Especismo y consciencia
Toda persona que coja en sus manos este libro, toda persona que lo hojee o lo contemple, toda persona que lea estas palabras es, sin excepción, un animal. Todas las personas somos animales de la especie humana, así como son animales no humanos todas las personas de otra especie retratadas en este libro. La categoría de persona, por la que muchas científicas, juristas y filósofos trabajan para que deje de ser exclusiva de la especie humana, supone el reconocimiento y el respeto de una serie de derechos, empezando por el derecho a la consideración moral, es decir, a no ser discriminado como individuo. En las sociedades humanas, si la discriminación se basa en el sexo o el género de la otra persona, se trata de sexismo; si en el color de su piel, de racismo; si en su procedencia, de xenofobia; si en su orientación sexual, de homofobia; si en su posición económica o social, de clasismo; si en la sobrevaloración de ciertas capacidades, de capacitismo; si en su edad, de edadismo. Del mismo modo, si la discriminación de otro individuo se basa en su pertenencia a otra especie animal, distinta de la humana, se trata de especismo. La discriminación por cualquiera de estas razones conlleva un trato peor y supone la práctica opresiva, a menudo por la fuerza, de una dominación que reporta poder y privilegios a quien la ejerce. En el caso de los otros animales, el sistema especista humano los condena a vidas de explotación y padecimientos. Al no considerarlos siquiera personas, les es negada toda consideración moral. Los animales no humanos son reducidos a la categoría de cosas y recursos, en vez de ser respetados como individuos sintientes con capacidad de sufrir y disfrutar, animales conscientes como los animales humanos.
El 7 de julio de 2012, un prestigioso grupo internacional de los campos de la neurociencia cognitiva, la neurofarmacología, la neurofisiología y la neurociencia computacional hizo pública la Declaración de Cambridge sobre la Consciencia, en la que se concluyó: «La ausencia de un neocórtex no parece impedir que un organismo pueda experimentar estados afectivos. Hay evidencias convergentes que indican que los animales no humanos poseen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados de consciencia, junto con la capacidad de mostrar comportamientos intencionales. En consecuencia, el peso de la evidencia indica que los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la consciencia. Los animales no humanos, incluyendo a todos los mamíferos y aves, y otras muchas criaturas, entre las que se encuentran los pulpos, también poseen estos sustratos neurológicos». Lo hicieron en presencia de Stephen Hawking, quien declaró: «Es obvio para todos los científicos que estamos hoy aquí que los animales sienten y padecen como nosotros. Tienen consciencia. Pero no es obvio para el resto del mundo. No es algo obvio para la sociedad».
Que la sociedad humana no encuentre obvio, como lamentó Hawking, que los otros animales sienten y padecen ha hecho de sus vidas y sus muertes una realidad infernal. Como dejan patente las fotografías de Estela de Castro que componen este libro, y las historias personales que llevan consigo, las formas de explotación, abuso, humillación y maltrato son innumerables. Casi toda actividad humana esconde el dolor de los no humanos, a través de esa discriminación que se expresa de manera abrumadora, incluso cuando esas actividades parecen inocentes. Cuesta creer que, en la era de la información, muchas personas de buenos sentimientos no hayan tomado aún conciencia de la espantosa experiencia que es el día a día para millones de individuos dotados de sintiencia e inteligencia, que establecen profundos lazos afectivos, que se organizan en sofisticadas comunidades, que tienen conciencia de sí mismos y de los suyos. Individuos que sufren dolor físico, que se paralizan de terror, que buscan esconderse, que tratan inútilmente de huir de su dañina y desesperada situación. Cuesta creer que la humanidad no haya abierto aún los ojos, como quería Marguerite Yourcenar, a la realidad de esas vidas no humanas por las que lucha y solloza la vieja Elisabeth Costello. El escritor J.M. Coetzee, creador y alter ego de este personaje, moralmente desesperado como ella ante esa realidad, ha llegado a apelar a que los mataderos se construyan de cristal y se instalen en mitad de las ciudades, «para que la gente pueda ver cómo es la muerte real de un animal», o a que los niños visiten los mataderos como visitan los museos, «eso podría sacudir su alma».
