“En España 190.000 galgueros practican la caza de la liebre. Aproximadamente 50.000 galgos son sacrificados o abandonados cada año”. Con esa frase y esas cifras concluye el documental Febrero, el miedo de los galgos, que sacó a la luz la realidad de estos perros y que obligó a muchos a hacerse la gran pregunta: si la mayoría de esos galgueros lleva toda su vida cazando, tiene varios perros, en algunos casos decenas, que en la mayor parte de los casos no superan los tres o cuatro años... ¿Dónde están todos esos perros? ¿Dónde están los viejitos? ¿Dónde están los lesionados, los que no sirven para cazar? Dicen que son habladurías, difamaciones, pero los datos están ahí. O, mejor dicho, no están.
La acusación que lanza el documental costó a la productora, Waggingtale Films, una denuncia de la Federación Española de Galgos (que en realidad es de galgueros), por contener información “errónea” que “perjudica gravemente el honor y la imagen” de los federados y que contribuye a alimentar la “leyenda negra” sobre ellos.
Quizá no sean 50.000. Pueden ser unos pocos miles menos, o unos pocos miles más. Pero las asociaciones que en toda España se dedican a rescatar galgos y otros perros usados para cazar saben que cada año les llegan decenas, cientos, y que otros muchos nunca llegan porque no sobreviven a la calle, a las carreteras, a la indiferencia. O porque no fueron abandonados, sino asesinados. Cuerpos ahorcados, enterrados o arrojados a pozos aparecen todos los años, y otros muchos ni aparecen. Es como si nunca hubieran existido. Así que, sí, 50.000 es una aproximación, una cifra consensuada entre las asociaciones a partir de lo que todas ellas ven cada año, cada mes de febrero, cuando termina la temporada de caza de liebre con galgo.
Dicen los galgueros que ellos “aman” a los galgos. Como los toreros a los toros, quizá. Pero Febrero sacó a la luz el miedo de los galgos y su realidad como meros objetos al servicio de quienes solo los ven como máquinas de correr y de cazar. Y si la máquina se rompe, o trae un “defecto de fábrica”, o simplemente agota su vida útil, se tira y punto. Hay excepciones, claro, pero esas excepciones solo confirman la regla.
Lo dice a cámara un galguero, orgulloso de que a sus galgos no los deja “tirados”, sino que los lleva a la perrera. Si allí los matan “ya no es problema mío”, dice con toda naturalidad. La explicación, muy sencilla: “En tres años, si a mí no me vale para lo que yo quiero...”. Y ya está.
Al otro lado de la cámara está Irene Blánquez, directora y productora de este documental independiente que sacó adelante con sus propios recursos y mucha ayuda de su entorno y de SOS Galgos. Adoptar un perro cambió su vida, y leer un artículo sobre la labor de esta asociación le hizo ver a qué quería dedicar su primer documental. Podría haber sido cualquier otra ONG, pero el artículo era de SOS Galgos, que además tiene su sede en Barcelona, lo cual aportaba una proximidad física que resultó clave.
Con una cámara y un micrófono de corbata, y tirando de su tiempo libre (fines de semana, puentes, vacaciones), Irene rodó en Cádiz, Sevilla y Barcelona. También en Toulouse (Francia), donde un grupo de galgos encontró a sus nuevas familias, y en Boston (Estados Unidos), donde la organización Greyhounds Friends rescata galgos utilizados para carreras de apuestas.
El documental arranca en una zona rural de Cádiz, en 2011. Ovejas atravesando un pueblo; caballos en un solar con sus patas delanteras atadas para limitar su movimiento; perros atados guardando una finca... Gemma, voluntaria de SOS Galgos, busca una galga a la que alguien ha visto vagando por un camino, muy cerca de una carretera.
Mientras, en Barcelona, Mila llega a la clínica para ser operada de una fractura en una pata, resultado de un atropello tras ser abandonada. Ya está a salvo, con Anna Clements, directora de SOS Galgos, y conocedora de la caza de la libre. Son campos extensos, planos y áridos, en los que la agudeza visual del galgo le permite atisbar una liebre a gran distancia. Cuando una salta, dos galgos compiten por ella, y se juegan con ello el orgullo de sus dueños. A veces, cuando un galgo lleva varios años cazando, aprende atajos. En esos casos se le considera “sucio”, incluso “traidor”, y el castigo es morir ahorcado o arrojado a un pozo.
