Al parecer, nunca dudamos de que un animal que parece hambriento tenga hambre.
¿Por qué íbamos a poner en duda la felicidad de un elefante que parece feliz?
Nos servían un plato tras otro de carne a la barbacoa (nyama chama, en suajili) que trinchaban directamente en nuestra mesa. Conocíamos bien la carne de cerdo y de pollo, y algo menos la de conejo y venado. La de buey y la de cebra eran exóticas para nosotros.
Era una noche fresca de 1986, y Elizabeth, mi madre; mi tía Barbara, a quien debo mi nombre; Jim, uno de mis mejores amigos de la universidad y yo nos habíamos aventurado a entrar en el Carnivore Restaurant. Al llegar, nos acomodaron en un patio exterior y, aunque al principio me preocupaba pasar frío, ¡cenar a el cielo abierto era una tentación irresistible! El personal del restaurante incluso nos trajo braseros para calentarnos.
“Se nos acercaba un camarero tras otro con enormes brochetas de carne”, escribió mi madre esa noche en su diario de viaje, un cuaderno minúsculo que ahora, tras su muerte, atesoro junto a otros recuerdos de ella. “Separaban partes o cortaban pedazos de piezas de carne colosales de diez tipos distintos, y estoy bastante segura de que también comimos antílope”. En el Carnivore de Nairobi sirvieron kudú en una ocasión, y su carne sigue formando parte del menú del Carnivore de Johannesburgo, en Sudáfrica. Además, a pesar de la prohibición del gobierno keniata de servir carne de caza, los comensales del Carnivore de Nairobi siguen degustando carne de avestruz y de cocodrilo.
En 1986 yo vivía en el Parque Nacional de Amboseli, situado al sur de Nairobi, a pocas horas en coche de la capital y cerca de la frontera con Tanzania. Desde el patio trasero de mi casa, frecuentado por ñus, cebras y algún que otro elefante, podía contemplar los picos volcánicos del monte Kilimanjaro, que se alzaban hermosos e imponentes. Cuando fui al Carnivore, estaba disfrutando de unas breves vacaciones en mitad de un proyecto de observación de monos de catorce meses. Mi investigación se centraba en el modo en que los babuinos aprenden los frutos, las hierbas y los tubérculos que pueden comer mientras deambulan por la sabana junto a sus familiares y demás compañeros de grupo. Para una estudiante de posgrado de Antropología, llevar a cabo ese proyecto en Amboseli era un sueño hecho realidad ya que no solo me cautivaban los primates que estudiaba gracias a la financiación de la Fundación Nacional para la Ciencia estadounidense sino también los elefantes, leones, búfalos cafres, avestruces, facóqueros o marabús africanos que contemplaba por pura diversión siempre que podía robarle un rato a la ciencia. Sentarme en silencio y tratar de desentrañar las relaciones de amistad o rivalidad entre los distintos animales, o descifrar el significado de sus sonidos y su lenguaje corporal era una auténtica maravilla. En los contados días libres de los que disponía, si no debía ir a Nairobi para fotocopiar y enviar datos a casa por correo (¡por aquel entonces no había escáneres ni correo electrónico!), me sentaba fuera y me impregnaba de todo lo que me podían enseñar las llanuras africanas.
Sin embargo, mientras compartía mesa al aire libre en el Carnivore con mis seres queridos, que habían soportado un viaje de veintidós horas con Pan Am desde Nueva York para venir a verme, la fascinación que me despertaban los animales y la conexión que sentía con ellos se desvanecieron. En los platos que colocaban frente a nosotros yo no veía animales. Lo que veía (y olía) era carne, además de la oportunidad de probar distintos animales y experimentar una aventura gastronómica digna de contar a mi regreso.
Se había activado en mi cabeza un interruptor invisible que desconocía y sobre el que nunca había reflexionado: Barbara, la ávida observadora de animales, se había transformado en Barbara, la voraz devoradora de animales. Hoy en día, ese recuerdo me incomoda, sobre todo porque consumí con entusiasmo individuos de las mismas especies que tanto me gustaba observar cómo corrían en libertad por Amboseli.
Por descontado, aquella velada en el Carnivore no fue la primera ni la última ocasión en la que hice algo parecido. ¿A cuántos animales de corral o marinos observé o estudié a través de los libros y después saboreé con el paso de los años? Esa dualidad peculiar es muy típica de nuestra especie. Mi gran pasión cuando recorro Yellowstone, el parque nacional de casi nueve mil kilómetros cuadrados que se extiende a lo largo y ancho de las fronteras que separan los estados de Wyoming, Montana e Idaho, es observar a los bisontes. Mi marido y yo pasamos horas contemplando a los machos corpulentos que acometen con una energía incontenible a las hembras (o a los imponentes rivales con los que compiten por esas hembras). Por su parte, las hembras se apiñan junto a sus crías, que se alejan correteando de sus madres para ir a jugar a la pradera. Un día, en el valle de Lamar, también en Yellowstone, nos quedamos muy quietos apoyados en el coche mientras una manada de más de cien bisontes pasaba muy cerca de nosotros, rodeándonos. (Aproximarse activamente a un bisonte es un error que puede terminar con un incauto propulsado por los aires por un par de cuernos afilados, a veces con un resultado fatal, aunque en nuestra experiencia irrepetible los bisontes optaron por pasar caminando tranquilamente por nuestro lado). Generalmente, miramos desde el interior de un coche aparcado en una fila serpenteante de vehículos de otros entusiastas de la fauna salvaje. Si descansamos un rato para cenar en un restaurante del parque y compartir descripciones y fotografías de los animales más majestuosos que hemos visto ese día, en la carta no faltan nunca sus homólogos de granja. Siempre pedimos pasta.
