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El pez como medida de todos los especismos

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No es fácil empatizar con un pez. La desconexión comienza en la infancia, con el lenguaje: nos enseñan a utilizar una única palabra genérica para referirnos a cualquier animal acuático. Al hacerlo, aceptamos sin saberlo la idea de que los seres que habitan nuestros mares y ríos, mucho más diversos que los terrestres, no importan tanto como para aprendernos sus nombres. En inglés, directamente se habla de pescarlos -fish-, a falta de otro término para nombrarlos cuando aún están vivos (con más precisión: cuando todavía no han sido asesinados).

Los peces no gritan. No lloran. No se quejan. No cambian sus expresiones faciales cuando sienten miedo o padecen dolor. Entonces, ¿cómo van a poder sufrir? ¿Cómo van a querer vivir? ¿Cómo alguien que interactúa con el mundo de una manera tan distinta a la nuestra va a ser tenido en consideración? Cuanto más pensamos que nos alejamos de los otros animales según nuestra propia percepción, menos nos preocupan. Nos creemos el centro de todo. Y actuamos como si los demás individuos hubiesen de girar siempre en torno a nuestra visión sesgada y limitada, nuestro modo de transmitir y asimilar emociones. Y nuestros privilegios, a los que nos resistimos a renunciar aunque esto implique seguir perpetuando opresiones.

En la cultura especista, de idéntica forma que sucede con el racismo, el machismo o la transfobia, la diferencia justifica la desigualdad. Según el sistema ético dominante, existen especies mejores que otras y (del mismo modo que alguien racista ve a las personas racializadas como inferiores) la nuestra se considera a sí misma superior a todas las demás. Pero ni el especismo ni el racismo se ejercen por igual contra todos los individuos, sino que las opresoras varían su comportamiento en función de, en el primer caso, las especies y, en el segundo, de los constructos de la racialización con que se etiqueta a todas aquellas personas no identificadas como blancas. Los animales acuáticos se situarían, junto con los insectos, en los puestos más bajos de la escala especista.

Los animales acuáticos no tienen derechos

Aparte del Código Sanitario para los Animales Acuáticos de la Organización Mundial de Sanidad Animal (OIE) -una recopilación de normas y recomendaciones que, más que proteger los derechos de estos seres sintientes, protege a las humanas de los riesgos para la salud derivados del consumo de animales enfermos-, no se exige el cumplimiento de legislación alguna. Las llamadas leyes de pesca están concebidas desde una perspectiva comercial y se centran más en la regulación de la actividad pesquera como negocio que en el bienestar animal.

Por ejemplo, los salmones, las lubinas o las sardinas pueden sobrevivir horas fuera del agua desde que son capturados, a veces incluso varios días, hasta que finalmente mueren asfixiados y tras una larga agonía. Si se pesca con anzuelo, a este padecimiento hay que sumarle la herida que les atraviesa la mandíbula. En el caso de las redes de arrastre, los golpes y la aglomeración les provocan además desgarramientos, implosiones y daños en los órganos vitales. Se estima que alrededor de 650.000 ballenas, delfines, focas, leones de mar y tortugas son asesinados al año directa o indirectamente por la industria pesquera. Los pulpos tienen dos cerebros: uno en la cabeza y otro repartido por todo el cuerpo en forma de terminaciones nerviosas altamente desarrolladas, por lo que su sufrimiento físico se deduce muy superior al de los mamíferos. Sin embargo, se les maltrata a golpes hasta la muerte. Como a los crustáceos, a los que en la actualidad se sigue exponiendo y cociendo vivos a pesar de que numerosos estudios hayan demostrado su sensibilidad.

Por otro lado, está la protección del océano en términos medioambientales, un trampantojo de la dignidad animal que deja de lado a la mayor parte de los individuos acuáticos en la mayoría de los territorios. Y que, cuando les da cabida, sigue partiendo del antropocentrismo. Todo lo conseguido a la hora de concienciar acerca de problemas como los plásticos de un solo uso, los vertidos tóxicos o la extinción de especies marinas, parece que deje de contar (o de convenir) cuando hay pescado o marisco en el plato. Parece una obviedad y, sin embargo, la mayoría de las “defensoras de la naturaleza” pagan para que se explote y masacre a los principales responsables de mantener el equilibrio climático en la Tierra, esos seres diversos, inteligentes y bellos a los que el especismo léxico, en su jerarquía de la desigualdad, ha relegado a la categoría de peces. ¿Por qué, cuando hasta un 70% de los macroplásticos que flotan en el mar proceden de la pesca, muchas supuestas ecologistas eligen no rehusar a su privilegio de consumir animales acuáticos? Si todas las personas que se indignan al ver a un pequeño galápago atrapado en una red de pesca se hiciesen veganas, esa red no existiría. Si quieres salvar los mares, no te comas a sus habitantes.

Para el ecologismo de la contradicción, ese que con una mano sostiene una bolsa de tela reutilizable y que con la otra financia el anzuelo que está vaciando de vida los océanos, el foco se sitúa en nuestro futuro y no en el del resto: si nos cargamos el planeta, la Humanidad dejará de existir. Si otras especies se extinguen, la Humanidad, nosotras, medida de todas las cosas, dejaremos de existir. Esa visión antropocéntrica es lo contrario a la conciencia ecológica. Porque no estamos solas. Porque formamos parte de un todo en el que tratar al resto de seres como medios y no como fines, pertenezcan o no a la misma especie que nosotras, no solo nos deshumaniza sino que también nos desnaturaliza y desvía del verdadero significado de sostenibilidad. Ese que, si los mares no se quedan sin peces en el año 2047, tal y como la ciencia ha predicho, salvará el mundo.

No es fácil empatizar con un pez. La desconexión comienza en la infancia, con el lenguaje: nos enseñan a utilizar una única palabra genérica para referirnos a cualquier animal acuático. Al hacerlo, aceptamos sin saberlo la idea de que los seres que habitan nuestros mares y ríos, mucho más diversos que los terrestres, no importan tanto como para aprendernos sus nombres. En inglés, directamente se habla de pescarlos -fish-, a falta de otro término para nombrarlos cuando aún están vivos (con más precisión: cuando todavía no han sido asesinados).

Los peces no gritan. No lloran. No se quejan. No cambian sus expresiones faciales cuando sienten miedo o padecen dolor. Entonces, ¿cómo van a poder sufrir? ¿Cómo van a querer vivir? ¿Cómo alguien que interactúa con el mundo de una manera tan distinta a la nuestra va a ser tenido en consideración? Cuanto más pensamos que nos alejamos de los otros animales según nuestra propia percepción, menos nos preocupan. Nos creemos el centro de todo. Y actuamos como si los demás individuos hubiesen de girar siempre en torno a nuestra visión sesgada y limitada, nuestro modo de transmitir y asimilar emociones. Y nuestros privilegios, a los que nos resistimos a renunciar aunque esto implique seguir perpetuando opresiones.