Algunas veces, cuando cae la noche, todavía oigo en mi mente el sonido del cencerro del toro que no sabe que va a morir al día siguiente. Vuelvo a oler el nauseabundo aroma que deja el rojo de la sangre al ser derramada sobre la arena gualda de la plaza; huelo la pestilencia del camión, de los corrales y del mismo coso taurino. Los llevo grabados a fuego. Es mi recuerdo particular de cada mes de agosto en Bilbao, cuando llegaba la 'Aste Nagusia' (la Semana Grande bilbaína).
Viví frente a la plaza de toros de Vistalegre durante mis años de estudiante. Entre estudio y estudio, solía fijar la mirada en la superficie circular desde la ventana e irónicamente pensaba que un lugar así para nada podía ser nunca una vista alegre. Es lo que pienso cada vez que veo una plaza de toros.
Me prometí que nunca visitaría una, pero, gajes del oficio, la casualidad me ha llevado a recordar esto que creía olvidado: siguiendo el instinto periodístico, he visitado el tendido improvisado de San Rafael (El Espinar, Segovia), donde, desde hace 103 años, los vecinos han banderilleado, apuñalado y acabado con la vida de animales de entre uno y dos años: las becerradas. Era mi deber contarlo y lo tenía que ver por mí mismo.
Estamos en verano. Es tiempo para relajarse, disfrutar de la playa y de las celebraciones. Sin embargo, es la peor época para toros y vaquillas, que son maltratadas para luego ser asesinadas dentro de ese concepto abstracto que denominan fiesta.
Dice mucho de nosotros que nuestra diversión sea la tortura. Dice mucho de nosotros que nuestro placer sea ver sufrir a quien no puede defenderse, a quien está acorralado, a quien no puede escapar.
Estamos bastante atrasados. Tenemos costumbres de los tiempos de Juana 'La Loca'.
Y damos pena.
Y, sobre todo, mucho, muchísimo miedo.
“Un país, una civilización, se puede juzgar por la forma en que trata a sus animales”, decía sin ninguna duda Mahatma Gandhi. No le temblaba el pulso al afirmarlo. La España actual, que tanto alardea de haber dejado atrás épocas oscuras donde no había rastro de democracia, se define a sí misma permitiendo que sigan existiendo prácticas medievales contra los animales. ¿Qué pensará un turista de un país avanzado cuando nos visita?
Retomemos la crónica. El año pasado, una compañera fue abucheada e insultada, con descalificativos que no merecen ser reproducidos nuevamente aquí, al acudir al pueblo segoviano a informar sobre las becerradas. Al final, protección civil tuvo que mediar para poner a salvo la integridad de la periodista, que fue escoltada y sacada de la plaza mientras le echaban escupitajos desde las gradas. Puro civismo, ¿verdad? Atacada solamente por informar.
No querían que la reportera contase, entre otras cosas, que humillaban a los becerros antes y después de morir (les acorralaban entre dos, les tiraban fuertemente del rabo y, una vez fallecidos, se subían, disfrazados, sobre su cadáver...). Los taurinos querían evitar a toda costa que las cámaras mostrasen alcohol por doquier, dentro y fuera del ruedo. No eran solamente expertos en la materia los que salían al ruedo, también aficionados de a pie y menores de edad.
Este año el alcalde había prometido otra cosa. Iba a ser diferente. Ni menores en el ruedo, ni alcohol ni un trato vejatorio al animal en las becerradas de San Rafael (como si matar a un animal no fuese ya de por sí algo más que una vejación). Además, el primer edil aseguró al partido animalista PACMA que este año la muerte de los becerros no tendría lugar en “el redondel”. Menos mal... (ironía modo on). Desde el Ayuntamiento, pedían “respeto” a los vecinos en Facebook. Había que comprobarlo.
Al llegar a San Rafael, un vecino me identificó, no sé ni cómo, y me clasificó de “periodista de izquierda” por llevar unos aros en las orejas. Extraña manía humana la de etiquetarlo todo y creer que somos esto o lo otro según lo que vestimos. “Cuando deje de grabar, le tiro de las orejas”, pude escuchar. Me quité los pendientes para no darle cancha, porque los complementos se quitan pero las convicciones ahí siguen, inamovibles...
