La historia de la humanidad va intrínsecamente unida a la del resto de los animales, grupo del que formamos parte y con el que siempre hemos mantenido una relación ambivalente.
Si nos remontamos a los orígenes de nuestra especie, cuando nuestros antepasados homínidos no se creían superiores al resto de la naturaleza, solamente podemos inferir las relaciones que nos unían a través de un puñado de restos acumulados a lo largo de cientos de miles de años. Se han encontrado en los yacimientos desechos de caza, a menudo con huellas de descarnado, procedentes de otros animales y de la propia especie cazadora convertida en presa a su vez.
Los homínidos fueron diversificándose y perdiendo por el camino ramificaciones, llegando al Hombre Neanderthal del Paleolítico Medio, pero éste tampoco nos ha dejado mucho más con respecto a la relación intra-especies. Restos de caza de otros animales y algunas muestras de antropofagia.
Con la nueva rama que comienza en el Paleolítico Superior, la nuestra, cambian radicalmente los registros que nos llegan. Aún no podemos saber en toda su plenitud la relación con los animales, pero comenzamos a hallar muestras, no solo de restos de caza sino también de arte y de rituales. Pinturas en las paredes (Lascaux, Altamira, Tito Bustillo…), arte mueble (el bisonte de La Madeleine o la espátula de Tito Bustillo), adornos hechos con dientes y conchas perforados, instrumentos de hueso o asta. Parece que ya no solo nos hablan de la caza, sino también de una relación en la que los espíritus de los hombres y los de los animales se tratan de tú a tú. Los recónditos y difíciles lugares escogidos para algunas representaciones, como la foca de Tito Bustillo, insinúan ya la creencia en la existencia de lo sagrado, lo retirado, lo peligroso para los no iniciados. El altar del oso de la Cueva de Chauvet nos inclina a pensar en un culto a este plantígrado. Este es también el momento en el que el hombre y el perro van a unirse en una simbiosis que a ambos beneficiaba: el perro conservaba el campamento limpio de restos de comida, avisaba de la llegada de extraños y ayudaba en la caza, y el hombre le mantenía caliente y le daba comida.
Un paso más allá, en el Neolítico llega la mayor revolución de la humanidad y con ella el peor desastre para el planeta y sus habitantes. Comienza a sedentarizarse y a dominar la tierra a través de la agricultura, a los animales con la domesticación y a los humanos con la esclavitud y la servidumbre, todo ello unido al menosprecio hacia otras culturas, otras sociedades y hacia la mujer. Solamente entre algunos cazadores-recolectores seguirá el antiguo espíritu de hermandad.
Las religiones “reveladas” apoyan al hombre (masculino) en su pretensión de ser el rey del Universo y creer que todo lo del planeta está hecho para servirle. La tierra hay que rotularla y obligarla a dar frutos, los animales explotarlos, las mujeres están para atenderlos y ser tuteladas, sin voz ni voto. Hemos aprendido a cosificar a los demás y a utilizarlos en nuestro provecho.
A partir de ese momento comienza una ambivalencia en las relaciones con los animales. Algunos van a ser deificados mientras a otros los incluimos en nuestra familia, y la mayoría serán explotados al máximo sin conmiseración, para divertirnos, demostrar nuestro status o dar un capricho al paladar.
El antiguo Egipto consideraba sagrados a algunos animales a los que representaba en sus pinturas, esculturas y bajo relieves, y que eran sepultados con los mismo ritos que los humanos. A la muerte del toro Apis seguía un proceso de momificación y era enterrado en un sarcófago de granito en la necrópolis de Serapeo. Ibis, papiones, halcones y cocodrilos tenían también sus necrópolis. Pero, sin duda, el más cuidado, amado y protegido, incluso tras la muerte, era el gato. No solo era el animal sagrado de la diosa Bastis, sino también muy amado por sus familias, que a menudo se hacían enterrar con las momias de los felinos y que escribían epitafios en el sarcófago sobre su vida y su muerte, y acerca del propietario.
Las ciudades y necrópolis prerromanas de la Península Ibérica abundan en figuras de animales, en unos casos protectores y en otros admirados por su valor. Las fíbulas y representaciones con lobos, las esculturas de toros y jabalíes alternan con los arreos de caballos hallados en las tumbas de la aristocracia masculina de estos pueblos. Los buitres ayudan a liberar al alma del cuerpo muerto y a llegar al otro mundo.
Hay también muestras de amor a los animales en epigramas como el de Marco Valerio Marcial a la perrita Isa de su amigo Publio, o las sentidas frases de los epitafios de las tumbas a los canes en Roma.
