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Las voces de los demás

I

El día que aparecieron había tormenta, el cielo estaba encapotado, y nos pareció ver entre las nubes oscuras unos extraños reflejos. Al principio creímos que era algún efecto óptico. Fue la luz de un relámpago la que nos alertó, porque lo vimos repetido por todo el firmamento, como si las nubes escondieran miles de espejos. La gente se paraba en las calles y se asomaba a las ventanas. Un nuevo relámpago nos permitió volver a ver aquella imagen insólita.

En otros lugares del planeta era un mediodía luminoso o una noche estrellada cuando llegaron, pero a la gente también les costó verlos. Aquellos artilugios se mimetizaban de tal modo con el color y la luz del firmamento, que se hacían casi imperceptibles. Tan solo cuando se desplazaban, de manera siempre lenta y silenciosa, era posible percibirlos con cierta claridad.

En cuanto comprendimos que había alguien mirándonos desde el cielo, y supimos que estaban por todas partes, sobrevolando nuestras ciudades, nuestros bosques, desiertos y océanos, llegó el pánico. Alguna gente huía, aunque no había a dónde ir. Otros se escondían en sótanos, en los túneles del metro, pero ¿cuánto tiempo se puede aguantar bajo tierra sin desesperarse? En apenas un par de horas la muchedumbre vació supermercados que ya nadie vigilaba, y policías y ejércitos tomaron las calles para frenar el caos. Los aviones que se hallaban en el aire aterrizaron en el aeropuerto más cercano, y ningún avión civil volvió a despegar. El tráfico aéreo quedó detenido en todo el planeta, y miles de pasajeros extraviados lejos de su hogar. Las líneas telefónicas colapsaron.

No hubo una respuesta conjunta, sino varias, descoordinadas y precipitadas. Unos pocos países enviaron aviones militares a hacer exhibiciones de fuerza ante los artilugios, mientras el resto les exigían que no lo hicieran. Finalmente, coordinados por la ONU, unos cuantos gobiernos se pusieron de acuerdo para lanzar al firmamento un haz de luz que, encendiéndose y apagándose de manera rítmica según un código numérico, debía mostrar que los humanos éramos seres inteligentes y podíamos comunicarnos mediante el lenguaje universal de las matemáticas. Durante tres días, el planeta estuvo en vilo mientras un equipo de científicos lanzaban haces de luz, pero no hubo ningún tipo de respuesta por parte de aquellas cosas, que se quedaron completamente inmóviles, y tan mimetizadas con el firmamento que apenas se las veía.

El gobierno indio organizó otro intento. Durante una noche, ordenó apagar todas las luces del país, y en medio del silencio y la oscuridad, hizo sonar algunas melodías combinadas con luces de colores. Fue todo un espectáculo, que no solo demostraba inteligencia sino también sentido de la belleza, pero el éxito fue nulo. En Kenia, un grupo de artistas pintaron sobre la tierra de una enorme extensión de sabana dibujos que querían ser un mensaje de bienvenida y una propuesta de paz, e incluso dibujaron una pista de aterrizaje que nadie usó. En Brasil, representantes de diversas culturas indígenas organizaron una ceremonia conjunta e hicieron arder una hoguera en la que quemaron hierbas aromáticas, cuyo humo debía ascender a los cielos y transmitir mensajes olfativos a los visitantes. Fue en vano. En Arabia, un grupo de cetreros soltaron a sus halcones y los hicieron volar bajo aquellas cosas para llamar su atención. Pero no hubo respuesta.

A medida que los días pasaban y no éramos atacados, se extendió un cierto alivio que permitió recuperar un mínimo de orden. Pero que aquellas cosas no dieran señal de comprender los mensajes enviados, ni ofrecieran muestra alguna de reacción, nos mantenía en una tensa espera. Nos levantábamos cada mañana sin saber si iba a ser el fin del mundo tal como lo habíamos conocido. Nuestro futuro dependía de ellos, y su inacción nos desconcertaba. ¿A qué estaban esperando?