Mi presencia allí iba a pasar lo más desapercibida posible. El trato a recibir no podía estar condicionado por ser de tal cadena o de otra. No soy un personaje conocido, así que pensé que podría grabar sin ningún problema, como un ciudadano más. Pero de nada sirvieron los intentos para desempeñar mi trabajo siendo discreto.
Entré a la plaza de toros sin dirigir la vista a una zona concreta. Me sentía una ficha que no encajaba en el tablero, un objetivo de fácil alcance en 360 grados. Era foráneo y, en un lugar donde todos se conocen, las miradas que me dirigieron no eran pocas. Hubo quien, sin ser un personaje público y sin mi consentimiento, me fotografió con la cámara de su móvil para quedarse con mi cara; para ficharme o para presentar medidas judiciales, quizás: “¿Quién te manda grabar?”. Lo mismo les sucedió a los animalistas que, infiltrados entre el gentío, registraban si había anomalías: “Tu no eres de aquí”, les decían, “¿qué haces con una cámara?”.
El ambiente estaba encendido. En el pueblo habían hecho pinturas donde se podía leer 'PUTO PACMA'; así, en letras mayúsculas, que duele más. En el bar de la estación, los activistas de incógnito escucharon a algún que otro feligrés: “Si vienen esos de PACMA se las van a ver”.
A diferencia del equipo de la televisión local, a los que no dijeron ni mu, los más jóvenes, con un vaso de alcohol en la mano, nos lanzaron, a mí y a la persona que me acompañaba, un claro mensaje desde la plaza, a gritos que imitaban cánticos de hooligans: “¡Sabemos dónde estáis! ¡Sabemos dónde estáis!”. Recogí la indirecta.
Mientras salía el primer becerro, me desearon que se me cayese al suelo la cámara que llevaba y, una vez hubo entrado el animal al ruedo, me cantaron eso de “diles que se vayan de una puta vez”. No lo sé, si tan orgullosos están de su tradición, ¿de dónde viene ese deseo para que abandonase el lugar? Ver para contarlo.
Para evitar la trifulca del año pasado, la Guardia Civil envió a 20 miembros. Habría de dos a tres agentes en cada puerta y, de no ser por ellos, seguro que no lo podría contar. Los agentes intentaron hablar con unos y con otros, que estaban cada vez más alterados, pidiéndonos que dejásemos de grabar, llamándonos hijos de tal o de pascual. Seguimos a lo nuestro. Los paisanos estaban deseosos del disfrute a cuenta del dolor animal.
Comprobé aliviado (si es que se puede sentir alivio en una situación así) que, efectivamente, este año no salían aficionados a acuchillar a los becerros. Habían cambiado las banderillas (este año les habían redondeado las puntas) y, al final, aunque sufrían, los becerros no morían en el ruedo esparciendo su sangre.
No me daba la vista desde dónde estaba pero PACMA grabó imágenes en las que se veía a varios vecinos manipulando con violencia a los becerros para meterlos en el cajón, tirándoles del rabo e introduciéndolos en el camión que les trasladaría al matadero para recibir la estocada final. Tenéis las imágenes en sus redes sociales. Triste desenlace este.
Al final el pueblo se divertía con los becerros y, una vez heridos, después de pincharlos y jugar con ellos, les echaban al container cual muñeco que acaba en la basura tras entretenerte un rato. Si van a acabar muertos igualmente, ¿qué necesidad hay de alargar la agonía de un animal? (más aún estando dolorido y esperando horas desde que le banderillean hasta que llega al matadero).
¿No hay forma de dar una segunda oportunidad a esos pobres ángeles después de pasar por ese calvario? Conozco más de un santuario donde estarían encantados de acoger a los becerros. Eso es preferible antes que un matadero. De ese modo, lograríamos compensar con la bondad de muchos el sufrimiento que provocan unos pocos.
Logré oír conversaciones en las que los asistentes se lamentaban porque los becerros no daban su último aliento en el ruedo. “¡El animal tiene que morir en la plaza!”, me manifestó un señor al verme grabando con la cámara.
