- Con motivo del Día Internacional de la Mujer, publicamos una selección de fragmentos del estudio incluido en el libro Ecología y género en diálogo interdisciplinar, Alicia H. Puleo (ed.), Plaza y Valdés, colec. Moral, ciencia y sociedad, Madrid, 2015.
- Su autora, Lucile Desblache, es profesora y directora del Centre for Translation and Transcultural Studies en la University of Roehampton, Londres. En el ámbito de la ecocrítica, su investigación se centra en la representación de los animales en las culturas contemporáneas.
Querría considerar aquí a la moda en ese contexto particularmente “no pensado” de la moda, las mujeres y los animales, centrándome esencialmente en el caso de la Francia de hoy en día. No nos puede sorprender que los animales no sean tenidos en cuenta en la óptica de la corriente dominante de la moda, mercantilizada y masificada. Sin embargo, en el siglo XXI, numerosos movimientos alternativos tratan de pensar la moda como plataforma ética, como metamorfosis social que desafía a la producción de masas. Cuando estos movimientos están vinculados a la ecología o al desarrollo sostenible, a perspectivas feministas o a filosofías que preconizan un retorno a una mejor calidad de vida, como el movimiento lento (slow), por no citar más que uno, cualesquiera sean las orientaciones de sus miradas, resulta aún más sorprendente que la reflexión sobre los animales -que contribuyen de manera tan fundamental en la vestimenta, los accesorios y el maquillaje, y que son tan frecuentemente víctimas de esta aportación- esté prácticamente ausente. Mi objetivo será, pues, reflexionar sobre esta ausencia. Al haber elegido explorar la paradoja de la negación de los animales, principalmente entre las mujeres, mi objetivo, ciertamente, no es esencializar la diferencia de los sexos en lo que concierne a sus actitudes con respecto a los animales. Hombres y/o mujeres pueden apoyarlos, explotarlos o ser indiferentes a su suerte. Además, la moda, si bien sigue siendo altamente “generizada” y puede constituir casi una obsesión para algunas mujeres, interesa cada vez más a los hombres. Traduce un deseo de “estética de un nuevo comienzo” (Baudrillard, 1976) y de aceptación social para ambos sexos que es inherente a las sociedades occidentales actuales. No obstante, histórica y culturalmente, las mujeres mantienen a la vez relaciones estrechas con la moda -sus maneras de vestir, de peinarse y el hecho de maquillarse responden, en efecto, a ciertas tendencias, presiones o códigos sociales que forman parte de sus hábitos- y con los animales, que se han incorporado siempre a su vida cotidiana de manera quizás más sistemática que en la de los hombres. Esta paradoja, que les lleva en la mayor parte de los casos a ignorar la explotación animal sobre la que se funda la moda, a no reflexionar sobre esta última, es, pues, reveladora de una ambigüedad silenciada y que es necesario examinar.
Numerosos estudios universitarios han documentado que las mujeres mantienen una relación privilegiada de empatía con los animales. Han influido también la etología con formas de pensar y observar a los animales que han favorecido sistemáticamente la escucha de otros lenguajes y dado la palabra a los animales. El primer movimiento anti-vivisección fue asimismo organizado mayoritariamente por mujeres victorianas hacia 1875. Como nos recuerda Emily Gaarder, las mujeres comprometidas en el apoyo a los animales “vieron relaciones simbólicas entre la condición de las mujeres y la de los animales en la sociedad, e identificaron también experiencias personales que consideraban similares a las de los animales, en particular las de la violencia, impotencia, mutismo y ser tratadas como objetos”. Citaré algunas cifras de distintos ámbitos que confirman estas relaciones privilegiadas en la Francia actual. Un sondeo efectuado en diciembre de 2012 para la revista Elle muestra que el 86,8% de las francesas está contra el uso de las pieles. Según un sondeo Sofres efectuado en 1997, mientras que el 60% de los franceses (sin distinción de sexo) está contra la caza y el 36% a favor de la misma, entre las francesas el porcentaje del rechazo se eleva al 68%, 18% está a favor y el 14 % no sabe, no contesta. Observemos que Francia es el país que ocupa el primer puesto europeo de la caza y que el 98% de los cazadores son varones. En lo que respecta a la experimentación animal, entre los europeos en 2010, 49% de los hombres se pronunciaba a favor, en contraste con el 39% de las mujeres. Si bien a las francesas no les agrada más que a los hombres ocuparse de las tareas domésticas, a las que consagran, por cierto, una hora y cuarenta minutos más que ellos de media por día, los momentos que más aprecian de esas tareas, después de ocuparse del jardín, son los consagrados a los cuidados a los animales (igual que el tiempo que pasan con los niños). Además, a nivel mundial, las veterinarias son más numerosas que los hombres y en algunos países como Estados Unidos y Francia esta tendencia se ha incrementado en veinte años, con un 75% de mujeres en los colegios veterinarios en la actualidad. Podría continuar exponiendo este palmarés de afinidades de las mujeres con los animales pero estos pocos ejemplos bastan para ilustrar la tendencia general.