II

Un mes después, casi nos habíamos acostumbrado. Mientras los científicos buscaban sin cesar modos de comunicarse y los ejércitos vigilaban cada movimiento de aquellas cosas, la mayoría de la gente intentábamos llevar una vida relativamente normal. Al fin y al cabo, no podíamos pasarnos el día atemorizados y escondidos en algún rincón. Los hospitales tenían que atender a los enfermos, las farmacias debían estar abiertas, los agricultores tenían que cultivar alimentos, las tiendas necesitaban que los productos llegaran. No tuvimos otro remedio que retomar la vida cotidiana y asumir en ella la tensión de la espera. Nos volvimos más precavidos, todavía más pendientes del teléfono, más en contacto con los nuestros. Intercambiábamos consignas de qué hacer en caso de ataque. Almacenábamos comida y medicamentos en las despensas. Procurábamos no regresar tarde a casa. Al principio las actividades no imprescindibles cayeron en picado, pero con el paso de los días, mucha gente quería relajarse un rato en el cine o ir a nadar a la piscina, y volvieron a hacerlo. Algunos comenzaron a quedar para hablar de lo que sucedía, compartir sus temores, y conjurarlos con música y fiestas. Las ceremonias religiosas se celebraban por doquier.

A todos nos entraban dudas: ¿valía la pena seguir trabajando, continuar pagando la hipoteca, insistir a los niños para que hicieran los deberes? ¿Qué pasaba con nuestros planes de futuro, con los estudios comenzados, los proyectos profesionales, los ahorros para las vacaciones de verano? ¿Tenía sentido planificar algo más allá de la semana siguiente? Se dispararon las consultas a psicólogos, notarios, y la venta de armas. Alguna gente lo dejó todo, su casa, el trabajo, y se fueron a vivir a algún lugar remoto. Otros construían refugios. En algunos países donde había guerra se detuvo, porque los soldados abandonaron el frente y volvieron a sus casas. En otros, en cambio, la violencia se recrudeció.

III

Un año después, aquellas cosas formaban parte de nuestras vidas. Ni se marchaban, ni se comunicaban con nosotros, ni interactuaban de ningún modo. La mayor parte del tiempo permanecían quietas y prácticamente imperceptibles; tan solo de vez en cuando se desplazaban, siempre de manera lenta y silenciosa. Los científicos emplearon distintos métodos para intentar captar información de lo que sucedía en su interior, pero aquel material reflectante que los envolvía era infranqueable para la tecnología humana; y por ello mismo comenzamos a llamarlos espejos. Pero eran espejos sofisticados: la parte inferior, que era la que nosotros podíamos ver desde la superficie terrestre, no reflejaba lo que había bajo ellos, sino que imitaba el firmamento y se confundía con él. En realidad, la parte inferior reflejaba lo que había sobre ellos, y esa estrategia les permitía mimetizarse en el entorno. Lo único que los científicos pudieron comprobar, era que no habían alterado la composición de nuestra atmósfera.

Su presencia nos mantenía en vilo. Todo dependía de ellos, de que en algún momento decidieran actuar, intervenir de alguna manera en nuestro mundo. Pero mientras permanecían inactivos, ¿qué podíamos hacer, sino continuar viviendo?

Especulamos mucho acerca de si experimentarían el tiempo como nosotros y si quizás para ellos iría más rápido. Tal vez, lo que para nosotros había sido un año, para ellos eran minutos. También nos preguntamos qué hacían: ¿nos estaban estudiando? ¿Nos grababan? ¿Podrían vernos dentro de los edificios? ¿Y de noche? ¿Nos escucharían, entenderían nuestras lenguas? Las inteligencias que imaginábamos dentro de los artilugios, ¿eran seres vivos? ¿Cuántos alimentos se habían traído, para resistir tanto tiempo? ¿O serían robots?