La otra cara de la moneda viene dada por la crueldad. Las diversiones enzarzando en peleas a perros, toros, leones, gallos o cóndores, o mantenerlos cautivos en terribles condiciones para robar a sus hijos o sus huevos y poner sus cuerpos en nuestros platos, presentan un terrible contrapunto.
Las muestras de empatía que se han dado a lo largo de la historia hacia los animales han sido más bien escasas. Les hemos cosificado. Es algo que nos sirve para algo y cuando ya no lo consideramos válido se desecha. Caballos utilizados en la batalla y abandonados después heridos o viejos, gatos que viven en el hogar porque cazan roedores, pero cuyas camadas son arrojadas vivas a los ríos, perros envenenados con estricnina, ahorcados, tiroteados, quemados vivos. Y todos ellos son animales que, en teoría, se podrían considerar privilegiados al lado de los sufridos burros o mulos, de las vacas, los cerdos, gallinas, conejos o visones.
Sin embargo, siempre ha habido humanos que se han salido del trillado camino por el que les querían conducir y han dado muestras de amor y compasión por los animales. De muchos de ellos no sabemos nada. Son gentes que han vivido en forma anónima para la posteridad y no ha quedado reflejo de su pensamiento. El recuerdo de otras ha tenido más suerte, bien por su importancia como pensadores, poetas o escritores, bien porque alguien ha dejado escrito lo que pensaban y hacían, o porque amó o admiró tanto a algún animal que lo ha representado en la muerte y ha escrito su epitafio.
La lucha por los demás animales hace tiempo que se emprendió. Los datos históricos con que contamos son, como toda la historia, de hombres. Las mujeres no se han visibilizado, pero si hoy en día en las filas de los defensores de los animales son mayoría, no hay duda de que también lo habrán sido en otros momentos de la Historia.
Uno de los primeros datos que encontramos en Grecia es de Pitágoras de Samos, nacido en el 582 B.C. y que nos dejó escrito: “Mientras los hombres sigan masacrando a sus hermanos los animales, reinará en la tierra la guerra y el sufrimiento y se matarán unos a otros, pues aquel que siembra el dolor y la muerte no podrá cosechar ni la alegría, ni la paz, ni el amor”. Ya en el S. I de nuestra era Plutarco lucha contra la crueldad con los animales y niega que hayan sido puestos en la Tierra para que nos sirvamos de ellos. Ovidio, Homero, Platón y Séneca son algunas de las personalidades de la antigüedad clásica que nos han dejado sus opiniones en defensa de los animales.
Grandes defensores ha habido desde la antigüedad en el pensamiento oriental, destacando lugares como la India o el Tibet.
En la Edad Media surge un gran abogado de los animales, Francisco de Asís. No solo se consideraba hermanado con todos los hombres y los animales, sino también con las plantas y el cosmos entero. Retiraba de los caminos babosas y caracoles, para que no fueran pisadas, alimentaba a las abejas en invierno y, en general, defendía a todos los seres vivos.
En el Renacimiento va a existir una persona inteligente y polifacética, Leonardo da Vinci. Sabemos que era vegetariano, como escribe en una carta Andrea Corsali a Giuliano de Medici; o que compraba pájaros a sus captores en el mercado y les devolvía la libertad. Y tenemos sentencias suyas de sobra conocidas sobre la muerte y la esclavización de los animales, llegando a afirmar que quitarles la leche a las vacas constituye un robo: “La leche será arrebatada a los niños pequeños”.
Un poco después, a caballo entre los siglos XVI y XVI, llega Martín de Porres, un humilde fraile peruano al que se conocía bajo el epíteto de “Fray Escoba”. En la casa de su hermana había conseguido un patio donde recogía y atendía a gatos y perros enfermos o con sarna. Cuidaba a los ratones y a cuantos animales encontraba, y trataba de poner paz entre ellos. En el convento, gatos, perros y ratones comían del mismo plato cuando él les alimentaba.
Kant, Schopenhauer, Unamuno, Jeremy Bentham y J.A. Gleïzès son algunos de los grandes pensadores que defendieron a los animales.
Llegamos así a nuestros días, en los que el movimiento a favor de los animales ha tomado fuerza y se ha diversificado, y en el que cada vez son más quienes desempañan sus neuronas espejo y empatizan con los que sufren, sean de la especie que sean. Pero aún queda un arduo camino por delante, en el que los representantes políticos y los empresarios son un duro escollo, aunque poco a poco se van dando los pasos para conseguir, al menos, un ética, una reflexión personal sobre lo que hacemos con los demás.