Cuando me regalaron al carabanchelero -y atropellado- Perronick decidí mostrarle el barrio, de esquina a esquina. Tras varias semanas de paseos por Carabanchel Bajo (Madrid), y ya muy recuperado, controlaba el lugar. Un poco después, se negó a caminar por una acera; tozudo, insistía en retroceder, tirar en dirección opuesta, escapar del collar y de la correa, y huir. Era el camino más directo para llegar a la frutería. Había una pendiente y varios establecimientos cerrados, sin carteles o anuncios; escaparates cegados con papel de periódico o maderas muy viejas. Decidí dejarle tranquilo, no insistir y, semanas después, junto a esa misma acera, vi aparcada una furgoneta blanca con su anuncio empresarial: Taxidermia Miguel Béjar.
Una sociedad desconfigurada es la que ve una parte minúscula del todo, y se queda en bucle; inicia y vuelve a inciar, repite sus errores y cree que está acertando. Permanece en espiral, rumia sus propios desaciertos y a conciencia los defiende e incluso los perfecciona.
Una sociedad desconfigurada realiza viajes idílicos y naturalistas al norte de Groenlandia, y no percibe que a los perros que arrastran ese trineo les han destrozado los dientes y colmillos para evitar peleas o para que no mordisqueen las ataduras, entre otras atrocidades ya avisadas y denunciadas recientemente por la veterinaria Marit Holm (y, desde otro ángulo, en el artículo Estas vacaciones, no montes en elefante).
Una sociedad desconfigurada permite que los cazadores abandonen a sus perros, o los ahorquen una vez termina la temporada; o los encierren sin comida ni agua; o disparen y asesinen a los perros ‘asilvestrados’ porque espantan la caza. Luego, pasado unos meses, la misma sociedad admite que estos cazadores vayan a las perreras para adoptar ejemplares sanos y alimentados que sirvan para las siguientes batidas y razias (revisitado suceso en ¿Qué hacen los galgueros con sus perros?).
Hace muchos años, en aquel mismo barrio de Perronick, se realizaban controles y detenciones por tráfico ilegal de lo que fuera. Sin saber bien cómo lo sabía, Perronick pedía salir con urgencia, de esa manera interrogante que tienen los perros. Cruzaba con mucho cuidado la calle peligrosa, se incorporaba decidido a las fuerzas del orden y seguridad, y se movía con soltura entre aquellos furgones azules. Elegía un abandonado montículo de tierrra, ascendía y desde allí oteaba. Con su pequeña alzada, parecía estar cumpliendo con su trabajo, una misión importante, y conseguía quedar allí sin que le llamaran la atención, o lo alejaran o lo consideraran un estorbo.
Desconfigurada es una sociedad que no encuentra la manera de permitir el acceso de los animales a las habitaciones de los enfermos terminales, aun sabiendo científicamente de sus beneficios. Perros de acariciar, los llaman. Desconfigurada es una sociedad que colocará un chip a sus enfermos con el mal de Alzehimer, cuando es de sobra conocido que un perro siempre encuentra el camino de regreso, detecta las rutas erradas, puede cargar con medicinas y transportar documentos e información diversa, y ayudar y asistir.
Una sociedad desconfigurada realiza una desafortunada comparación entre el cuidado de los niños y el de los perros (o gatos, ardillas, canarios y cotorras), para así criticar a quienes protegen a los animales, y defenestrarlos por la ‘enorme inversión’ que se realiza en ellos. Pero no cuestiona a quienes invierten fortunas en coleccionar relojes, trenes eléctricos, vehículos, soldaditos de plomo, bonsáis cercenados, tarjetas de crédito o abonos deportivos. A excepción de conciencias que asoman y despiertan, como el caso de Philip Wollen.
Una sociedad desconfigurada abomina de la anciana que le da de su comida a su perrillo faldero, sin reparar en que vive aislada, que es visitada muy de vez en cuando, que carece de apoyo emocional y social, y que es lógico que quiera celebrar la compañía compartiendo unos bocados de algún que otro manjar (y su variante en el artículo Los mayores lloran en las residencias la separación forzosa de sus animales).
Durante la vida de Perronick, se le permitió el acceso a una cafetería/bar, en la zona de la calle Luna; con pleno derecho. Allí se reunían los amigos de la Tertulia de los Lunes. Se agazapaba bajo la mesa de madera, y dejaba de existir. Pero si se levantaba y fijaba la mirada en alguna persona que acababa de entrar, su siguiente movimiento era colocarse en diagonal, muy discreto, de forma que le cerraba el paso y lo vigilaba de reojo; de reojo, sí, pero incansable. No sé dónde lo aprendió, pues el único dato que tuve de Perronick antes de nuestra sociedad en común lo dio un patriarca gitano de la zona carabanchelera: “¡Es un perro de ‘diente cardao’!”. Así dijo.
Está desconfigurada la sociedad que poda los árboles de cualquier manera y en épocas diversas, asfixia las raíces, olvida los riegos, y pretende después que las ramas crezcan fuertes para que no se quiebren ni se dobleguen cuando llegan los vientos.
Desconfigurada es una sociedad que sigue teniendo mataderos casi medievales, llenos de agonía y lamentos, cuando hace décadas que incluso alguien como Temple Grandin, diseñadora de mataderos bienestarista, avisó de la necesidad de crear estructuras más ‘humanas’ para conducir a su final a los animales en esos mataderos (cuyas consecuencias también están descritas en Del infierno al paraíso: santuarios de animales).
La que entierra la basura, dejando expuestos al hambre a los gatos, roedores, insectos, perros y vagabundos, pues no queda nada bien y es poco higiénico. Esto ya lo avisaba la escritora brasileña Carolina María de Jesús, mediados los años 50 (siglo XX), en su Quarto de despejo, al narrar en ese diario la vida en una favela: «Me di cuenta de que en el Frigorífico tiran creolina a la basura para que el favelado no recoja la carne para comer».
Era ya muy mayor Perronick, con sus ojos de sueño y el corazón cansado, cuando descubrió al perro pastor de ovejas, se bañó en el Jabalón, quedó en alerta ante los peces y los cangrejos, vio un camello que un circo ambulante dejó atado en un sembrado, detectó a una cigüeña, supo del olor de los caballos cansados, de los gorriones que perfuman la brisa, del trigo que se despereza.
Hizo amigos perrunos lejos de aquella acera taxidérmica; y dejó descendencia.
Cuando me regalaron al carabanchelero -y atropellado- Perronick decidí mostrarle el barrio, de esquina a esquina. Tras varias semanas de paseos por Carabanchel Bajo (Madrid), y ya muy recuperado, controlaba el lugar. Un poco después, se negó a caminar por una acera; tozudo, insistía en retroceder, tirar en dirección opuesta, escapar del collar y de la correa, y huir. Era el camino más directo para llegar a la frutería. Había una pendiente y varios establecimientos cerrados, sin carteles o anuncios; escaparates cegados con papel de periódico o maderas muy viejas. Decidí dejarle tranquilo, no insistir y, semanas después, junto a esa misma acera, vi aparcada una furgoneta blanca con su anuncio empresarial: Taxidermia Miguel Béjar.
Una sociedad desconfigurada es la que ve una parte minúscula del todo, y se queda en bucle; inicia y vuelve a inciar, repite sus errores y cree que está acertando. Permanece en espiral, rumia sus propios desaciertos y a conciencia los defiende e incluso los perfecciona.