IV

De repente, un día, actuaron. Al principio pensamos que llovía. Pero no era agua. Del cielo caían una especie de canicas recubiertas de espejo que parecían planear en el aire. Cuando las vi, estaba sentada en la azotea de casa con mis animales, dos perros y una gata. Mientras me levantaba asustada y llamaba a los animales para escondernos dentro, tres de aquellas cosas comenzaron a revolotear a su alrededor. Cogí a la gata en brazos y traté de hacer entrar a los perros, pero aquellas cosas no paraban de moverse en el aire ante nosotros, y los perros las seguían con la vista, las olfateaban, y trataban de darles con la pata. Uno de los perros ladró. No de forma amenazadora, sino con curiosidad. Ladró de nuevo. Y de uno de aquellos artilugios surgió en respuesta un ladrido. Mi perro respondió a su vez, encantado, y echó a correr tras aquella cosa por la terraza. El otro perro se sumó, y otra de aquellas cosas imitó su voz. Los cuatro comenzaron un juego de persecuciones por la azotea. La gata saltó de mis brazos, correteó tras los perros, y alzó la pata para darle a la tercera cosa que flotaba en el aire. Cuando mi gata maulló, la cosa le devolvió un maullido. Durante un buen rato, mis animales estuvieron divertidos con aquellos objetos que no dejaban de intercambiar sonidos con ellos. Los observé desconcertada. Los artilugios no se limitaban a reproducir los sonidos que captaban, a repetirlos como un eco, sino que parecían procesarlos y aprender a usarlos. Cuando uno de los perros ladraba, aquellas cosas no repetían exactamente el mismo sonido, sino que intentaban interactuar. Era como si estuvieran aprendiendo a comunicarse con mis perros. Y lo mismo hacía el artilugio que jugaba con mi gata, que incluso reproducía sus bostezos y vibraba al imitar sus ronroneos.

Cuando mis animales se cansaron de jugar y se echaron en el sofá de la azotea, las tres cosas se quedaron quietas en el aire sobre ellos, como si los observaran. Entonces yo me acerqué a ellas, muy despacio, y les hablé en voz baja y amable, pronunciando las palabras con claridad. No dieron muestras de percibirme. Les hice señas con las manos. Lo volví a intentar. Les hablé de los animales, de mí, de todos nosotros, de lo que estaba sucediendo. Les hice preguntas. No hubo la menor reacción. Respiré hondo, me tragué mi orgullo y ladré. Ladré otra vez. Imité el ladrido de cada uno de mis perros. “Venga, vamos, si habéis respondido a mis perros, ¿por qué no a mí?” Luego maullé. Mi gata se despertó, abrió un ojo y me miró con expresión de sorpresa. No funcionó.