En el transcurso de otro viaje, abandonamos el Parque Nacional de los Everglades, en el sur de Florida, y cruzamos por carretera el ecosistema de los humedales, que se extiende más allá del parque. Por el camino, divisábamos fugazmente carteles de negocios familiares que anunciaban excursiones en hidrodeslizador: “¡Contemple majestuosos caimanes por la mañana!”, “¡Saboree 'delicias de caimán' a mediodía!”. Este tipo de comportamiento, que he dado en llamar nuestra “dualidad peculiar” en la relación que mantenemos con otros animales, es omnipresente. Los visitantes de un acuario admiran la belleza de los tentáculos de un pulpo, el invertebrado más inteligente del planeta y después piden pulpitos a la brasa para comer. Los padres leen a sus hijos cuentos protagonizados por pollitos o cerditos valientes pocas horas después de haberles servido carne de pollo o cerdo para cenar.
El psicólogo Hal Herzog tituló su libro sobre la relación que mantenemos con otros animales Los amamos, los odiamos y… los comemos, y recoge esta conducta a la perfección en una frase: “El comportamiento humano al relacionarse con otras especies resulta inevitablemente paradójico e inconsistente”. Amamos al perro y nos comemos al cerdo, o amamos al bisonte y nos comemos al bisonte. ¿Quiénes son exactamente estos seres que nos provocan un conflicto semejante? Los hallazgos más recientes de los ámbitos de la antropología, la psicología y la zoología pueden ayudarnos a abordar esta cuestión al mostrarnos qué piensan, qué sienten y cómo actúan como individuos los animales que comemos (el pulpo o el chimpancé para algunos, y el pollo o la cabra para muchos otros). ¿A quién nos estamos comiendo?
Este libro no pretende ordenar a los animales según ninguna escala abstracta basada en lo que supondría ser una criatura inteligente y con sentimientos. Tampoco es un manual para indicarnos a quién debemos comernos y a quién no. Más bien se trata de una invitación a apreciar claramente a quién nos comemos y las conexiones que nos unen a animales que, de modos distintos, experimentan su entorno con conciencia y un propósito. En un mundo en el que la mayoría de nosotros encontramos a los animales que comemos como productos empaquetados en una tienda de alimentación, perdemos fácilmente de vista estas conexiones. En El dilema del omnívoro, Michael Pollan escribe: “El olvido, o el simple desconocimiento, constituye la base de la cadena alimentaria industrial”. Sin embargo, como veremos, no se trata únicamente de la cadena alimentaria industrial. No está mal echar un vistazo a todos los individuos que comemos, independientemente del camino por el que hayan llegado a nuestro plato.
Cada vez que escribo sobre animales, una parte de los lectores de mis artículos y publicaciones en el blog presumen, y afirman, que tengo un objetivo en mente. Según ellos, en el fondo quiero que todo el mundo sea vegetariano o, a poder ser, vegano. Aunque se equivocan, esta presunción merece una respuesta meditada.
“Más plantas y menos carne”. Escuchamos incesantemente este consejo como un paso clave para la mejora de nuestra salud, el planeta y el bienestar de los animales que nos rodean. En el informe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la ONU recomienda consumir menos proteínas animales y aumentar los alimentos vegetales en nuestra dieta “para reducir de forma drástica la presión que ejercemos sobre el medio ambiente”. Según el PNUMA, uno de nuestros principales problemas (junto al de los combustibles fósiles) es la cría y el procesamiento de animales como ganado, ya que estos animales consumen más de la mitad de todas las cosechas del mundo y precisan una cantidad de agua asombrosa. Cabe destacar que el PNUMA no solo nos recomienda hacer un esfuerzo para reducir el estrés que sufren nuestros recursos y otros impactos negativos derivados de nuestro sistema agrícola, sino también que cada uno de nosotros actúe en el origen del problema y lleve a cabo un cambio de dieta.