Lejos de ello, el alma de los niños es envenenada con mentiras, como su cuerpo es envenenado con cadáveres; su natural curiosidad, con la exhibición en los circos y zoológicos; y su ternura, con animales cosificados por el mascotismo. En este libro están los rostros de las víctimas de su inocencia. No imaginan, porque el mundo adulto no les cuenta la verdad, que esa oveja de lacias orejas fue un recién nacido tirado como basura en el campo, conservando de su madre solo un cordón umbilical que ya no les unía. No imaginan que ese beagle que nos mira tuerto tiene cosidos los párpados de un ojo porque se lo sacaron en un laboratorio. No imaginan que la marca de spray de un color tan bonito, que tiñe el pelo del superviviente, significa que te van a matar. No imaginan que la pata que le falta a esa perra tendría forma de escopeta si la pudieran imaginar. No imaginan que la rata calva se salvó por los pelos que no tiene de la caja en la que la encerraron para morir. No imaginan que esos animales tan bellos han sido cuerpos obligados a criar sin descanso para vender a sus hijos como caprichos. La dimensión de la mentira es infinita.
La inmensa mayoría de los animales no humanos han sido convertidos en esclavos por los animales humanos. Los que ha fotografiado Estela de Castro son esclavos rescatados, liberados, salvados, esclavos a quienes se ha devuelto la consideración moral, los derechos que les pertenecen como individuos y les habían sido negados y usurpados. Pero son miles de millones los otros animales que son explotados y matados cada año para beneficio humano, miles de millones que no han tenido otra oportunidad, al contrario que los refugiados de este libro. La producción de alimentos de origen animal es el propósito principal de la explotación humana de otros animales, aunque no la única. También lo es su uso para vestimenta, su uso para el mascotismo, su uso para la experimentación científica, su uso para el entretenimiento, su uso como herramienta de trabajo. Son usos que son abusos y que abocan a los animales a llevar vidas enfermas, cautivas, estresantes, dolorosas física y emocionalmente. Son esclavos de la especie humana.
Vida y muerte de los esclavos
Cerdos, vacas, terneros, pollos, gallinas, ovejas, cabras y peces son las especies que más sufren esta explotación. Sus condiciones de vida en el proceso de producción, hasta llegar al matadero, son terribles.
La mayoría de los cerdos se cría en granjas industriales, donde carecen de espacio para moverse, rodeados de sus propios excrementos, obligados a convivir entre cadáveres o junto a otros cerdos enfermos. Las hembras usadas para la reproducción suelen ser encerradas durante 16 semanas en jaulas individuales del tamaño de su propio cuerpo. Ni siquiera pueden darse la vuelta, solo ponerse en pie a duras penas y tumbarse sobre rejas. Su anquilosamiento es extremadamente doloroso. Su angustia es inimaginable. Los lechones nacen y viven entre 21 y 25 días en jaulas similares, donde sus madres tienen frustrada toda interacción con ellos porque literalmente no pueden moverse. Los hijos tratan de mamar entre los hierros que las aprisionan y a veces mueren en ese momento aplastados por ellas. Para que no muerdan demasiado las mamas o las colas de los hermanos, a causa de los comportamientos estereotipados que les producen el aburrimiento y el estrés, les arrancan los dientes y les cortan las colas sin anestesia. La industria llama «maternidad» a estas áreas. Al cabo de unos tres años y unos seis ciclos de gestación, las cerdas son conducidas al matadero. Tras cuatro y seis meses de engorde, los lechones y cerdos son conducidos al matadero. A los enfermos los dejan agonizar durante días o los matan a golpes no siempre certeros. Las investigaciones muestran una y otra vez que los animales son cargados en los camiones a rastras, a empujones, a patadas, a insultos. No habrán conocido el aire libre ni la luz del sol más que a través de las rendijas del camión que los lleva a la muerte, el camión en el que van hacinados, donde a veces el calor les hace morir por asfixia. En el matadero les aplicarán descargas eléctricas en la cabeza. Su triste y corta vida será definitiva y dolorosamente arrebatada.