Nunca vi público tan sediento de sangre. Puede que en las películas de gladiadores, quizás. Y no, en nuestro país no hay necesidad de viajar a la antigua Roma para estar dentro de un circo.
En la plaza de toros el alcohol corría a raudales. Había carros de la compra que utilizaron los más jóvenes para trasladar bebida desde el súper hasta el ruedo. Y lo digo con la clara convicción de las imágenes que recogí. Los mozos desfilaron por la arena con un vaso de kalimotxo en la mano y, el que no, con un cigarro en la boca. Menudo espectáculo para el niño o la niña que ve eso desde la grada. Observé a una mujer que había colado una botella de whisky o de ron. Por un momento, pensé que el alcohol se iba a convertir en sangre y viceversa. ¿A quién le puede apetecer beber en tales circunstancias?
No podía sostener por mucho rato la mirada inocente de los becerros sin sentir vergüenza por aquellos que se imaginaban su muerte. Becerros, perdonadles, porque no saben lo que hacen, me decía para mis adentros. ¿Habría quien pensase del mismo modo que yo entre esas cuatro paredes circulares?
Los toros, por inercia o por instinto, embisten a quien se ponga en su camino, pero los becerros dudaban y se quedaban quietos, como lo haría el bebé humano que busca a su madre al encontrar un peligro.
Un día más tarde, con la perspectiva que da el paso de las horas, me sorprendió leer en un periódico segoviano que “una vez terminada la lidia del segundo toro y mientras el respetable aguardaba la suelta de una vaquilla para los quintos que cumplen veinticinco años (...) dos cámaras recibieron algún que otro improperio”, y que “tuvo que intermediar la Guardia Civil para evitar males mayores”. Cuando hablan de “esas cámaras” se refieren a un servidor. “Salvo estos encontronazos”, afirmaba el medio de comunicación, “el resto de la lidia y de la becerrada se desarrolló sin problemas”. Eso, hasta donde han podido comprobar ellos. Mi versión es diferente.
A punto de acabar el festejo fui rodeado por un par de personas con unas intenciones no muy claras. Pidiéndome que dejase de grabar, dos individuos se encararon conmigo con el gesto de quien te quiere pegar. Hubo quien se olió el entuerto que, de no pararlo, iban a provocar estos dos señores y medió para evitar males mayores: “¡Si no paráis mañana van a regresar a grabar!”. De eso se trataba, al parecer, de portarse bien para que los medios no volviésemos otra vez. Hubo gestos de dedos en los labios pidiendo silencio a los sublevados y chillidos amortiguados por golpes en los barrotes. Querían evitar que mi cámara recogiese improperios.
La Guardia Civil tomó cartas en el asunto y puso orden nuevamente. Me pidieron el DNI pero se arrepintieron, no estaba haciendo nada malo. Decidí marcharme como quien no es invitado en una fiesta. En mi huida sigilosa me acompañó la banda sonora del “fuera, fuera”. A algún gamberro le hizo gracia tirarme un petardo con forma de bengala. Ahí se quedó ardiendo mientras me marchaba de regreso al coche y escuchaba la voz de un vecino decirme, burlón: “Guapito, guapo, ven aquí, rico, mmmmm...”.
Esto es lo de menos. A juzgar por el sentimiento, en San Rafael hay afición taurina para otros 103 años. Me consuela que cada vez haya más voces que piden la abolición de la tauromaquia. Siempre habrá un periodismo que hablará por el becerro que mira con ojos de pánico a quien se cree superior. Antes que periodistas somos personas, y no concibo vida humana sin sentimientos, sin empatía, sin tener la capacidad y la voluntad de frenar la muerte de un vecino en la tierra, tenga las patas que tenga. Queda escrito.
Nadie habla sobre la necesidad de una Ley Nacional de Protección Animal que incluya a todo tipo de animales. Hoy más que nunca hace falta que se cumpla. Es cuestión de todos los partidos, a pesar de que hoy afloran los ultras. Razones no faltan y, si no las veis, leed otra vez este escrito.