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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

Las cloacas del periodismo

Él me metió en este lío, pues que se coma él solito el marrón.

“Él” es Eduardo, el director de mi periódico, con el que no he vuelto a hablar desde que me dejé la mochila con el teléfono en aquella cafetería, cuando nos citamos con el policía. Fue hace tres días, ¿o hace ya cuatro? Me parecen meses.

Él me hizo ir al Valle de los Caídos y perseguir la primera foto del cadáver. Él insistió en que siguiese adelante hasta conseguir una buena historia. Así que lo justo es que ahora se quede él con este regalito.

Aparco cerca del periódico, abro el maletero y envuelvo el cuerpo y la cabeza en la manta. Lo levanto. Joder. No lo recordaba tan pesado, o soy yo que no me quedan fuerzas. Decido mejor mantenerlo en el maletero, y hablar primero con el director. Ya tendré tiempo luego de entregárselo.

Al entrar en la redacción, los cuatro redactores me miran con asombro, como si de verdad llevase el muerto en brazos. Como si yo misma fuese una muerta. De acuerdo, hace días que no me ducho ni me cambio de ropa, y apenas duermo. Mi aspecto es lamentable, vale.

–¿Está el jefe? –pregunto a Sole, de administración, que también se sobresalta al verme. Me contesta en voz baja:

–Ha salido a comer con un tipo que vino a verlo. Volverán en seguida, yo que tú me largaba antes. No sé en qué andas metida, niña, pero el tipo ese traía tu mochila.

–¿Mi mochila?

–Sí. Creo que la han dejado en el despacho. Me ha dado muy mala espina. Entré un par de veces y me pareció que hablaban de ti. Callaron en cuanto aparecí. ¿En qué lío te has metido, Carmela?

Sin contestarle, entro al despacho del director. Y sí, ahí está mi mochila, sobre la mesa. La vacío y encuentro todo: mi cartera, las gafas de sol, llaves, pañuelos, una compresa y la grabadora que uso para las entrevistas. Todo menos el teléfono. ¿Dónde está mi móvil?

Busco sobre la mesa, y nada. Intento abrir los cajones, pero están cerrados con llave. Corro a buscar a Sole:

–Necesito abrir el cajón, quiero recuperar mi teléfono.

–La llave la guarda siempre encima, ya lo conoces. Mister secretitos. Pero esa mesa es una caca, es de las baratas. Se cree que tiene una caja acorazada, pero la puedes abrir con un clip. Eso sí, yo no te he dicho nada.

Gracias, Sole. Con una vulgar ganzúa hecha a partir de un clip estirado, abro el cajón. Dentro no está mi teléfono. Solo hay una carpeta delgada, y llevada por no sé qué curiosidad la abro. Dentro hay unas fotos. Hechas de lejos, con teleobjetivo y poca luz. Las miro bien, en todas sale el mismo hombre. Espera, yo a este lo conozco… Joder. Jo–der. Qué es esto. Qué mierda es esta. En qué andas metido, Eduardo.

–¡Agua, agua, que viene el jefe! –me susurra Sole desde la puerta. Buena gente, Sole. Harta de aguantar las ínfulas de Eduardo, que se piensa que dirige el Washington Post y solo le paga media jornada. Gracias por avisarme. La solidaridad de los precarios.

Meto deprisa todo en la mochila, para que la encuentre igual: la cartera, las gafas de sol, llaves, pañuelos, una compresa y la grabadora, que sopeso en la mano durante un segundo antes de soltarla dentro. Entreabro la puerta y veo que ya viene Eduardo. Acompañado por… ¡Joder! ¡Venga ya! ¡El que faltaba!

No hay otra salida, así que me encojo detrás de un archivador al fondo del despacho. Solo entonces, cuando estoy ahí temblando, me doy cuenta de que todavía llevo en la mano la carpeta que encontré en su cajón. Las fotos.

–Sole, ¿tenemos noticias de nuestra intrépida reportera? –pregunta Eduardo. Y sin verla, sé que Sole ha negado con la cabeza. La solidaridad de los precarios.

–¿De verdad crees que será tan tonta como para venir aquí? –pregunta el acompañante de Eduardo. Esa voz. Me cago viva al escucharlo.

Cierran la puerta, y supongo que se sientan a ambos lados de la mesa.

–Es una niñata –dice mi director–. Yo no me preocuparía mucho por ella. No tiene ni puta idea de nada, la pobre. Salen de la facultad como borricos.

–Pues la niñata se me escapó en Despeñaperros. Con ayuda de ese cretino, el emprendedor.

–Muy cretino no sería cuando se te escapó también, eh.

Así que José Antonio consiguió escapar. Bien.

–No me lo recuerdes. Vaya hostia me pegué. Me despeñé como un perro, je, je.

–Bueno, dejemos ya eso. No llegará muy lejos, estará cagada de miedo, la pillaréis en seguida. Y además tenemos su teléfono –oigo el golpe de algo arrojado sobre la mesa. Mi teléfono, imagino.

–¿Y lo de Franco entonces? –pregunta el policía.

Dejemos en paz a los muertos y hablemos de cosas importantes, que tú no has venido aquí para traerme la mochila de una becaria fisgona.

Hablan durante unos minutos que se me hacen horas paralizada en mi escondite, con la carpeta apretada contra el pecho, las piernas encogidas, la respiración contenida.

Pronuncian nombres. Algunos los conozco. Otros no sé quiénes son, pero parecen importantes por lo que cuentan de ellos. Hablan de unas fotos, de un vídeo. Repiten mucho un nombre que por supuesto conozco. Sus fotos están en la carpeta que en cualquier momento buscarán en el cajón y no encontrarán, porque la tengo yo aquí, apretada contra el pecho. Hablan de las fotos. Hablan de fechas de publicación. Hablan de intermediarios. Hablan de abogados. Joder. De qué va esta mierda. En qué andas metido, Eduardo. Esto no son clickbaits ni noticias manipuladas para calentar las redes sociales. Esto es más. Mucho más.

Por fin terminan. Eduardo dice al policía que lo acompañará a la puerta, lo invita a un café si no lleva prisa.

–Un café o un cacharrito, venga. Subo enseguida, Sole. Si llama la niña le dices que quiero hablar con ella.

Me pongo en pie, estiro las piernas. Estoy entumecida, me duelen las rodillas, tengo todo el cuerpo en tensión, me cruje la mandíbula de tanto apretarla.

Cojo mi mochila, meto dentro la carpeta con las fotos. Y el teléfono, que han dejado sobre la mesa. Antes de salir busco dentro de la mochila la grabadora. Pulso “Stop”. Me largo llevándomelo todo.

Siguiente capítulo: Ay, Carmela

Él me metió en este lío, pues que se coma él solito el marrón.