Los pollos y las gallinas, por su parte, son víctimas de una explotación masiva. Alrededor de 50.000 millones de pollos y gallinas son matados cada año en todo el mundo. Hasta entonces, la gran mayoría vive en espacios minúsculos iluminados solo de manera artificial para alterar sus ciclos biológicos y que su explotación resulte más rentable. Sus cortas vidas están sometidas al hacinamiento y a un enorme estrés, que los lleva a autolesionarse y a atacar a las demás. La mayoría de los pollitos macho son matados al nacer, a menudo con una trituradora, o tirados vivos a un contenedor, donde mueren aplastados y asfixiados por el peso de los otros. El resto se reserva para el engorde. Las hembras son destinadas a ser ponedoras. Aunque han sido prohibidas en la Unión Europea, muchas pasarán toda su vida poniendo huevos en las llamadas «jaulas de batería», ocupando un espacio metálico de apenas el tamaño de su propio cuerpo, obligadas a mantenerse de pie sobre rejas que hieren y deforman sus patas. En las llamadas «jaulas enriquecidas», o en las naves donde son recluidas aunque no enjauladas, disponen de un poco más de espacio, que deben compartir con muchas otras, lo que es fuente de gran estrés y frustración. Enfermas y enloquecidas por no poder volar o anidar, sufren la agresividad propia y ajena. La mayoría de las gallinas ponedoras desarrolla osteoporosis o la enfermedad del hígado graso. Irán al matadero cuando tengan entre uno y cinco años, aunque su esperanza de vida natural podría ser de hasta 15. Los pollos que fueron destinados al engorde, genéticamente seleccionados para que su crecimiento sea más rápido, serán llevados al matadero a las pocas semanas de vida. Muchos llegarán enfermos por la deficiente ventilación de las granjas, intoxicados por el amoniaco de los excrementos entre los que han pasado su corta y penosa vida.
Las de estas dos especies son solo dos ejemplos de las condiciones en las que son explotados los no humanos para consumo humano. Hay muchos más. Las vacas son utilizadas para consumir su carne y su leche, por lo que son sometidas a continuos ciclos reproductivos, separadas de sus terneros cuando nacen para ser ordeñadas, en general por métodos mecánicos que les producen dolor e infecciones como la mastitis. Como mamíferos que son, la separación es emocionalmente traumática para las madres y los bebés. Los terneros son matados a las pocas semanas o meses de su nacimiento para la venta de su carne más o menos tierna. En el breve espacio de tiempo de su vida, habrán sufrido el doloroso marcado a fuego de sus cuerpos, la cauterización de sus cuernos, la amputación de sus colas y la castración. La anestesia es un mínimo de compasión que los ganaderos no les conceden. Cuando las vacas llamadas lecheras están agotadas tras estos ciclos continuos, son enviadas al matadero. Tendrán unos cuatro años, aunque su vida natural podría ser de más de veinte. Consumir su leche, aunque no se consuma su carne, es colaborar igualmente con el sistema de explotación que ha agotado sus cuerpos y sus vidas.
Las ovejas y cabras no corren mejor suerte. En su mayoría son criadas para producir lana para la vestimenta humana, la producción de carne y la producción de cuero. La carne más apreciada es la de los corderos, dolorosamente separados de sus madres al nacer. Si no han sido vendidos como carne y se reservan para la producción de lana, sufren graves daños físicos cuando apenas tienen tres meses: se les corta el rabo, se les castra y se les marca en las orejas. Su destino final es el mismo que el de las otras especies explotadas: un terrorífico traslado al matadero.
Lana, pieles, cuero, plumas y seda son los materiales habitualmente arrancados de los cuerpos de los otros animales para su uso en la vestimenta humana. Las pieles que proceden de granjas suponen un atroz sufrimiento para los animales a quienes pertenecen: malviven en espacios diminutos, por lo que suelen desarrollar comportamientos estereotipados. Cuando tienen alrededor de un año, son asesinados, a menudo por electrocución, incluso a golpes.
Miles de animales son, a su vez, maltratados y matados en múltiples formas de entretenimiento: corridas de toros, becerradas, encierros, toros embolados, toros ensogados, circos, zoos, peleas de perros y de gallos, caballos y ponis para montar, pesca deportiva, caza. Los caballos, animales extremadamente sensibles, sufren estrés, agotamiento y malformaciones en la columna a causa de la monta y las atracciones turísticas o de feria. Las peleas de gallos comportan una violencia extrema, al modificarles las espuelas con letales cuchillas, sangrientas navajas que ellos no han empuñado. Las peleas de perros los convierten en feroces enemigos de sus contrincantes, involuntarios asesinos de otros animales, incluso de otros más frágiles con quienes los adiestran en el odio: gansos o perros son secuestrados y vendidos para servir como objetos del espantoso sparring.
