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La oveja de Galdós

“¡He tenido que pedirle al mismísimo don Segismundo Moret, ministro de Gobernación, una autorización para poder traerla!”.

Así me imagino yo que entró en su casa de la madrileña calle Alberto Aguilera número 70, esquina con la calle Gaztambide, el bueno de Benito Pérez Galdós, con Mariucha en los brazos y el biberón en el bolsillo.

Me lo imagino así porque Gregorio Marañon dejó escrita la broma al recordar aquellos tiempos de su juventud en que frecuentaba a la familia canaria, en los primeros años del siglo XX. Años en que para introducir alimentos en Madrid había que pasar por el fielato (estación sanitaria y recaudatoria). Era una broma, quizás de mal gusto; no obstante, estoy segura de que, de haber sido necesario, Galdós hubiera llamado a esa puerta.

Era Galdós un hombre tranquilo de vida ordenada. Le gustaba madrugar y acostarse temprano. Le gustaba el contacto con la gente y le gustaba, sobre todas las cosas, la compañía de la infancia y de los animales. Todas las mañanas después de desayunar salía a dar un paseo en compañía de su perro, antes de encerrarse a escribir sus once cuartillas diarias, y llevaba en los bolsillos del pantalón las migas del desayuno, para compartirlas con las aves madrileñas.

Galdós aborrecía las celebraciones taurinas por el sufrimiento del toro. Y convivía con perros y gatos. Así acompañado lo vemos siempre en las fotografías. Lo que no nos suelen contar de este escritor ilustre es que tenía el corazón tan tierno que cuando diseñó su casa del Sardinero (Santander), a la que llamó 'San Quintín', pensó un espacio para los animales con los que compartía la vida, y plantó frutales en el jardín para asegurar alimento y refugio a los pájaros.

Y a quien detiene su mirada en esos aspectos de su vida íntima, no le cuesta imaginarlo con la corderilla en brazos, recién llegado desde Toledo, sonriendo y satisfecho por haber salvado aquella minúscula vida.

Mariucha había nacido en la finca de Sergio Novales y Sainz, joven amigo del escritor maduro. En aquella finca toledana pasaba Galdós temporadas, aprovechando para recorrer la ciudad que tanto le gustaba, pero también para pasear por el campo en compañía de los trabajadores de la explotación. 'La Alberquilla' era una finca agrícola modélica en su tiempo. Aún se puede visitar si pasan por la vega del Tajo, antes de llegar a la ciudad de Toledo.

Pastaba aquellos campos un rebaño de ovejas que proporcionaba lana de alta calidad para su exportación. Pero Mariucha tenía el color equivocado. No sirven las ovejas negras para hacer tejidos que se tiñen de colores. Y por eso, su destino era una vida breve, muy breve. Sin embargo, Mariucha vivió muchos y felices años, el primero de todos en el madrileño barrio de Argüelles, con la familia Pérez Galdós. El resto de su vida, en la finca que la vio nacer, 'La Alberquilla', cuando el escritor y sus hermanas se dieron cuenta de que un piso en Madrid no era el mejor lugar para ella. Pagó el escritor su manutención toda la vida, y como premio recibía cada primavera un mechón de lana negra, que llegaba por carta y llenaba la casa de risas y de cantos.

Cuenta Gregorio Marañon que el día en que se recibió la carta que anunciaba la muerte de Mariucha, Galdós, sus hermanas y sus tres sobrinos se lo pasaron llorando desconsoladamente. No descansó Mariucha bajo el laurel de 'San Quintín', que acogía entre sus ramas a Polo, Titi y Canario, perros a los que la vejez había puesto a dormir. Quizás los que hicieron escribir a Don Benito: “A mí me habla usted de soledad, que voy por el tercer perro enterrado”.

“¡He tenido que pedirle al mismísimo don Segismundo Moret, ministro de Gobernación, una autorización para poder traerla!”.

Así me imagino yo que entró en su casa de la madrileña calle Alberto Aguilera número 70, esquina con la calle Gaztambide, el bueno de Benito Pérez Galdós, con Mariucha en los brazos y el biberón en el bolsillo.