Era el 27 de diciembre de 2016, dos días después de Navidad. Según su microchip, Pumba tenía 9 meses, y el otro perro con quien vivía 4 años, cuando un hombre los llevó a rastras hasta una nave abandonada en Mérida. El hombre iba acompañado de su hijo, un pequeño de 10 años. Al llegar a la nave, y siempre en presencia del niño, lanzó a los dos perros dentro de un foso de 2 metros de profundidad, asegurándose de que no pudieran escapar, y los apedreó hasta acabar con la vida del mayor de ellos.
Sé que duele, pero imaginen por un momento la situación. Visualicen a los dos animales en estado de pánico, tratando de trepar por las paredes y resbalando por ellas. Imaginen las piedras golpeándoles en la cabeza, los lomos, las patas. Piensen en sus miradas desconcertadas, suplicando que cese el dolor. Imaginen ahora al chaval, acompañando a su padre, su persona de referencia, y siendo testigo de tal acto brutal, de crueldad infinita, contra dos víctimas indefensas.
El cachorro Pumba sobrevivió al ataque. Pudo hacerlo gracias a la intervención de personas que sospecharon de la actitud del agresor y decidieron avisar a la policía. El animal fue rescatado y trasladado al veterinario, que atendió sus heridas físicas, teniendo que ser operado varias veces durante las siguientes semanas por las múltiples lesiones sufridas.
Esther Rodríguez fue una de las personas que acogió a Pumba unos días después de los hechos, adoptándolo posteriormente: “Fue duro verlo con tanto miedo en un rincón del salón. No comió en 3 días, había que sacarlo a la calle en brazos porque era imposible que caminara. Solo temblaba, nos daba la espalda, simplemente daba la sensación de que quería ser invisible”.
La segunda oportunidad de Pumba
Gracias a Esther y a otra familia de acogida que colaboró para sacarlo adelante, Pumba tiene ahora 3 años y es un perro que disfruta de la vida, especialmente en los lugares que conoce. Es obediente, juguetón y le encanta correr y divertirse con sus amigos del parque.
Sin embargo, Pumba cambia cuando se enfrenta a estímulos nuevos: “Cuando pasea por un sitio que no es el de siempre va muy asustado. Lo mismo le pasa cuando se acerca gente que no conoce, se quiere esconder, no quiere andar”, nos explica Esther. “Tiene secuelas físicas, como que no ve bien del todo, y eso hace que se sienta inseguro”.
El objetivo de su compañera humana es que Pumba supere sus traumas muy despacito, y para ello incluye nuevas rutinas en su día a día: “Últimamente estamos yéndonos a nadar, ya que hemos descubierto que le gusta mucho y hemos añadido el agua a su lista de lugares a los que poder ir sin miedo”.
El caso ha causado una gran repulsa social y es una prueba más de cómo nuestro país avanza, muy poco a poco, en medidas de protección animal. Esther nos cuenta que volvería a hacer lo que hizo sin dudarlo, esta vez con menos temor. “En estos dos años he notado muchísimo apoyo por parte de la familia y los amigos; en mi escuela incluso se colgaron carteles para apoyar el caso de Pumba. Gracias a todos ellos ha sido bastante fácil y llevadero”.
Una sentencia pionera por varios motivos
El pasado mes de mayo se hizo público el Auto del Juzgado de lo Penal nº 2 de Mérida, que ejecuta la pena de 27 meses de prisión para el autor de los hechos, por dos delitos de maltrato animal en presencia de menores y con resultado de muerte. El condenado ya contaba con numerosos antecedentes por robo con fuerza y violencia.
Agustín Mansilla, abogado y criminólogo, miembro de la Coordinadora de Profesionales por la Prevención de Abusos, CoPPA, ejerció la acusación particular en el caso, uno de los que más le han afectado en su carrera profesional: “En cierta medida me sentí identificado con el menor que se vio envuelto en este asunto, aunque aclaro que mi padre jamás maltrató a un animal, por lo menos en mi presencia. Pero sí fui testigo de otros episodios violentos protagonizados por adultos ajenos a mi familia, e incluso por otros menores”.
