Pagar por un animal es aceptar que las vidas tienen un precio. Y que, por tanto, los seres vivos pueden comprarse (y poseerse). Cada vez que un vendedor ofrece una vida a cambio de dinero, la objetiviza. Por eso, pagar por un animal también equivale a considerar como algo a quien es alguien.
De los criaderos de perros y gatos a las tiendas de mascotas, donde roedores, peces o reptiles permanecen encerrados en vitrinas y jaulas a la espera de un hogar, pasando por el comercio de aves exóticas o de caballos, la venta de animales no humanos dentro del escenario capitalista se vale del especismo para lucrarse y antepone el negocio a la existencia; dominándola, mercantilizándola, esclavizándola.
Algunas veces por desconocimiento, otras, por inercia, no es fácil hacer la conexión. Vivimos en una sociedad en la que comprar un animal de otra especie se encuentra dentro de los límites de lo moralmente aceptable. Formamos parte de un sistema donde la diferencia legitima la desigualdad: mientras que a la mayoría de nosotros nos parece intolerable el tráfico con seres humanos, el nivel de aceptación aumenta a medida que el individuo va, según los criterios especistas de cada cultura, bajando de rango en la jerarquía. Incluso dentro de nuestra propia especie establecemos distinciones. Si no, no se darían discriminaciones como el machismo o el racismo. Y es que, en la mayor medida en que nos vamos diferenciando los unos de los otros, nos resulta menos problemático desvincularnos y más complicado empatizar.
Pero todo se supera. Todo se aprende (o desaprende). Como personas, tenemos la infinita capacidad de reeducarnos a nosotras mismas para, poco a poco, ir redirigiendo nuestras acciones hacia una manera de estar en el mundo mucho más justa, mucho más respetuosa y mucho más conectada con el resto de criaturas con las que lo compartimos. Y dar el salto desde la normalización de la compra-venta de animales hasta el reconocimiento de las vidas no humanas como sujetos tiene que ver, de base, con rechazar ese tratamiento de objeto. Los seres vivos nunca lo son.
Para David Rojo, activista por los derechos de los animales y fundador del Refugio Happy Dog, con una trayectoria de siete años y más de trescientos perros rescatados, “adoptar es el mayor gesto de generosidad frente a los estereotipos que tenemos acerca de los animales”. Su protectora se encuentra en un punto crítico y camino del cierre debido a la falta de adopciones y, derivado de ello, también de recursos para mantener a los animales que rescatan. Su situación no es excepcional sino más bien todo lo contrario: en la actualidad, numerosos refugios y centros de rescate están en circunstancias similares debido a que en el Estado español se abandonan más animales de los que se adoptan.
En el último informe de FAPAM (Federación de Asociaciones y Protectoras de Defensa Animal de la Comunidad de Madrid), publicado en agosto de 2019, se refleja el dato de que 300.000 animales domésticos son abandonados al año en España. Lo que quiere decir que, cada cinco minutos, un perro, un gato, una cobaya o un conejo, por poner solo algunos ejemplos, sufren el trauma de ser rechazados por su familia humana para, de repente, encontrarse solos en la calle. Esto, sin hablar del maltrato previo que muchos de estos casos implican.
El efecto Pelayo
Mientras tanto, la venta de animales sigue gozando de un gran éxito a causa de la alta demanda de compañeros de diseño, aunque decreciente con respecto a otros años, debido a que la sociedad va tomando conciencia, todavía rentable. Hace algunas semanas,se desató la polémica cuando el influencer Pelayo Díaz compartió con sus seguidores de Instagram imágenes de un recién adquirido amigo no humano procedente de un criadero (con mención al negocio en cuestión). La escritora Lucía Etxeberría, al igual que hicieron otras muchas personas, tanto conocidas como anónimas, no tardó en mostrar su repulsa pública. Su mensaje se convirtió en el inicio de un debate en redes sociales de varios días de duración. Y, a pesar de que la opinión general se posicionó mayoritariamente en contra, también hubo defensores. Este tipo de comportamientos demuestran que la cría de los llamados animales “de raza” para ser vendidos, como si fueran meros accesorios de moda, continúa constituyendo una empresa no solo rentable sino también aplaudida dentro de ciertos ámbitos. ¿Lo único positivo? Que se habló (bastante) del tema.
¿Qué dice la ley al respecto?
Según la legislación española, la venta de seres vivos es legal siempre y cuando se cumplan unos requisitos mínimos de salubridad en los denominados núcleos zoológicos (los espacios donde se concentran más de cinco individuos no humanos). La ley 5/1997 del 24 de abril para la protección de los animales de compañía prohíbe “la cría y comercialización de los animales sin las licencias y permisos correspondientes”; algo que en la práctica se traduce en la prohibición de que esta actividad sea llevada a cabo por particulares, fomentando así los negocios organizados en lugar de restringirlos. Las transacciones a través de internet también están permitidas. Animales exóticos, así como perros y gatos en la mayor parte de las comunidades autónomas (no en Madrid, donde está prohibido desde que, en 2016, se aprobó una Ley de Protección Animal más restrictiva), pueden mantenerse y exhibirse en tiendas.
Aun con todo, lo más habitual es que las personas que se lucran con la venta de animales trabajen al margen de la legalidad y sin ningún tipo de licencia, control sanitario o registro de actividad. En la web de FAADA (Fundación para el Asesoramiento y Acción en Defensa de los Animales), se refleja el resultado de un estudio a nivel europeo que estima que alrededor de treinta y dos mil criadores operan en el territorio de la UE, de los cuales el 87% se dedica a ello “por hobby” y el 13%, profesionalmente. Además, se calcula que el 42% del total del comercio de perros y el 22% del de gatos es ilegal.
Volviendo al ámbito estatal, en 2014 se lanzó una propuesta de ley esperanzadora para los animales no humanos que, sin embargo, nunca llegó a materializarse. Al final, el proyecto se quedó en una serie de medidas de buena voluntad y exentas de obligatoriedad. Fue justo después de que California se convirtiese en pionera en cuanto a Derecho Animal, al aprobar la ley 485 de Rescate y Adopción de Mascotas, según la cual vender perros y gatos en tiendas constituye un delito y, en su lugar, deben incentivarse las adopciones desde esos mismos establecimientos.
En el contexto mercantilista neoliberal, la adopción se presenta como la alternativa ética necesaria a la capitalización de la vida. Es acción pero también reacción. Y quizás todavía quede mucho por hacer pero, para dar ese gran salto que nos llevará de tratar a los animales como cosas a respetar su dimensión de individuos, de seres sintientes sujetos de derecho a todos los niveles, hay que adoptar. Cuidar. Respetar. Responsabilizarse. Porque adoptar es cuidar, respetar y responsabilizarse de la existencia. Y la existencia no se vende.