En julio suelen comenzar los entrenamientos, y una galguera los explica y los muestra a cámara. Los galgos son obligados a andar y trotar entre 15 y 25 kilómetros diarios atados a un coche en marcha. Eso no es maltrato, dice. Es asegurarse de que el galgo persigue a la liebre “con sus pulmones bien abiertos, su corazón latiendo como debe”.
Ese momento, la prueba de fuego, llega después del verano. En octubre, un árido campo de Cádiz es escenario de otra secuencia. Los galgueros esperan con sus perros a que salte la liebre, y cuando salta siguen expectantes la persecución. Los niños se cuelgan al hombro el macabro trofeo. Uno de los galgos acaba agotado, parece un golpe de calor. Le echan agua por encima y le obligan a levantarse, pero apenas se tiene en pie. Sus patas traseras no aguantan, pero le fuerzan a seguir caminando. Tiene que resistir.
Cuando rescatas a un galgo “se pega a ti”, explica Almudena Romero, vicepresidenta de SOS Galgos. Es como si esperaba ese contacto humano “y ya no quiere perderlo”. Coordina rescates y gestiona adopciones, aunque en Andalucía hay muchos más de los primeros que de las segundas. Su objetivo fundamental es motivar a la gente para que se implique cuando ven a un perro abandonado, para que no haya más casos como el de Hugo.
Él fue la demostración “de lo dañina que puede ser la indiferencia”. Estaba desnutrido, deshidratado, prácticamente muerto, con la piel ya desprendida de los huesos. Estaba tirado en una zona de paso, con la gente pasando a su lado sin inmutarse. Hugo está bien, se recuperó, pero no tenía que haber llegado hasta ahí, se lamenta Almudena.
El problema en la mayoría de los casos es que apenas hay denuncias. En las zonas rurales, en los pueblos galgueros, el abandono no está mal visto. Y son muy pocos quienes superan la presión social, el miedo a ser señalados, y se lanzan a poner una denuncia contra quienes saben que se han deshecho de sus perros. Por eso las denuncias no son representativas de lo que ocurre. Por eso el Seprona se permite minimizar el maltrato a los perros usados para cazar.
Los “afortunados” entre los abandonados llegan a centros como el de Villamartín, a cuyo responsable, Juan Bernal, entrevistó Irene en febrero de 2012. Sin ambigüedades, habla a la cámara de abandono “masivo” y de la necesidad de una legislación “más proteccionista”, porque la vigente lo pone “fácil” para abandonar a los animales sin coste alguno. Se queja, además, de casos “chocantes”, como los de niños que acompañan a sus padres cazadores a dejar a los perros y lo ven como algo natural, ni lloran ni se lamentan por lo que le espera a ese perro. “Eso no es normal”, dice Juan, convencido de la urgencia de “cambiar la percepción” que se tiene de esos animales.
La entrevista a Juan es en febrero, un mes en el que SOS Galgos puede recibir 20 ó 30 llamadas al día, sobre todo de pueblos de Cuenca, Toledo, Sevilla o Madrid. Lo mismo ocurre con otras tantas asociaciones por toda España, muchas de ellas especializadas en estos perros y en otros también utilizados para cazar.
Carmen Urbano es presidenta de SOS Galgos, y siempre hace la misma pregunta a los galgueros. Si llevan cazando toda la vida, siempre con varios perros, ninguno de los cuales tiene más de tres o cuatro años, porque es cuando están en el momento álgido de sus facultades, ¿dónde están todos los demás perros?. “Nunca tienen galgos viejos. Son la excepción”, sentencia.
Para ella, la mirada de un galgo rescatado “lo dice todo”. Miradas como la de Mila, que una vez recuperada se encuentra con su nueva familia, una pareja dispuesta a ayudarla a superar sus miedos y a darle una oportunidad.
Irene Blánquez quiso centrarse en la belleza de los galgos. En su sufrimiento, en su cruda rutina, pero también en su dignidad y en su capacidad para ser adoptados. Por eso hizo un documental que es apto para todos los públicos (está catalogado como apto para mayores de siete años) y cuando lo explica hace hincapié en la importancia de denunciar y de ayudar, de la forma que cada cual pueda.
Donar, ser casa de acogida, adoptar... Pero sobre todo, dice, la forma de ayudar es compartir la información, contar esta realidad en las redes sociales, en las cenas con los amigos, para que la gente sepa lo que ocurre con estos animales, para cambiar la percepción que se tiene de ellos. Para que se asuma, como dice la pareja adoptante de Mila, que el hecho de que los galgos puedan correr muy rápido no justifica que se les explote por ello. Para interiorizar que los galgos no son perros “de caza”. Son perros, y como todos los demás, sienten, sufren, y merecen respeto.