En pocas horas, millones de vídeos circulaban por las redes sociales y llenaban las noticias. Aquella especie de canicas que flotaban en el aire reflejando la luz, cantaron a coro con los mirlos y los petirrojos de las calles arboladas de mi barrio y de muchas otras ciudades, y con los jilgueros enjaulados en los balcones. Repiquetearon con los pájaros carpinteros que viven en el parque. Visitaron a las cotorras argentinas que se habían instalado en las palmeras del centro, y que tantos dolores de cabeza habían dado a los expertos en gestión de fauna exótica, e intercambiaron con ellas toda suerte de ruidos escandalosos. En las granjas, repitieron los sonidos de gallinas, ocas y cerdos. En los prados mugieron con las vacas mientras jugaban con sus crías. En los mataderos, repitieron los gritos de dolor. Reprodujeron las voces de los caballos atados a los carros, de burros agotados bajo el peso de la carga, de bueyes exhaustos tras un largo día de trabajo, de elefantes encadenados para pasear turistas, de camellos amarrados durante horas bajo el sol del desierto, de ponis atrapados en carruseles para niños. Repitieron los sonidos de cada uno de los animales de los zoos y los acuarios, los circos y las hípicas. Repitieron los gemidos de los visones enjaulados en granjas peleteras, de los linces que mueren lentamente atrapados en lazos, de las crías de rinocerontes abatidos. Imitaron las voces de los zorros que se cuelan en las ciudades. Volaron con las grullas y los milanos en migración, con las urracas en las urbes y los arrendajos en los bosques. Se hicieron eco de las voces de los halcones atados por los cetreros. Se sumergieron con los salmones en las piscifactorías, con los cocodrilos en las granjas para hacer zapatos. Bucearon en ríos, lagos y mares, junto a peces, anfibios y cetáceos. Respondieron a las voces de las manadas salvajes de caribús, cebras y babuinos, las familias de hienas, gorilas y orcas. Cantaron con las ballenas. Imitaron los gruñidos de los desmanes, los chillidos de las garduñas, los chasquidos de las ardillas, los chirridos de las salamanquesas, el croar de las ranas en sus charcas, las voces de iguanas y tortugas que nadan en mares llenos de plásticos, incluso zumbaron con las abejas e imitaron a grillos y chicharras. Escucharon todas las voces, y les respondieron. Y al atardecer, se iluminaron ante las luces de las luciérnagas, volaron con los murciélagos, aullaron con los lobos, y respondieron a búhos, lechuzas y mochuelos. Aquellas cosas que no sabíamos cómo llamar escucharon las voces de todas las especies animales del planeta y las imitaron. Parecían estar aprendiendo a comunicarse con ellas.

Los humanos observamos confusos aquel intercambio. Por alguna razón, nuestras voces no parecían merecer respuesta. Esperamos que llegara nuestro turno, pero no llegó. Esperamos que después de todas y cada una de las especies nos tocaría a nosotros. Y sin embargo, no fue así. A lo largo de aquel día, muchos intentaron lo mismo que yo, imitar los sonidos de los animales, pero fue en vano. Comprobamos que eran capaces de articular palabras, porque cuando se acercaron a algunos loros, repetían con ellos “lorito bonito”, “dame más pipas” y las típicas tonterías que los dueños enseñan a sus loros, y lo hicieron en lenguas diversas. Pero cuando los propietarios se acercaban y trataban de hablar con los artilugios, éstos hacían caso omiso.

Aquel mismo día, diversos gobiernos emitieron grabaciones de sonidos de animales, y contrataron con urgencia a expertos en imitar sus voces, que se acercaron a aquella especie de canicas intentando comunicarse con ellas. Pero no hubo la menor reacción. Luego, al día siguiente, tras 24 horas con nosotros, las canicas se elevaron en el aire y regresaron a los artilugios que seguían presentes en nuestros cielos.

V

Comenzamos a pensar que ni nos veían ni nos oían. Pero, ¿cómo podían no vernos, si éramos tantos y hacíamos tantas cosas? ¿Cómo podían no oírnos, si teníamos tantas lenguas, música, literatura, filosofía, ciencia, matemáticas? Si desde el primer momento habíamos intentado comunicarnos con ellos, habíamos tomado la iniciativa y demostrado nuestra inteligencia. ¿De verdad no nos percibían? ¿Éramos transparentes para ellos?

¿Cómo podían no vernos, si nosotros regíamos el planeta? Teníamos tanto poder, que habíamos bautizado nuestra época como el Antropoceno. ¿No veían nuestras enormes construcciones, nuestras imponentes ciudades y poderosas obras de ingeniería? ¿No veían las presas en los ríos, los pozos de petróleo, las centrales nucleares?

¿Por qué prestaban atención a los animales, si ninguno empleaba un lenguaje racional, y desoían nuestras lenguas llenas de conceptos complejos? Los científicos se preguntaban en televisión si quizás aquellas cosas no eran tan inteligentes como habíamos supuesto, si tal vez eran muy básicos, y no nos comprendían porque nosotros éramos demasiado sofisticados para ellos. Pero si eran tan poco inteligentes, ¿cómo habían logrado aparecer en nuestros cielos y mantenerse allí?

