenta, así que juega a favor. Cuando viajas en tropa, echas de menos el silencio, así como no tener que consensuar cada decisión que tomas ni someter a votación todos los planes. Puedes ir a bañarte un día nublado y visitar un museo media hora antes de su cierre y nadie te acusará de mala organización. Tiene sus flaquezas, por supuesto: para compensar la soledad, cuelgas selfis quizá un poco patéticos en Instagram y los comentarios que solo a ti te parecen ingeniosos y que en realidad te podrías ahorrar, acabas publicándolos en Twitter. Luego, te sientas en la terraza de un bonito café a esperar likes y, si no llegan, acabas por pedir una copa a las cuatro de la tarde (total, ¿quién te lo va a censurar?) y vuelves al hotel sola y borracha, a tiempo para ver un capítulo doble de Equipo de Investigación.
Sola o acompañada, el mejor momento para estar en la playa es el atardecer. No solo da para unas fotos estupendas sino que representa todo un espectáculo de transformación, como un teatro que cambia sus decorados de una escena a otra. En el Levante, el sol se pone sobre las torres de apartamentos, como si tuviera más cosas que hacer, otros sitios a los que ir. En la Galicia de poniente, el sol se hunde en el mar, colocando un indiscutible punto y final al día. Los socorristas pliegan, recogen su equipación y emiten un último mensaje de despedida por megafonía. Las banderas desaparecen. Cada vez está más oscuro. Siempre queda algún bañista rezagado que sabe que ahora está solo frente al mundo. Alguna pareja enganchada. Las familias hace tiempo que desaparecieron, dejando en la arena un rastro profundo de piernas cansadas y bultos pesados con los que regresar a casa, anhelando un buen chorro de aftersun. Las gaviotas aterrizan en masa para picotear las migas del bocadillo y las patatas fritas rotas y perdidas. Quedan los últimos surfistas, que se imaginan a sí mismos ideales, como sombras recortadas delante del sol, dominando unas olas que son ya solas para ellos. En esto empiezan a llegar los adolescentes, que entran a la playa en pantalón corto pero abrigados con capuchas y sudaderas, formando grupos cada vez más grandes, redondos, compactos e impenetrables, de los que se escapan risas, gritos y música saturada de agudos con el volumen de un móvil a tope. Rezuman esa actitud propia de su edad, en la que parecen cansados de estar en un sitio que es el único sitio en el mundo en el que quisieran estar. Vienen cargados de bolsas de plástico, en las que tintinea el cristal de las botellas de alcohol y se adivinan otras de plástico con varios litros de refrescos, así como una bolsa chorreante de hielo. Ojalá hayan comprado vasos individuales, que no se pasen la saliva bebiendo todos del mismo vaso de mini, que no hace falta ser tan amigos en tiempo del coronavirus.
Cuando la noche se come la playa, siento miedo. No hay nada más negro, salvo la brea, que el mar en la oscuridad. De hecho, a menudo lo imagino como un océano de chapapote, un líquido denso en el que se quedan atrapadas las piernas, que te arrastra y te ahoga. Quizás por eso es tan fascinante, nos despierta pulsiones de muerte y no podemos mirar hacia otro lado. Imaginamos cómo sería desaparecer en él, hundirnos, al igual que lo hizo el sol, en una noche en la que no se distingue el agua del cielo, urraca de gaviota o un alga de una bolsa de plástico abandonada.
Joana, la protagonista del libro de Iolanda Batallé La memoria de las hormigas, rastrilla la playa por las noches con una especie de tractor. Según cómo mueva el volante, deja unos dibujos u otros en la arena. Son cosas que nadie sabe que existen, forman parte de la cara oculta de la playa. La máquina de Joana se lleva por delante la fortaleza, con foso y todo, que tanto nos costó construir. También los mensajes que se escriben en la arena, cuando acaba de bajar la marea, con el dedo gordo del pie derecho o la pluma de una gaviota. Conozco una chica que todos los veranos escribe en la arena el verso de Luisa Castro “baleas e baleas”, invocando a las ballenas que sin duda llegan por la noche y se lo comen todo, para empezar de nuevo al día siguiente un día siguiente nuevo.
Da pereza levantarse pronto un domingo después de un sábado salvaje. Da pereza quitarse las lentillas, cambiarse el tampón en mitad de una siesta, empezar una serie de 9 temporadas, estudiar el primer día de curso y leerse el reglamento antes de jugar. Pero nada da más pereza en la vida que levantar el campamento tras un día de playa. Odio desclavar la sombrilla. Odio sacudir la toalla. Odio arrastrar mis piernas sucias de arena y sal hacia la salida. Odio esperar la cola de la ducha, intentando evitar los ríos de barro. Odio mancharme los pies de nuevo después de haberlos limpiado. Odio el picor del cuerpo y saber que no me podré dar un baño con jabón hasta quién sabe cuándo, porque también habrá que esperar la cola de la ducha de casa.
A las gentes de secano no deja de fascinarnos ese tipo o tipa particular que es el solitario de playa. Para los de fuera, vacaciones y playa son dos conceptos que van de la mano. Pero los autóctonos integran de manera natural el mar en su rutina diaria, al igual que toman el café en el bar, toman el sol en la arena a la salida del trabajo. Los ves venir bien vestidos, cargados con una pequeña mochila. Se quitan la ropa de calle y debajo aparece la llamativa licra del bañador, preparados para la acción, como Supermán. Doblan con cuidado sus prendas y las meten en la mochila. Si tienen zapatitos, los dejan al lado, con un arte refinado para evitar que les entre arena que los demás no adquiriremos jamás. Extienden una toalla fina y nueva (ni la de Benidorm, ni la de Snoopy, ni la del Xacobeo 93) y pasan allí un par de horas deliciosas hasta su próximo compromiso.