El mercado textil y cosmético es inseparable de un uso abusivo de los animales. Del conejo de angora al gusano de seda, del mutón a la cabra, de los avestruces a los jabalíes, de los zorros a las gamuzas, de la foca a la llama, la mayor parte de los mamíferos no humanos y ciertos no mamíferos son cazados o criados y matados para obtener su piel u otra sustancia. La moda, tanto de la ropa como de la cosmética, es uno de los sectores de la industria más florecientes, y uno de los que más explotan a los animales. ¿Por qué se da la prioridad al objeto en vez de dársela al ser vivo? ¿Por qué se aceptan objetos obtenidos a través de un proceso cruel a menudo condenado por las consumidoras? (…) Esta indiferencia y esta falta de toma de conciencia con respecto al mundo natural es más visible y sorprendente en el caso de los animales. Evidentemente, por poner un ejemplo, todo el mundo ha visto una vaca, pero la asociación de esa vaca con el cuero del que provienen los zapatos y los bolsos es, aunque real, distante, percibida como vagamente inevitable y, por lo tanto, no cuestionada. En lo que concierne a las pieles, cuyo uso es condenado por la mayor parte de las francesas, su integración en la ropa es a menudo insidiosa. Así, en el caso de ciertos animales como los zorros, tanto salvajes como de criadero, el 90% de la piel utilizada está, de hecho, actualmente consagrada a accesorios agregados a los artículos de moda de manera poco visible. El consumo de pieles aumenta ciertamente gracias a los nuevos mercados asiáticos pero también en Europa, más subrepticiamente, sin que el público consumidor tenga plena conciencia de una utilización abusiva de los animales. Deseosos de no abrir controversias éticas indeseables y potencialmente perjudiciales para sus cifras de negocios, los fabricantes han encontrado una manera discreta de promover las pieles. Aunque el movimiento ecológico presta cierta atención a la moda, proponiendo una corriente ética de algodón ecológico, materiales reciclados y otras innovaciones, nadie parece cuestionarse este desinterés y sólo algunos movimientos que tratan de promover el bienestar animal plantean algunas cuestiones con el objetivo de restablecer una toma de conciencia de las relaciones entre el producto y el ser del que proviene. Las asociaciones de protección animal proponen páginas con numerosos datos pero buscarlas implica al comienzo cierto deseo de compromiso, en una época saturada de información.
El reemplazo del consumo de animales salvajes por animales de criadero o de clonaje en la alimentación y la moda (en particular en la peletería) es presentado y asumido como una solución aceptable por un público a menudo éticamente bien intencionado. Sin embargo, además de los sufrimientos que implica para los animales, plantea problemas cada vez más insolubles por la contaminación que genera, el control de enfermedades que implica y el aprovisionamiento de animales que exige. Moda, ropa, perfumería: los fabricantes y revendedores han tomado la costumbre de considerar a los animales como materias primas fácil y gratuitamente utilizables, como productos desechables, productos que se matan, transforman y venden. La idea según la cual la cría permite preservar la biodiversidad perpetúa así la peligrosa noción de que los seres humanos pueden construir y otorgarse a sí mismos un ser vivo controlado en paralelo al universo salvaje existente, y que, en ese vivero, todo está permitido.