El primer año de espera había sido un tiempo de incertidumbre, pero ahora continuar esperando se hacía más difícil. Si no nos veían, si no nos oían, si no iban a interactuar con nosotros, entonces, ¿qué iba a suceder? ¿Iban a tomar decisiones sobre el planeta sin tenernos en cuenta? ¿Estaba el futuro de la humanidad en manos de seres que no nos escuchaban?

VI

Una semana después, aquellas cosas volvieron a descender y a pasar un día entero escuchando e imitando las voces de los animales. Esta vez fueron grabadas a conciencia y estudiadas por los científicos, que no llegaron a ninguna conclusión especial, más allá de lo que todos podíamos ver y oír por nosotros mismos: que aquellas cosas estaban intentando aprender los lenguajes de los animales y comunicarse con ellos. Pero, ¿para qué? ¿Por qué? Algunos científicos intentaron atraparlas con todo tipo de mecanismos, pero se movían demasiado rápidas y parecían anticipar los movimientos de los artilugios con que pretendían cogerlas. Como aquellas cosas eran esféricas, estaban recubiertas de espejo y se dedicaban a reflejar e imitar, comenzamos a llamarlas lunas, a falta de un nombre mejor.

Cinco días después, las lunas regresaron de nuevo. Y repitieron a las dos semanas. No había una frecuencia fija, pero cada pocos días descendían, y pasaban una jornada entera interactuando con animales de todas las especies. Su presencia era inquietante y comenzó a resultar problemática.

A la cuarta vez que descendieron al matadero de mi ciudad, dos de los trabajadores sufrieron una crisis nerviosa. Uno decía que no podía trabajar con centenares de cosas que le observaban, y el otro estaba convencido de que aquellos intrusos eran espíritus malignos. La incomodidad se extendió y todos los trabajadores acabaron amotinados. Se negaban a trabajar si la empresa no les garantizaba que aquellas cosas no volvían.

Un camionero que transportaba crías de cerdos hacia una granja, detuvo el camión en un área de servicio y se negó a seguir: “No puedo conducir con todas esas cosas detrás de mí haciendo ruido todo el tiempo”.

Hubo que suspender la atracción turística de coches de caballos en mi ciudad, porque los conductores no podían garantizar la seguridad de los pasajeros ni del tráfico. Aquellas cosas distraían a los caballos, que estaban más pendientes de los sonidos que hacían, que no de seguir las órdenes del conductor.

Una lujosa cacería en honor de un importante político extranjero, con decenas de invitados y docenas de guardias de seguridad, fue también suspendida. Las lunas revoloteaban alrededor de los animales a abatir y alrededor de los perros; no solo hacían ruido al repetir las voces de los animales, sino que al reflejar la luz y no parar de moverse, molestaban enormemente a la vista. “Son un maldito incordio”, declaró un cazador, “peores que los mosquitos”.

Hubo motines en varios barcos en medio del océano que transportaban ganado. Los animales hacinados en cubierta hacían mucho ruido, que era repetido insistentemente por las lunas. Cuanto más escándalo hacían las lunas, más hacían los animales, y más aún hacían las lunas, en un círculo vicioso cada vez más ensordecedor. Los marineros decían que se estaban volviendo locos, y temían que aquellas cosas les hicieran naufragar. Varios barcos atracaron en el puerto más cercano, y no encontraron tripulaciones dispuestas a zarpar de nuevo.

En los laboratorios de experimentación, miles de lunas sobrevolaban las jaulas llenas de ratones, ratas, conejos, perros, gatos, cerdos, macacos o chimpancés. Algunas se colaban dentro de las jaulas, se dejaban olfatear, e incluso se posaban en las manos de los primates. Los experimentadores comenzaron a suspender sus estudios; afirmaban que aquellas cosas alteraban el comportamiento de los animales e invalidaban las investigaciones.

