Los sonidos producidos por los demás animales han fascinado desde siempre a los humanos y han sido fuente de inspiración, o de imitación, para la creación musical. La lista de ejemplos es enorme, por lo que desde el comienzo acepto que esta será incompleta y parcial, y limitada además a la música occidental. Espero que poco a poco la completen otros artículos y otros autores.
En la antigüedad, griegos y romanos sostuvieron que los animales, sobre todo los pájaros, habían inventado la música, y que los seres humanos la aprendieron imitándolos. ¿Es mera apropiación estética el imitar los sonidos de otros animales para expresar emociones y sentimientos humanos? ¿O se ha considerado que los animales expresan emociones o sentimientos propios con los sonidos que emiten?
Hoy en día pocas personas dudan de que la música pueda inspirar o por lo menos evocar emociones, pero se puso en duda repetidas veces a lo largo de la historia. Las disputas entre Giovanni Maria Artusi y Claudio Monteverdi, alrededor de 1600, o entre Eduard Hanslick y Richard Wagner, en la segunda mitad del siglo XIX, son tan solo dos de los tantos debates sobre si la música puede o tiene que expresar emociones o sentimientos concretos. Hanslick en especial fue muy crítico con la idea: afirmó que la música no podía expresar sentimientos sino tan solo su variable intensidad dinámica. Obviamente las dos preguntas anteriores se relacionan con este debate.
La inspiración más frecuente en la creación musical ha sido, sin duda, el canto de los pájaros, en el cual los compositores no han dudado en encontrar alegría, felicidad o tristeza. Uno de los más antiguos y preciosos ejemplos de ello, entre los que se conservan, es Canto de los pájaros de Clément Janequin, que musicaliza a cuatro voces un virelai (forma poética medieval) escrito alrededor de 1529. En esta joya polifónica el autor introduce muchas onomatopeyas de aves canoras. El primer verso lo dedica a los pájaros en general, el segundo al estornino, el tercero al ruiseñor y el cuarto al cuco. La letra es explícita en cuanto a descifrar los cantos como expresión, sea de la llamada al amor o de la consciencia del buen tiempo. Las aves hacen “maravillas con su canto cuando están contentos” —reza el poema— o avisan sobre algo que merece atención y en múltiples formas, dicen.
Los versos que acompañan a la partitura de Las cuatro estaciones, del gran compositor barroco Antonio Vivaldi (que forma parte de las doce conciertos denominados Il cimento dell'armonia e dell'inventione, Opus 8, publicada en 1725), mencionan “el alegre canto” y el “canoro encanto” del cuco, la tórtola y el jilguero, el zumbido de moscas y moscones, y el ladrar de los perros, que cuidan el rebaño dormido y acompañan a los cazadores. Al jilguero le dedica también Il Gardellino, el tercero de sus seis conciertos para flauta (Opus 10), publicado a partir de 1728 aunque probablemente compuesto un par de décadas antes. Aquí el virtuosismo de la flauta imita y desarrolla el canto de ese pájaro.
Siguen ejemplos siempre más conocidos y explícitos, como el Concierto para órgano No.13 de G.F. Händel HWV 295, El cuco y el ruiseñor (1739). En Cuadros para una exposición (1874), en el ballet de los polluelos, Modest Mussorgsky nos hace escuchar a pollitos piando, todavía en su cascarón e intentando salir del huevo. En 1886, Edvard Grieg titula la tercera de sus Seis piezas líricas para piano, Opus 43, Vöglein (pequeño pájaro). Lo mismo hace en 1914 Federico Mompou con Pájaro triste, la quinta de sus Impresiones Íntimas. Aquí claramente atribuye tristeza al pájaro.
En 1928 Ottorino Respighi compone Gli Uccelli (Los pájaros), una obra con un preludio y cuatro movimientos, cada uno dedicado a diferentes pájaros: la paloma, la gallina, el ruiseñor y el cuco.