Poco hay que decir que no sepamos, si en ellas hemos mirado a los animales, de las corridas de toros y otros espectáculos tauricidas. Animales que apartan con el rabo una mosca que se posa sobre su lomo son torturados en las plazas a base de arpones y de espadas clavadas en su espalda. Antes han sido seleccionados con dolorosas tientas, marcados a fuego, engañados por sus mayorales, trasladados en cajones claustrofóbicos. Después, son debilitados con picas y banderillas. Sus embistes de defensa pueden herir también a los caballos, obligados por el picador a participar en la tortura. En muchas localidades españolas, la diversión consiste en acosar, aterrar y herir a becerros, que son los niños de su especie.
En los circos, los animales pasan toda su vida encerrados en jaulas y remolques donde apenas tienen espacio para moverse. Hasta el momento de salir a la pista a ejecutar acciones contrarias a su naturaleza, para cuyo adiestramiento han sido víctimas de crueles entrenamientos a base de golpes, castigos y encadenamiento para lograr su sumisión. Los grandes felinos, como leones o tigres, son desungulados y se les arranca la dentadura para evitar que puedan defenderse y herir a sus explotadores. Su sufrimiento físico y psicológico es constante —miedo, angustia, soledad—, al que se añaden frío y calor, hambre y enfermedades descuidadas. En los zoos y los acuarios, los no humanos se encuentran cautivos, alejados de sus espacios naturales y de las relaciones sociales que establecerían en ellos, sometidos al estrés de ser expuestos y observados, a la frustración de no tener suficiente espacio de movimiento, que en la mayoría de los casos se limita a reductos de hormigón. Los delfines, orcas y otros mamíferos acuáticos usados para su exhibición sufren asimismo graves daños psicológicos, que suelen traducirse en enfermedades físicas y depresión crónica. De circos y zoos, así como del capricho humano de la posesión, procede la mayoría de los primates que Estela de Castro ha retratado. Como primos hermanos nuestros que son, sus rostros, sus secuelas, sus cicatrices, sus miradas, nos apelan de tú y tú. Es difícil no reconocernos en ellos.
Capítulo aparte merece también la actividad de la caza, un auténtico lobby en nuestro país. Los cazadores tienen licencia para matar y su violencia cuenta con la impunidad institucional y mediática. Se apropian del monte y los caminos, que transforman con sus disparos en lugares de alto riesgo para los animales que son su cruel objetivo y para los perros a los que obligan a acompañarlos, a los que utilizan como si fueran herramientas que no sienten el frío, el hambre, los golpes, el miedo, la soledad a la que los someten. Galgos, podencos, las rehalas que usan en sus sangrientas batidas y monterías viven encadenados, encerrados en zulos, recibiendo palizas. En Andalucía ese maltrato se ha declarado Bien de Interés Cultural, blindándolo así frente a la preocupación del Parlamento Europeo, que ya se dirigió al Gobierno español y a las Comunidades Autónomas para que se cumpla el Tratado de Lisboa, donde se reconoce a los animales como seres sintientes. Usan aves cautivas como reclamo y defienden la crueldad del silvestrismo. El 87% del territorio español es coto de caza. Un territorio que debiera ser espacio de solidaridad humana con los animales no humanos que también sufren en la naturaleza, como las aves que se hieren en los tendidos eléctricos, que enferman o se accidentan.
Estela de Castro ha fotografiado también animales rescatados de los laboratorios de experimentación científica. Es tal la opacidad de esa práctica que ni siquiera sabemos el número de animales que se utiliza: se estima que entre 50 y cien millones al año. Sí sabemos que perros, ratones, conejos, cerdos, gatos son condenados a una existencia de aterrador sufrimiento cuyo destino es la muerte. Solo unos pocos logran una segunda oportunidad gracias al activismo antiespecista. Santuarios, protectoras y el voluntariado más comprometido acogen a estos animales, convertidos en desechos sintientes, muchos con una diversidad funcional inducida que exige el más delicado cuidado.