Las lunas entraban en los edificios por puertas, ventanas o cualquier ranura; recorrían pasillos, subían escaleras, bajaban a los sótanos en busca de los animales. Muchas instituciones reforzaron sus sistemas de seguridad, pero ellas se acababan escurriendo por los conductos de ventilación, o se colaban en las tuberías y salían por los desagües. Cada vez más negocios estaban desesperados con aquellas cosas que no paraban de entorpecer su trabajo.

En cambio, mis animales se encariñaron con sus tres visitantes. En cuanto las veían regresar, brincaban para saludarlas como si fueran viejas amigas, y cuando se marchaban, me dirigían miradas tristonas. A los perros y gatos de mis vecinos les sucedía lo mismo. En los centros de acogida de animales domésticos abandonados, en los santuarios de animales de granja rescatados, y en los refugios donde atendían fauna salvaje herida o enferma, se percataron de que las lunas hacían compañía a los animales, los animaban a jugar, a relacionarse unos con otros, y parecían tener un efecto positivo en su ánimo. Algunos biólogos se dedicaron a medir los niveles de estrés de los animales antes y después de las visitas, y constataron que, efectivamente, tenían un efecto relajante para ellos. Lo comprobaron también con algunos animales salvajes en libertad que estaban siendo estudiados por biólogos en sus ecosistemas. Así, algunos comenzamos a alegrarnos de las llegadas periódicas de las lunas, y nos sentimos por primera vez en mucho tiempo aliviados y reconfortados. Si aquellas cosas lograban que los animales se sintieran mejor, entonces no podían ser tan peligrosas y amenazadoras. Por muy extrañas que fueran, por mucho que no lográramos comprenderlas ni comunicarnos con ellas, parecían traernos algún tipo de beneficio. Pero quienes teníamos esa opinión éramos minoría.

La mayoría de actividades con animales se vieron entorpecidas, y en muchos sectores económicos creció el malestar y surgieron protestas cada vez más airadas. Ganaderos, carniceros, cazadores, taxidermistas, pescadores, pescateros, propietarios de zoos y circos, domadores, experimentadores, criadores de mascotas, peleteros, jinetes, toreros, cetreros, y todos los negocios basados en productos animales, exigieron a sus gobiernos que actuaran de inmediato. Hubo manifestaciones en las calles, pancartas gigantes extendidas en las azoteas para que se vieran desde arriba, huelgas y conflictos. El malestar social aumentó, y comenzamos a entrever una crisis económica de dimensiones catastróficas.

VII

Un grupo de científicos propusieron una idea desesperada. Si aquellas cosas solo iban a comunicarse con animales, entonces teníamos que conseguir que algunos animales fueran nuestros embajadores. Así que pidieron a los propietarios de loros que los cedieran, y requisaron cuantos encontraron en tiendas, zoos y circos. Se los llevaron a varios laboratorios repartidos por todo el mundo y les hicieron aprender de memoria mensajes breves y claros dirigidos a las lunas. “Por favor, hablad con los humanos” y “por favor, decidnos qué queréis” eran algunas de las frases, que les fueron enseñadas en multitud de lenguas. A mucha gente le pareció una solemne estupidez, y otros lo denunciaron como una forma de maltrato. Pero no había otras ideas mínimamente viables sobre la mesa, así que el proyecto siguió adelante. Cuando las lunas bajaron la vez siguiente, y revolotearon alrededor de los loros, se limitaron a repetir con ellos “por favor, hablad con los humanos” y “por favor, decidnos qué queréis”, mientras intercalaban “lorito bonito”, “ráscame más” y “a mí me gusta bailar”.

“El problema”, decía una bióloga en una tertulia televisiva, “es que no sabemos qué capacidades cognitivas tienen esas cosas, no sabemos qué entienden y qué no, o a qué velocidad aprenden. Su inteligencia parece radicalmente distinta de la nuestra. Necesitaríamos encontrar algo en común, pero por ahora no damos con ello.” A su lado, un ganadero de toros de lidia sostenía: “Lo único que saben hacer es estorbar. Nos impiden hacer nuestro trabajo. Se meten en nuestras vidas, lo desordenan todo y ni siquiera nos responden. ¿Quiénes se han creído que son? Tenemos que echarlos de una maldita vez. Nuestros gobiernos son unos inútiles; si no van a defendernos, seremos la gente quienes tendremos que resolver este asunto por la fuerza”.