La sentencia, explica Mansilla, es pionera desde el punto de vista jurídico, ya que contempla un delito de maltrato animal por cada perro agredido, “y no la aplicación de la doctrina del delito continuado, como se venía haciendo en una inmensa mayoría de los casos”.
También, declara el letrado, esta sentencia es importante por la calificación jurídica de la acusación. “No se trata de acusación popular, como pretendía la defensa, sino de acusación particular, tal y como defendíamos nosotros”. Así, la juez consideró a Esther como perjudicada directa por el delito, a pesar de no ser la titular del animal, “ya que fue ella quien se hizo cargo del pago de los gastos de recuperación de Pumba”.
Para Esther fueron meses muy intensos, no exentos de miedo y de nerviosismo. “Evitaba pasear por ciertas zonas, le quería cambiar el nombre a Pumba para que no nos reconocieran, pensaba mucho en si habría represalias”. “El juicio fue muy emocionante”, recuerda, “me acompañaron familiares, amigos y compañeras de otras protectoras y me conmoví mucho, había un ambiente de sensibilidad en la sala que en pocas ocasiones he vivido”.
Aunque puede saber a poco, lo cierto es que la sentencia marca un hito en Derecho Animal, al haberse decretado el ingreso efectivo del agresor en prisión, algo que no ocurre en la mayoría de casos, al tratarse de condenas inferiores a dos años y no tener los acusados antecedentes penales. En palabras de Mansilla, en muchos casos “los condenados no llegan a comprender la trascendencia y gravedad de lo que han hecho, pues consideran todo un triunfo el hecho de eludir el ingreso de prisión, y se quedan únicamente con la idea de que, durante ese tiempo, tan solo han de portarse bien para no tener que entrar en la cárcel ”.
“Lo importante”, señala Mansilla, “no es tanto la duración de la condena, sino que esta sea efectiva”.
Matar a pedradas y en presencia de un niño
Según testigos presenciales, el pequeño de 10 años se encontraba visiblemente afectado en el momento de los hechos. En este sentido, la sentencia ha sido una de las primeras en considerar como agravante el maltrato animal cometido delante de un menor de edad.
Como recuerdan los expertos de CoPPA, entidad que colaboró en el caso, la ciencia ha demostrado que la exposición a la violencia hacia animales en la infancia y la adolescencia, especialmente por referentes adultos, puede ser una experiencia muy traumática y provocar secuelas como depresión, ansiedad, problemas de sueño y dificultad de concentración en la escuela, entre otras.
Asimismo, el ser testigo del maltrato a animales en edades tempranas está asociado a un mayor riesgo de desarrollar problemas de comportamiento y conductas antisociales, incluyendo el bullying y la delincuencia juvenil en la adolescencia, así como la violencia interpersonal en la edad adulta.
Además, exponer intencionalmente a una persona al maltrato de un tercero ha sido clasificado como una forma de violencia en sí misma, por lo que habría que trabajar para que este tipo de sucesos sean considerados como maltrato infantil, asegurando que los pequeños reciban el apoyo psicológico adecuado.
En este caso, y para mayor gravedad, como señala Mansilla, los actos fueros perpetrados por el propio padre del niño, con toda la carga emocional, educativa y concienciadora que esa figura conlleva. “Es importante que, tras lo ocurrido, el niño entienda que los actos de su padre son ética, moral y legalmente reprochables, y que los mismos entrañan consecuencias negativas para él”. Y añade, “creo que es necesario establecer protocolos de actuación para casos como este, interviniendo a través de profesionales, para que el menor pueda comprender tanto los hechos como los efectos de los mismos”.
La historia de Pumba muestra, con toda su crudeza, la importancia de no mirar hacia otro lado y de actuar todos a una contra el maltrato animal. Es gratificante ver que tantas personas se han implicado para que pueda disfrutar de su nueva vida y saber que su agresor no saldrá impune.