La ONU no está sola en esto. Un informe elaborado en 2015 por el Comité Asesor de Pautas Dietéticas de Estados Unidos recomienda fervientemente reducir el consumo de sal, grasas saturadas y, sobre todo, azúcar, y remata el consejo señalando la dieta vegetariana como un ejemplo inmejorable de una alimentación saludable. Los activistas alimentarios, tanto globales como locales, se hacen eco de estas llamadas a la acción. La más famosa de ellas es, probablemente, la máxima de Michael Pollan: “Come alimentos. No demasiados. Vegetales en su mayor parte”.
Pretendo seguir el consejo de Pollan. De los ocho tipos de animales que retrato en este libro (insectos, pulpos, peces, pollos, cabras, vacas, cerdos y chimpancés) solo como uno: peces. Para ser más precisa, debido en gran parte a un complicado historial médico que incluye dificultades recientes para superar un largo tratamiento de quimioterapia y radioterapia, como pescado de vez en cuando. Mientras investigaba para el capítulo sobre los insectos, probé conscientemente grillos y saltamontes. Además, como todo el mundo, me he tragado desde la infancia montones de insectos que han viajado involuntariamente junto a productos agrícolas. ¿Comeré más platos con insectos en el futuro? Todavía no estoy segura. Nunca he probado la carne de pulpo, cabra o chimpancé, al menos que yo sepa. En una ocasión me ofrecieron carne de mono en un restaurante de Gabón, en África occidental, pero pedí que me trajeran pollo. Ese “trueque” (rechacé un primate como yo, pero consumí encantada un ave menos parecida a mí) se produjo en 1984. Actualmente, hace más de cinco años que no como pollo, vaca o cerdo.
Por razones que van de la salud medioambiental a la sintiencia animal, creo que la reducción de la ingesta de carne es un objetivo magnífico y necesario. Para avanzar en esa dirección, podemos seguir muchos caminos, desde el veganismo y el vegetarianismo hasta elegir comer más vegetales y menos carne que antes.
Acabo de usar la expresión sintiencia animal. ¿Qué significa? ¿A qué me refiero cuando hablo de inteligencia, emoción y personalidad asociadas a animales no humanos? Los etólogos no se ponen de acuerdo a la hora de definir estos términos, una circunstancia que me gusta destacar como muestra del debate vibrante que caracteriza a una práctica científica saludable, y no como una confusión. En cualquier caso, la apuesta más segura es usar definiciones sencillas y, en este sentido, las que presenta Carl Safina al principio de su libro Mentes maravillosas: Lo que piensan y sienten los animales son excelentes.
La sintiencia es la capacidad de percibir sensaciones como el placer y el dolor.
La cognición es la capacidad de percibir y adquirir conocimientos y comprensión.
El pensamiento es el proceso de considerar algo que se ha percibido. Tal como implica esta definición, y como la científica Virginia Morell enfatiza en Animal Wise: The Thoughts and Emotions of Our Fellow Creatures [Sabiduría animal: Los pensamientos y emociones de nuestros semejantes], el pensamiento no depende del lenguaje.
A estas definiciones, Safina añadió en el transcurso de una conversación conmigo que la emoción es cómo nos hace sentir aquello que percibimos.
Safina hace hincapié en que estas dimensiones de la experiencia se encuentran en una escala variable en el reino animal. No deberíamos esperar que la sintiencia de un pulpo sea idéntica a la de un chimpancé, ni que la inteligencia de un cerdo se parezca mucho a la de una vaca, y tampoco que la inteligencia de un animal no humano sea idéntica a la nuestra.
La personalidad es otro término clave. No se refiere a la capacidad que tiene un pollo para entrar en una habitación y cautivar a todos los presentes (¡salvo cuando sí se refiere a eso, como veremos en el capítulo 4!). En general, la personalidad hace referencia al modo estable en el que un individuo siente, piensa y actúa en el mundo, y se valora con parámetros como su grado de extraversión o introversión, o de afabilidad u hostilidad.
Algunos psicólogos contrastan el temperamento biológicamente arraigado a un animal con su personalidad, que se considera más abierta a las modificaciones en función de lo que cada animal experimenta a lo largo de su vida. El término personalidad es adecuado para este libro, con contadas excepciones, si tenemos en cuenta que los patrones de comportamiento relativamente estables que engloba pueden deberse a una mezcla de experiencias vitales y factores genéticos innatos. Añado la personalidad a las dimensiones que tengo en cuenta en esta obra porque contemplar a los animales como individuos que pueden distinguirse de los demás a partir de su disposición y sus tendencias conductuales es una buena estrategia, sumada al aprendizaje de que son seres inteligentes y sintientes, para alcanzar a ver por nosotros mismos las complejidades de las vidas de los animales.
El mensaje central que quiero transmitir en las páginas siguientes es que debemos ver con una mirada limpia. Ver a los animales que designamos como nuestro alimento precisa esfuerzo, pero merece la pena. Mientras servimos a miles de millones de animales anónimos en la mesa de casa o del restaurante, otros animales sienten y a veces sufren; aprenden y a veces aman; piensan y a veces reflexionan. Sus vidas son importantes para ellos, y también deberían serlo para nosotros.