Desde que tenía 18 años Oliver Messiaen anotaba las melodías de cantos de pájaros y escribió una cantidad considerable de obras inspiradas en ellas. En especial compuso, entre 1955 y 1956, Oiseaux Exotiques (Pájaros exóticos), en la que representa el canto de cuarenta y ocho aves nativas de Norteamérica, Sudamérica, India, China, Malasia e Islas Canarias.
La compositora, directora, cantante y coreógrafa Meredith Monk ha experimentado imitando a los pájaros con su propia voz. En su disco de 1979, Songs from the hill (Canciones desde la colina), incluye Bird code (El código de las aves).
Podríamos seguir casi hasta el infinito, pero las obras mencionadas son suficientes para confirmar la admiración del ser humano por las capacidades canoras de los pájaros y las expresiones vocales de otros animales. Se ha aceptado que la emisión de esos sonidos corresponden a emociones como la alegría, la serenidad, la felicidad, el miedo, incluso la tristeza, la melancolía y la desesperación. Ha habido en cambio resistencia a asumir que esos sonidos son un verdadero lenguaje, capaz de comunicar información entre individuos de una misma especie. La obra de Monk difiere en ese sentido de las anteriores, pues desde su título plantea no limitarse a apreciar la belleza del canto, sino también considerar que se trata de un código de comunicación.
¿Por qué razón los demás compositores no han trabajado más en esa dirección? Para mí la respuesta es sencilla: que un ser vivo sea capaz de expresar y comunicar nos obliga a aceptar que goza y sufre, que quizás recuerda y entiende. Y eso remueve nuestra conciencia. Si los pájaros sienten y expresan, ¿qué clase de personas somos, por ejemplo, al mantenerlos encerrados en una jaula para disfrutar de su canto?
En la especie humana asumimos que una voz que expresa una interioridad, piensa. Y sostenemos que quien piensa tiene derechos. Si decidimos reconocer esos derechos, es probable que tengamos que renunciar a algunos de nuestros privilegios. Hasta hace pocas décadas, era probable que un niño con deficiencia auditiva severa no aprendiera a hablar. Y si no aprendía a hablar, era probable que se le considerara un “deficiente mental” (sic). Hace siglos, considerábamos inferiores a los pueblos cuyos idiomas no entendíamos. Ambos hechos suponían privilegios para quienes sí podían hablar y hablaban nuestro idioma. Ambos hoy se consideran éticamente inaceptables.
Hace unos meses la Royal Society B (Biological Sciencies) del Reino Unido publicó un estudio en el que siete investigadores ven como causa de la probable extinción del mielero regente de Australia (Anthochaera phrygia) la pérdida de la cultura de sus cantos. Los mieleros regentes son una especie social que se desplaza en bandadas y se alimenta de los eucaliptos en flor y árboles de muérdago. Trinan para marcar su territorio, comunicar consejos sobre dónde encontrar alimento y también para aparearse. Algunas de sus crías ya no encuentran a otros individuos mayores que les enseñen a trinar y no tienen cómo aprender los cantos que necesitan para los rituales de apareamiento y otros asuntos evolutivos. En ocasiones imitan el canto de otros tipos de aves, pero es ineficaz, porque sus posibles parejas no lo entienden. Este estudio evidencia cómo la pérdida de una cultura vocal puede llevar a la extinción a una especie y, por lo tanto, hay que aceptar que una especie no humana ha podido desarrollar una cultura.
El especismo se basa en la discriminación de otros seres que consideramos incapaces de sentir y de pensar, por lo tanto inferiores. Asumimos que no piensan porque consideramos que no hablan. A lo mejor es incómodo asumir que no conocemos su idioma. O no aprenderlo, porque eso convocaría nuestra empatía y nos pondría ante la circunstancia de tener que respetar sus derechos y renunciar a ciertos privilegios. El especismo se sustenta sobre el logocentrismo. Pero de esto hablaremos otro día. Hoy celebraremos la música como un lenguaje no exclusivo de la especie humana.