Cuando se habla de derechos de los animales, los peces son los grandes olvidados. De hecho, las cifras oficiales de animales que mueren cada año para servir de alimento a la humanidad ni siquiera los contemplan por número de individuos, sino por toneladas. En concreto, 171 millones al año, según el último informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Un número que, si se parte de un cálculo estimado de 2 kilos por animal, equivaldría a 85.000 millones de peces. Y las proyecciones no paran de crecer: la propia FAO calcula que de cara a 2030 se alcanzarán los 200 millones de toneladas de capturas anuales.
La sostenibilidad del modelo de consumo actual de pescado es puesta en duda no sólo desde la óptica antiespecista: también por parte del ecologismo. En una ocasión, durante un viaje en barco como periodista invitado por una conocida organización ecologista, me llamó la atención que prácticamente ninguno de los activistas fuera vegano. Ni siquiera se declaraban vegetarianos: todos comían carne. Más allá de ser conscientes de la necesidad de reducir su consumo o recomendar la mal llamada “carne ecológica”, apenas encontré en ellos reflexión sobre la relación directa que la carne tiene con problemas supuestamente marcados en rojo en la agenda ecologista, como el cambio climático, la contaminación del suelo o la huella hídrica de los alimentos. Por contra, eran mayoría los que excluían el pescado de su dieta como respuesta a prácticas como la pesca de arrastre o el impacto de la acuicultura intensiva. Todos eran conscientes de las graves consecuencias para el ecosistema marino que tiene la forma en que obtenemos hoy día el pescado que llega a los mercados.
La palabra más apropiada para referirse a esa forma de obtener pescado es descontrol. Una situación que desde la organización italiana Essere Animali han documentado por primera vez en Europa, en una acción desarrollada en una de las principales piscifactorías del país. Las imágenes, tomadas entre 2017 y 2018, muestran la manera en que mueren doradas, lubinas o truchas: desde las redes atestadas de peces son descargados sobre recipientes de plástico con hielo en los que se asfixian lentamente y entre violentas sacudidas. Los pocos que sobreviven, en una agonía que puede llegar a durar hasta una hora, son rematados a golpes.
Según denuncia la organización, la mayor parte del pescado que se consume en Italia procede de lugares como este. Es por ello que, tras la publicación del vídeo, han puesto en marcha una campaña orientada a informar a la población sobre el origen del pescado que llega a sus platos. Toda una serie de acciones que incluye correos electrónicos, protestas callejeras, recogida de firmas y entrevistas a aquellos medios internacionales que quieran recoger lo que han encontrado en estas piscifactorías.
“Nuestro objetivo principal era mostrar que las piscifactorías son granjas industriales en todos los aspectos, y crear conciencia sobre el sufrimiento oculto y silencioso que estos animales soportan en números tan grandes que ni siquiera podemos imaginar”, explica a El Caballo de Nietzsche Claudio Pomo, fundador de Essere Animali. “Los trabajadores tratan a los peces como si fueran meros objetos. Los manejan como si fueran pelotas de tenis o chuletas en lugar de animales: no hay absolutamente ninguna atención a su sufrimiento”, denuncia.
“Sí: todas las granjas industriales tienen problemas serios, pero las piscifactorías tienen uno aún mayor”, asevera Pomo. “No existe una regulación y estos animales no tienen ningún derecho en absoluto. Esto significa que cualquier maltrato y tortura es completamente legal. Este es el primer punto de partida: los peces ni siquiera tienen los derechos mínimos que tienen otros animales de granja. Por eso esta investigación es sólo el principio”.
La idea de investigar las piscifactorías comenzó a principios de 2017. “Los datos empezaron a mostrar que los italianos se están alejando de la carne pero consumiendo cada vez más pescado”, relata Pomo. “Desde siempre, todo lo que tiene que ver con los peces se ha descuidado y no se ha tenido en cuenta lo suficiente, incluso dentro del movimiento por los derechos de los animales. Y debo admitir que tampoco sabíamos bien cómo funcionaba la industria de la acuicultura antes de emprender esta investigación”.
Llevar a cabo una investigación como ésta no es sencillo. “Necesitas obtener acceso a las empresas, para lo que tienes que ganarte la confianza de los trabajadores. Además, durante esta acción descubrimos que este tipo de instalaciones se administran de manera muy diferente a, por ejemplo, las granjas de cerdos. Los administradores están bien preparados e incluso cuentan con estudios universitarios. Esto ha hecho nuestro trabajo un poco más difícil de lo esperado, explica Como.
Las consideraciones científicas sobre la capacidad de sentir de los peces no dejan lugar a dudas. En 2009, el comisionado de salud de la Unión Europea, Androulla Vassiliou, declaró que existen “suficientes evidencias científicas para concluir que los peces son seres sensibles que están sujetos a dolor y sufrimiento”. Pese a ello, y como denuncia Essere Animali, las leyes de bienestar animal que estipulan que debe evitarse “cualquier dolor, angustia o sufrimiento evitables” antes del sacrificio de un animal no parecen llegar a los peces. Más allá del conocido como Código Sanitario para los Animales Acuáticos, la normativa sólo contempla una serie de prácticas cuyo cumplimiento es voluntario por parte de la industria.
“Desgraciadamente, y a pesar de las evidencias científicas y el pronunciamiento de la UE, todavía existe la idea generalizada de que los peces no sienten dolor”, lamenta Como. “Creo que las personas pueden relacionarse menos con los peces que con otros animales porque viven en un entorno diferente al nuestro, son mudos y su expresión es siempre la misma. Pero este es nuestro problema: nos falta capacidad de comprensión y conexión. Eso no significa que sean inferiores o tengan menos derechos que otros animales”.
Cuando se habla de derechos de los animales, los peces son los grandes olvidados. De hecho, las cifras oficiales de animales que mueren cada año para servir de alimento a la humanidad ni siquiera los contemplan por número de individuos, sino por toneladas. En concreto, 171 millones al año, según el último informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO). Un número que, si se parte de un cálculo estimado de 2 kilos por animal, equivaldría a 85.000 millones de peces. Y las proyecciones no paran de crecer: la propia FAO calcula que de cara a 2030 se alcanzarán los 200 millones de toneladas de capturas anuales.
La sostenibilidad del modelo de consumo actual de pescado es puesta en duda no sólo desde la óptica antiespecista: también por parte del ecologismo. En una ocasión, durante un viaje en barco como periodista invitado por una conocida organización ecologista, me llamó la atención que prácticamente ninguno de los activistas fuera vegano. Ni siquiera se declaraban vegetarianos: todos comían carne. Más allá de ser conscientes de la necesidad de reducir su consumo o recomendar la mal llamada “carne ecológica”, apenas encontré en ellos reflexión sobre la relación directa que la carne tiene con problemas supuestamente marcados en rojo en la agenda ecologista, como el cambio climático, la contaminación del suelo o la huella hídrica de los alimentos. Por contra, eran mayoría los que excluían el pescado de su dieta como respuesta a prácticas como la pesca de arrastre o el impacto de la acuicultura intensiva. Todos eran conscientes de las graves consecuencias para el ecosistema marino que tiene la forma en que obtenemos hoy día el pescado que llega a los mercados.