Si la moda pertenece al mundo del placer del cambio, entonces se trata de un mundo de impulsos en que se compra, espontáneamente, sin reflexionar. Al fin y al cabo, esa es la prerrogativa del placer. En la lógica del mercado propia de las sociedades contemporáneas de la globalización, todo ser viviente o materia prima útil al mercado son necesariamente reducidos al estado de objeto controlado o controlable. Esta lógica domina igualmente el mundo de la moda, un mundo en el que las mujeres mismas son reducidas al estado de instrumentos estéticos deseables y poseíbles. Las modelos desfilan, silenciosas, distantes, felinas en sus “catwalk shows”, puestas en escena para promover las nuevas tendencias y destacar los nuevos objetos en venta. Signos idealizados para descifrar y consumir, son reducidas a siluetas animales atractivas. En los desfiles, como en numerosas imágenes publicitarias, se las asocia a fieras salvajes, acentuando la animalidad de su identidad femenina. En la Edad Media y durante el Renacimiento, la presa perseguida durante la caza, a menudo una cierva, era símbolo de la mujer deseada, perseguida y, eventualmente, consumida. En nuestra época, la identificación de un animal salvaje, a menudo vulnerable, siempre estéticamente atractivo, con una mujer está ligada a otra forma de consumo: el consumo mercantil. Un consumo cuyo proceso implica la transformación de seres vivos en objetos desechables que contribuyen a halagar nuestro cuerpo o nuestro ego, a aumentar nuestro atractivo.
Falta pensar, pues, un “sistema de la moda” que no sea ni un discurso que permita descifrar una pertenencia social humana, ni el envoltorio desvitalizado de una naturaleza sistemáticamente explotada o torturada puesta al servicio de la sociedad de mercado. Un sistema de la moda en el que ya no desearíamos objetos que no son más que marcas de prestigio social. Un sistema de la moda en el que los animales no fueran reducidos a objetos de lujo, a instrumentos masacrados y brutalmente apropiados. Un sistema de la moda en el que ellos serían fuentes de inspiración, de ideas creadoras que nos recuerden que todos esos otros que acompañan nuestras vidas humanas también forman parte de nosotros y son la clave de la renovación de nuestras identidades.
- Con motivo del Día Internacional de la Mujer, publicamos una selección de fragmentos del estudio incluido en el libro Ecología y género en diálogo interdisciplinar, Alicia H. Puleo (ed.), Plaza y Valdés, colec. Moral, ciencia y sociedad, Madrid, 2015.
- Su autora, Lucile Desblache, es profesora y directora del Centre for Translation and Transcultural Studies en la University of Roehampton, Londres. En el ámbito de la ecocrítica, su investigación se centra en la representación de los animales en las culturas contemporáneas.
Querría considerar aquí a la moda en ese contexto particularmente “no pensado” de la moda, las mujeres y los animales, centrándome esencialmente en el caso de la Francia de hoy en día. No nos puede sorprender que los animales no sean tenidos en cuenta en la óptica de la corriente dominante de la moda, mercantilizada y masificada. Sin embargo, en el siglo XXI, numerosos movimientos alternativos tratan de pensar la moda como plataforma ética, como metamorfosis social que desafía a la producción de masas. Cuando estos movimientos están vinculados a la ecología o al desarrollo sostenible, a perspectivas feministas o a filosofías que preconizan un retorno a una mejor calidad de vida, como el movimiento lento (slow), por no citar más que uno, cualesquiera sean las orientaciones de sus miradas, resulta aún más sorprendente que la reflexión sobre los animales -que contribuyen de manera tan fundamental en la vestimenta, los accesorios y el maquillaje, y que son tan frecuentemente víctimas de esta aportación- esté prácticamente ausente. Mi objetivo será, pues, reflexionar sobre esta ausencia. Al haber elegido explorar la paradoja de la negación de los animales, principalmente entre las mujeres, mi objetivo, ciertamente, no es esencializar la diferencia de los sexos en lo que concierne a sus actitudes con respecto a los animales. Hombres y/o mujeres pueden apoyarlos, explotarlos o ser indiferentes a su suerte. Además, la moda, si bien sigue siendo altamente “generizada” y puede constituir casi una obsesión para algunas mujeres, interesa cada vez más a los hombres. Traduce un deseo de “estética de un nuevo comienzo” (Baudrillard, 1976) y de aceptación social para ambos sexos que es inherente a las sociedades occidentales actuales. No obstante, histórica y culturalmente, las mujeres mantienen a la vez relaciones estrechas con la moda -sus maneras de vestir, de peinarse y el hecho de maquillarse responden, en efecto, a ciertas tendencias, presiones o códigos sociales que forman parte de sus hábitos- y con los animales, que se han incorporado siempre a su vida cotidiana de manera quizás más sistemática que en la de los hombres. Esta paradoja, que les lleva en la mayor parte de los casos a ignorar la explotación animal sobre la que se funda la moda, a no reflexionar sobre esta última, es, pues, reveladora de una ambigüedad silenciada y que es necesario examinar.