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En Turquía no dejan morir a perros y gatos pese a las restricciones impuestas por la pandemia

5 de enero de 2021 22:20 h

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“Allah hu akbar, Allah hu akbar...”

Las mezquitas del Bósforo de Estambul cantan al unísono llamando al primer rezo. El exotismo tiene su aquel, aunque te joda el sueño. Desde la cama pienso en la película La pasión turca, protagonizada por Ana Belén, desde el impacto sonoro generado por las entremezcladas voces que surgen de innumerables minaretes. “La ilaha illa-Allah”. Son las 06:30 de la mañana y el termómetro no alcanza los siete grados de temperatura. Amanece con mucha neblina, tanta que la ciudad parece Londres. Las gaviotas del 'Cuerno de Oro' se posan en las azoteas de los restaurantes más emblemáticos y piden comida con sus graznidos a los extranjeros. Ügur se despierta con la voz del imán del templo más cercano. Se escuchan los primeros ruidos de la ciudad despertándose: bocinas, sirenas de ambulancia, ecos de andares con prisas en la calle.

Sabe que se acerca la hora de ir a trabajar, aunque más que un trabajo ve lo suyo como una acción solidaria y necesaria. Durante toda la mañana, se ocupará de dar de comer a los animales callejeros, tan sociables y dóciles como los que viven en cualquier casa de Occidente. “Están acostumbrados a la presencia humana y saben que no les vamos a hacer daño”, afirma. El hombre lleva siete años trabajando en el servicio veterinario del Ayuntamiento. Junto a sus compañeros, distribuye toneladas de alimentos para perros y gatos callejeros que deambulan por la ciudad. Solo él repartirá una tonelada.

Los animales se han mimetizado con el paisaje urbano. Están en todas partes. Son omnipresentes, los sultanes y las emperatrices de cafeterías y bazares. Pasean, juguetean y duermen por la ciudad. Ocupan escaleras, plazas e incluso sillas de cafeterías. Se les ve hasta en los cementerios, cuidando de los amigos de dos patas que los dejaron. Se sienten protegidos, tanto que se atreven a echar una siesta en mitad de una carretera, encima de un toldo, sobre el capó del coche que has alquilado o en una parada del autobús, sin temer consecuencias. Desde 2009 una ley dictada por el Gobierno turco castiga a quien les haga daño o les retira la comida.

Los pocos turistas que hay por estas fechas en la ciudad se acercan a acariciarlos creyendo que están perdidos. “¿A quién pertenecen?”, se preguntan. Nada más lejos de su realidad: son libres, son del pueblo pero no son de nadie. Cada uno vive en un barrio acorde a su personalidad, en cualquier esquina. Nadie diría que son callejeros. Posan para la cámara de los curiosos y no se asustan fácilmente por los smarthpones. “Si los llevas a casa pierden su naturaleza gatuna o perruna”, considera Caterina, una enfermera que trabaja en la clínica privada más prestigiosa de la ciudad. “Interactúan con muchos humanos durante horas y tienen mucho cariño para repartir, mimando a unos y a otros”.

A raíz de los toques de queda completos del fin de semana y las restricciones que se impusieron en toda Turquía a mediados del mes pasado, son las autoridades de Estambul las que se encargan del cuidado de esos otros ciudadanos. “Si hace falta, los llevamos al veterinario, los desparasitamos, se les realizan esterilizaciones y los vacunamos”, cuentan. “Aunque la gente se quede en sus casas, cuidamos de sus amigos”, insisten.

Sin los perros y gatos callejeros, Estambul perdería su alma, mucho más ahora que la ciudad está vacía por la COVID-19. En los últimos años, el Gobierno turco ha invertido unos 19 millones de liras turcas (unos 4 millones de euros) en el registro, desparasitación y vacunación de perros, así como en la esterilización y protección de los gatos. Hay voces sin conciencia animalistas que critican, sin embargo, la protección animal del Gobierno y le reclaman que muestre también piedad por kurdos y armenios. Porque lo cierto es que, en un país que tampoco destaca precisamente por su gastronomía vegetariana, sorprende el cuidado que se siente por los animales.