En este libro está Lily. Es una más de las miles de madres enjauladas en sótanos, pariendo una y otra vez, sin anestesia, sin cariño, para satisfacer los caprichos del mascotismo. Es una más, pero he tenido a Lily en mis brazos muchas veces, he sentido el pálpito de su cuerpo exprimido, el aliento de su mandíbula rota por los golpes, la torpeza de sus frágiles patas, con las que tuvo que aprender a andar demasiado tarde porque pasó demasiado tiempo anquilosada en la jaula donde le fueron arrebatados, una y otra vez, los preciosos perritos que fueron vendidos como un juguete. Conozco a Lily personalmente y, con ella, a todas esas madres, a todos esos cachorros. Pero el mascotismo no se conforma con las especies domesticadas. En su avaricia, trafica también con animales que resultan exóticos y satisfacen el estúpido ego de quienes los adquieren a través del tráfico y el sucio mercado negro. Guacamayos que han sido capturados para pasar toda su vida a oscuras. Monos que han sido secuestrados para pasar toda su vida enloqueciendo en una pequeña habitación. Cotorras argentinas que en los años ochenta se puso de moda traer porque eran muy vistosas, que fueron abandonadas y que ahora, cuando han demostrado la inteligencia de saber adaptarse, son tiroteadas sin miramientos en los parques madrileños.
Rescatados de las sombras
El abismo de oscuridad al que se condena a los individuos de otras especies es infinito. Se ha definido el claroscuro como el arte de pintar luz en la sombra. Así lo hicieron maestros de la pintura como Caravaggio o Rembrandt. Así lo hace Estela de Castro en los retratos de estos refugiados. Contra la más profunda de las sombras —la del pánico, la soledad, el abandono, el dolor físico—, la fotógrafa capta la luz del ser que siente, la luz de la vida que le ha sido restituida y la de aquellos que se la han devuelto, aunque no figuren en la foto. Con cada uno de esos seres no humanos retratados se rescata lo humano mejor: el respeto, el cuidado, la paz, el amor, la bondad, la voluntad y el tesón de quienes los han acogido, consolado y curado. El fondo negro contiene su trágica memoria, la historia de oscuridad que acarrea cada vida de cada uno de los personajes retratados, esos animales que son destacados por la luz y ocupan, a través de ella, el centro de atención del ojo de la fotógrafa y después, del ojo de quienes los observamos.
Esa fuente de luz es la que ahora nos hace ver el gesto, la mirada, casi los sentimientos de los retratados; la que, al iluminar a la persona que son, ilumina su camino, su horizonte, su futuro, y les dota de la dignidad y la belleza que fueron vulneradas. La luz les devuelve consideración moral, los singulariza, les reconoce, al iluminarlos, su identidad como individuos, los rescata de las sombras. Pero, como si la propia Estela admitiera que esas sombras nunca podrán dejarse completamente atrás (cada protagonista arrastrará siempre una secuela, ya sea física, psicológica o emocional) todos ellos son iluminados contra el negro riguroso de su pasado. Tras ese fondo negro se esconden las vidas teñidas de sufrimiento. Tras la belleza de las fotos, el más negro dolor. Podría decirse que, más que un caravaggismo, Estela de Castro lleva a cabo con sus cámaras una suerte de tenebrismo español: todos los animales retratados aquí proceden de las tinieblas del comportamiento humano.
La rigurosa técnica del claroscuro que Estela de Castro desarrolla en este trabajo, realizado en su totalidad con luz natural, se vuelve así en las fotografías implacable técnica moral. Como escribió Susan Sontag en Sobre la fotografía: «Las fotografías alteran y amplían nuestras nociones de lo que merece la pena mirar y de lo que tenemos derecho a observar. Son una gramática y, sobre todo, una ética de la visión». Ante la realidad de los animales no humanos, Estela de Castro nos enfrenta a la pena de mirarlos, nos devuelve el derecho a observar la verdad oculta por el sistema especista, nos propone una ética de la visión, articulada en una gramática que se construye con miradas. La suya, la de su retratados y las nuestras. A través de esas miradas, los animales no humanos ya no son metáforas, ni representación antropomórfica, ni objeto que se mira desde la falacia del antropocentrismo. Ya no solo los miramos: nos miran.
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