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Los machismos que aguanté como científica: “¿Te deja tu novio hacer las prácticas fuera?”
El número de mujeres en ciencias y en puestos de responsabilidad ha crecido notablemente, pero los micromachismos son escurridizos, escapan a las normas impuestas y se nos cuelan por los rincones. Las anécdotas y situaciones personales que aparecen a continuación están en orden cronológico, y entre la primera y la última hay un intervalo de cerca de cuarenta años. En ellas se puede observar la vigencia de la desigualdad real que persiste a pesar de las nuevas normas.
El curso que terminé cuarto de Medicina había conseguido una beca para pasar el verano haciendo prácticas en un hospital de Odense, en Dinamarca. Al finalizar los exámenes, el catedrático de Cirugía me dijo: “Tiene un sobresaliente en el examen de Cirugía I pero, si quiere matrícula de honor, tiene que quedarse trabajando en mi departamento durante el verano”. Espero que no fuera un destino especialmente dedicado a las alumnas y no a los alumnos, aunque no puedo asegurarlo. El caso fue que le respondí que mis planes eran otros, que haría las prácticas en una universidad danesa.
— ¿Y su novio la deja?
—No tengo novio, pero si lo tuviera, no tendría por qué darme o no autorización. Es un asunto mío.
Cuando terminé la carrera y decidí que quería dedicarme a la investigación, uno de los posibles directores de tesis con los que me entrevisté intentó convencerme de que la vida del investigador era muy dura, y que sería mucho más conveniente para mí dedicarme a la pediatría. No me conocía de nada, no era por tanto personal. Debía tener claro que la investigación era cosa de hombres.
Soporté la supuesta dureza de la profesión elegida y terminé el doctorado. El paso siguiente en la carrera investigadora era hacer una o varias estancias postdoctorales, generalmente en aquella época en algún país europeo o en EEUU, para completar la formación. Para entonces, yo estaba casada y tenía dos hijos. Mi marido, también investigador, estaba aún terminando su tesis, de modo que yo me marché a Los Ángeles mientras él se quedaba en Madrid a cargo de los niños. Pretendíamos reunirnos todos al cabo de unos meses en Nueva York, donde yo haría mi segunda estancia postdoctoral y él su primera.
Visité entonces al director de un laboratorio muy prestigioso en la universidad de Nueva York, una eminencia en el campo de la neurociencia. Cuando le manifesté mis deseos de trabajar con él, me dijo sin que se le contrajera un músculo de la cara, es decir, con total desfachatez, que no quería en su laboratorio a mujeres españolas porque cuando llegaban las siete de la tarde dejaban los experimentos y se iban a su casa a hacerle la tortilla al marido. Ni siquiera me molesté en contestarle, no le dije que en aquel momento seguramente mi marido estaba haciéndoles la tortilla a nuestros hijos, y que él era un cateto además de machista. Simplemente, le escribí una carta declinando mi solicitud. Recuerdo que le dije: “Creo que ambos nos hemos dado cuenta de que sería imposible que trabajáramos juntos”. Fue una forma educada de mandarlo a la mierda.
En el instituto de investigación donde trabajé en Los Ángeles había bastantes mujeres jóvenes. Algunas de ellas se quedaron embarazadas y tuvieron hijos en aquellos años. Unas se turnaban con sus parejas en jornadas laborales de mañana o tarde, otras dejaban a los niños con una madre de día, pero recuerdo que al volver al trabajo todas se sentían muy culpables de dejar a los hijos al cuidado de otras personas para continuar su investigación. Por supuesto, ni siquiera nos enterábamos de cuándo uno de nuestros compañeros varones tenía un hijo, a menos que nos uniera una relación de amistad más estrecha, pues ese hecho no solía interferir con su trabajo.
Yo solía asistir a los congresos de la Sociedad Americana de Neurociencia que reunía a científicos no solo estadounidenses, sino de distintos lugares del mundo. Allí encontraba a veces a una pareja joven, pero que habían hecho hallazgos muy interesantes y habían adquirido cierta notoriedad entre los neurocientíficos. Un año solo acudió él. Al preguntarle, me explicó que habían tenido una hija y que “mi mujer y yo hemos decidido que ella va a cuidar a la niña y yo voy a continuar mi carrera”. Así me lo dijo exactamente, nunca olvidé la frase. Ella era realmente brillante en su trabajo.
Muchos años después, trabajando ya como investigadora independiente en la universidad, tuve una pequeña colaboración con un prestigioso investigador británico que nos facilitó un producto no comercializado. Tras haber escrito yo el proyecto, obtenido financiación, dirigido los experimentos en mi laboratorio y redactado el artículo para su publicación, el prestigioso investigador pretendió —sin conseguirlo— firmar el artículo en el último lugar, que es el destinado al autor senior, el responsable, en última instancia, de la totalidad del trabajo. ¿Fue por ser mujer? ¿Por ser española? ¿Por no ser famosa como él? Nunca lo sabremos.
Durante los últimos años de mi actividad profesional, ya existía en la sociedad española la conciencia de que debía favorecerse la participación de las mujeres en la investigación, así como en los órganos de decisión de la misma, ya fuera en la Universidad o en el CSIC. Aunque el propósito era loable y creo que ha dado sus frutos, la primera oleada de mujeres catedráticas o profesoras de investigación, al ser menos numerosas, debimos dedicar a estas tareas una parte de nuestro tiempo, mayor que la que dedicaban nuestros compañeros varones, a la vez que debíamos competir con ellos en resultados de la investigación para obtener financiación para nuestros nuevos proyectos.
Esta actitud de favorecer el acceso de las mujeres a la investigación fue interpretada por algunos de nuestros compañeros varones, no como un medio para combatir un sesgo negativo, sino como un privilegio. Así, se oían a veces comentarios ante un éxito de alguna mujer del tipo: “¡Claro, le han dado el proyecto porque como ahora se favorece a las mujeres, a ellas les es más fácil!”. Es que no hay manera, no se enteran.
Pero, a lo que iba. De esa experiencia como miembro de tribunales de oposiciones rescato dos joyas de machismo. La primera tuvo lugar en una oposición para ocupar varias plazas universitarias en la que participaban muchos candidatos. Una de las candidatas era la pareja de un catedrático ya consolidado desde hacía años con el que también trabajaba. Este me llamó por teléfono.
—Hola, C. ¿Cómo estás? Imagino que ya sabes por qué te llamo, ¿no?
—No, ni idea. —Le contesté con ironía.
—Mi mujer, como ya sabes, se presenta a las oposiciones. Lo que quería decirte es que ella es la verdadera alma del laboratorio. Cuando tuvimos los hijos y ella les dedicó más tiempo, todos los méritos de lo que hicimos juntos me los atribuí yo, de acuerdo con ella, para que yo pudiera sacar mi cátedra. Y creo que ahora le ha llegado su turno, porque la mitad o más de las cosas que hemos hecho juntos, en realidad han sido mérito de ella.
La otra ocasión a la que me refería también se dio en un tribunal para una plaza de investigador del CSIC. Tres de los candidatos, según el orden de exposición dos varones y una mujer, eran muy buenos profesionales. Cuando la mujer terminó su presentación y comenzó la fase de preguntas, uno de los miembros del tribunal le dijo: “Sé que usted vive en Amsterdam y que tiene allí a su marido y a su hija. ¿Está segura de que si obtiene la plaza vendrá a ocuparla?”. Ni que decir tiene que los candidatos varones también estaban en aquel momento en el extranjero y que ambos tenían familia, pero la pregunta solo se le hizo a ella.
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