Paso al lado de un supermercado y veo en el escaparate a un gato sobre una silla plegable. No me quita la vista de encima. “He aquí al verdadero dueño”, me digo para mis adentros, “es el jefe”. Lo explicó con contundencia el escritor Mark Twain a mediados del siglo XIX: “No se moverían aunque el mismo Sultán pasara por allí”. Al entrar en la tienda de dulces típicos de al lado, tengo que esquivar un cuenco de agua para llegar al mostrador. Otro gato ronronea y restriega su pelo contra mis zapatillas. “Sabe que no eres de aquí y te quiere dar la bienvenida”, me dice, risueño, el empleado. El gato deja pronto de hacer me caso: una señora le ha dejado arroz sobre un periódico que muestra la cara ya humedecida de Erdogan.

En un inglés bastante básico, un señor de gesto amable y con pocos dientes me dice que al haber heladas los vecinos hacen casetas de cartones, hierbas, maderas y palos para dar cobijo a perros y gatos. “Mi mujer, que esté con Ala, les bajaba mantas desde casa”, narra sonriente. Es lo habitual. Yo, que vengo de una sociedad en la que se tortura animales por diversión, me quedo perplejo viendo la cantidad de gestos de bondad animalista. Es mi primer viaje a este país y, no estoy acostumbrado a tanto mimo y respeto, ni a ver tantas tiendas de productos para animales por kilómetro cuadrado. En parte, emociona. Aunque las autoridades europeas están empezando a tomar conciencia de la situación de los animales vagabundos, la ayuda aún es una utopía por la falta de medios.

¿De dónde procede tanto mimo? Aprendieron la lección

A finales del siglo XIX, el sultán otomano Abdülaziz (1830-1876) decretó que los perros debían ser capturados y deportados en barco a Sivriada, una isla cerca de Estambul en el Mar de Mármara. Fueron condenados a un destierro forzado y eterno (hay fotografías de la época que rompen el alma en pedazos). Esa isla se convirtió en su infierno. Se estima que había unos 50.000 perros viviendo en las calles, y los capturaron uno a uno, calle a calle. Les pusieron un precio. Desde kilómetros de distancia, de entre las aguas, llegaron sus aullidos durante semanas, hasta que, hambrientos, comenzaron a comerse entre ellos. Se oyeron cada vez menos ladridos y un día se apagaron casi por completo.

Unas décadas más tarde, en 1911, el gobernador de Estambul liberó a los perros que se habían reproducido en Sivriada y repoblaron la ciudad. Prosperó con su gesto el respeto hacia ellos. Turquía no está orgullosa de ese pasado: actualmente, cualquier intento de reducirlos o eliminarlos es visto por sus habitantes como una atrocidad. Si matas a un gato, tendrás que construir una mezquita para que Dios te perdone, dice un refrán turco. Es un dicho que incluye a los perros y que se sigue respetando al pie de la letra.

Estambul es, sin duda, la capital histórica de los perros y gatos callejeros. Son “uno más”. Conviven con 15 millones de personas en un vínculo que se mantiene inalterable desde hace décadas y que nadie quiere romper. Esa es la esencia turca, y los perros y los gatos son sus ciudadanos eternos.

“Allah hu akbar, Allah hu akbar...”

Las mezquitas del Bósforo de Estambul cantan al unísono llamando al primer rezo. El exotismo tiene su aquel, aunque te joda el sueño. Desde la cama pienso en la película La pasión turca, protagonizada por Ana Belén, desde el impacto sonoro generado por las entremezcladas voces que surgen de innumerables minaretes. “La ilaha illa-Allah”. Son las 06:30 de la mañana y el termómetro no alcanza los siete grados de temperatura. Amanece con mucha neblina, tanta que la ciudad parece Londres. Las gaviotas del 'Cuerno de Oro' se posan en las azoteas de los restaurantes más emblemáticos y piden comida con sus graznidos a los extranjeros. Ügur se despierta con la voz del imán del templo más cercano. Se escuchan los primeros ruidos de la ciudad despertándose: bocinas, sirenas de ambulancia, ecos de andares con prisas en la calle.