Solo sabemos que es gata y es negra. No sabemos cómo se llama, si es que alguien alguna vez le ha puesto nombre. Tampoco sabemos con certeza si es callejera o convive con alguna familia. De hecho, ni siquiera estamos seguras de que en los últimos años haya sido la misma o no. Sabemos, eso sí, que si nada ni nadie lo impide, este miércoles la gata negra será torturada en Carasa como mandan la tradición y la superstición.
Carasa es una pequeña localidad perteneciente al municipio de Voto, en Cantabria. Tiene unos pocos cientos de habitantes y ante sí tiene la oportunidad de engrosar la creciente lista de pueblos y ciudades que se desmarcan del maltrato animal en sus festejos populares o bien seguir adelante en la carrera meteórica por ser conocida en toda España como ejemplo del anacronismo más absurdo.
'La suelta de la gata negra' se celebra, dicen las crónicas, cada 16 de agosto desde 1477, y es Fiesta de Interés Turístico Regional desde 1998. Según informan en las páginas de turismo de Cantabria, el festejo consiste exactamente en eso, en soltar a una gata negra y observar la dirección de su huida. Si se dirige a la mies es indicador de fertilidad para los campos y, por tanto, buenas cosechas. En cambio, si se dirige al monte es “mala señal”. “La gata negra se convierte en adivinador del futuro de los campos”, dicen. Y, añaden, para que nos podamos situar: “Durante la Edad Media a los gatos negros se les consideraba como símbolo del mal agüero, con poderes mágicos y vinculados a la brujería”. Por eso al alcalde de aquel entonces se le ocurrió esa forma de enfrentar una preocupante sequía.
Antes de soltarla, la gata “desfila en una carroza tirada por un burro” engalanada con flores y escoltada por los vecinos disfrazados. Se leen coplas que relatan lo que ha ocurrido en el pueblo durante el último año, “todo lleno de ironía y buen humor”. Vamos, unas risas.
Aseguran los responsables de la fiesta que durante ese recorrido la gata “no sale de su habitáculo para garantizar su bienestar”. Un detalle. Solo que no hace falta un dechado de empatía para imaginar lo que siente la gata encerrada en ese habitáculo durante más de tres horas, escuchando los cantos, los gritos, la algarabía, sin entender qué ocurre y buscando por dónde huir a un lugar seguro. Cuando por fin la sacan de ese habitáculo es para arrojarla desde unos dos metros de altura, observar hacia dónde huye y perseguirla. Sí, perseguirla, porque al parecer ahí está la gracia de la fiesta.
Dice el alcalde, José Luis Trueba, que quienes hemos puesto el grito en el cielo al enterarnos de esta juerga estamos “exagerando” porque no hay maltrato animal. Suponemos que lo dice porque no está previsto que la gata se lesione al ser soltada ni que alguien le arree una patada o la estruje intentando cogerla. Bien, otro detalle a tener en cuenta. Pero olvida el alcalde que no es solo daño físico lo que siente una gata. También miedo, ansiedad, angustia. ¿Con eso qué hacemos, señor alcalde?
Francisco Martín, consejero responsable de Turismo en Cantabria, aboga por mantener la fiesta pero “garantizando que el animal no va a sufrir”. Cree que ambas cosas son compatibles, pero no explica cómo. Quizá porque es imposible. Porque atrapar a una gata, encerrarla en un cubículo durante horas, colocarla a lomos de un burro (también tendríamos que hablar de ese burro), someterla al ajetreo del recorrido, rodearla de música –trompetas y tambores incluidos–, gritos, y después soltarla desde dos metros de altura para perseguirla, señor Martín, es torturar a esa gata. Torturar, con todas sus letras. Es verdad que gracias a la presión de ARCA en los últimos años, esa tortura se ha suavizado. Antes la gata era transportada en un saco y las patadas eran algo consustancial a su huida. Se ha suavizado pero, insistimos, sigue siendo tortura.
Pacma y Equo han alertado a las autoridades municipales de la ilegalidad que supone esa fiesta al vulnerar la legislación autonómica en materia de bienestar animal, y han anunciado acciones legales en caso de que se lleve a cabo. Ojalá no sea necesario y la cordura y el calendario (año 2017, no 1477) se impongan en Carasa.
La petición promovida en Change.org para impedir la utilización de una gata en esa fiesta ha superado las 140.000 firmas en apenas unos días. Ante la evidencia de que los organizadores del festejo no saben cómo se comporta un felino, los promotores de la recogida de firmas explican que los gatos no se adaptan bien a manipulaciones de personas desconocidas ni a los cambios de localización. Además, son extremadamente sensibles a los ruidos, que les pueden generar un gran estrés y sufrimiento.
La Asociación de Veterinarios Abolicionistas de la Tauromaquia y del Maltrato Animal (Avatma) ha difundido un informe en el que explican que el proceso de domesticación no ha alterado profundamente las características morfológicas, fisiológicas, conductuales y ecológicas de los gatos. Es un animal territorial que desarrolla fuertes vínculos con el lugar que habita. Para los gatos, la idea de tranquilidad se relaciona con un espacio conocido que consideran su territorio. Por esta razón, cuantos menos paseos involuntarios realicen más cómodos estarán.
El informe explica cómo se desarrollan en los gatos las respuestas ante los agentes estresantes, que en el caso del festejo que nos ocupa son evidentes. Esas respuestas son más severas cuanto más percibe el gato que no puede controlar ese agente estresante ni escapar de él, justo lo que sucede en este caso. Cambios en su entorno, manipulaciones por parte de humanos, ruidos fuertes o no conocidos, movimientos bruscos, lugares u objetos novedosos, proximidad de extraños en su espacio, son algunas de las circunstancias que más pueden estresar a un gato.
Por si todo eso fuera poco, el estrés sufrido y los olores que han generado su respuesta fisológica pueden generar reacciones de miedo y agresividad en otros gatos, provocando un problema añadido a la gata una vez “liberada”. Eso, suponiendo que no se pierda o no sufra cualquier tipo de accidente en la huida desesperada. Con todo ello, el informe de Avatma concluye que la celebración de ese festejo es un acto “aversivo, peligroso y cruel” desde el mismo momento en que se atrapa a la gata, cuyas consecuencias pueden incluir todo tipo de trastornos y la muerte. La autorización del mismo, por tanto, puede considerarse “un acto de negligencia y maltrato que debe ser corregido de inmediato”.
Si los responsables del festejo no leen el informe de Avatma, cosa que les pedimos que hagan, basta con haber convivido alguna vez con un gato y ver cómo se comportan ante desconocidos que se mueven bruscamente o ante ruidos estridentes. Basta con preguntar a cualquier persona que conviva con un gato como parte de su familia si permitiría que le sometieran a esa aberración.
Aunque la verdad es que debería bastar con recordar que estamos en 2017, pleno siglo XXI, y no en 1477, aunque en algunos ámbitos parezca que no hemos aprendido nada desde entonces. A estas alturas la tradición por sí sola no puede ser un argumento. De hecho, afortunadamente no basta con ese argumento para recuperar atrocidades que eran normales y habituales hace un tiempo. Puestos en la balanza de la ética y de nuestra humanidad, la vida de un animal y su derecho a no ser sometido a sufrimiento tienen que pesar más que el derecho de unos vecinos a divertirse. Les recordamos, además, que el rumbo que tome la gata tendrá más que ver con su desesperación que con el futuro de las cosechas, y que 540 años después seguir dominados por la superstición para aferrarse a la barbarie choca de bruces contra la evolución.