VIII

En las semanas siguientes, los acontecimientos se precipitaron. Algunos negocios que usaban animales no tuvieron otro remedio que cerrar, y el cierre de unos provocó el de otros. Cada vez era más difícil encontrar productos de origen animal y sus precios se disparaban. Mucha gente se quedaba sin trabajo e inundaba las calles con sus protestas. El resentimiento crecía y a la mínima estallaban las trifulcas. Además, las granjas que cerraban no sabían qué hacer con los animales. En algunos casos los cedían a santuarios, pero eran tantos que se hacía imposible reubicarlos a todos. Algunos propietarios optaron por la solución más drástica, y gasearon miles de animales. Otros, en cambio, optaron por soltarlos en el campo y dejar que se asilvestraran, pese a las advertencias de los científicos por los daños que podían causar a la fauna autóctona o los previsibles destrozos si se acercaban a las ciudades. Algunas empresas poderosas intentaron hacer negocio con la situación, convirtiéndose en los únicos que usaban animales, pero tuvieron que acabar cerrando porque no encontraban suficientes trabajadores que aguantaran la presión.

El odio y la rabia se extendieron por amplios sectores; mucha gente se sentía desubicada y desesperanzada, hasta el punto de que una oleada de suicidios se expandió como una epidemia. Aumentaron las depresiones, el alcoholismo, la gente que deambulaba todo el día sin hacer nada y las peleas callejeras. Los gobiernos establecieron toques de queda rigurosos, y racionaron la comida y otros bienes de consumo.

A medida que la situación empeoraba y no se avistaba ningún remedio, algunos gobiernos tomaron la decisión de atacar a los espejos. Lanzaron contra ellos varios misiles desde distintos puntos del planeta, pero explotaban mucho antes de llegar a los artilugios. Hubo oleadas de violencia, y algunos países quebraron. Cada vez había más gobiernos que ya no podían garantizar el suministro de alimentos, la seguridad, o el funcionamiento de los servicios básicos. La gente dejó de ir a trabajar, dejó de respetar las leyes, pagar sus deudas y cumplir sus promesas. Habíamos construido nuestra civilización sobre la explotación de los animales, y cuando esa explotación se hizo inviable, los cimientos de nuestro modo de vida y de nuestra organización social se desmoronaron. Bastó con que aquellos visitantes escucharan a los animales, simplemente con que los escucharan, para que nuestra civilización se derrumbara.

Pasamos a vivir con muy poco, de maneras muy simples. Yo me trasladé a vivir al campo con mis animales. Volví al pueblo de mis abuelos, una aldea en la montaña donde ya no vivía nadie, rodeada de campos que ya no se cultivaban. El pueblo habitado más cercano estaba a media hora en bici. Cuatro amigas se vinieron conmigo y creamos nuestra pequeña comunidad. Para sentirnos más seguras nos procuramos pastores alemanes, mastines y escopetas. Aprendimos a cultivar un huerto y producir nuestra energía con placas solares. Logramos aprender las cosas básicas antes de que cayera internet. Cuando cayó, nos quedamos muy solas. Llegó un momento en que tan solo nos quedó la radio. Durante meses sentimos miedo y desesperanza. Hacíamos turnos para dormir. Vivíamos con las escopetas colgadas a la espalda.

Las lunas seguían descendiendo cada varios días. Cuando las veíamos, no podíamos dejar de culparlas por aquella situación tan difícil, y sin embargo, sus visitas eran de las pocas alegrías que teníamos. Los perros y gatos se pasaban el rato jugando con ellas, y verlos nos contagiaba su buen humor. También oíamos a los pájaros que vivían alrededor de la aldea intercambiando cantos con ellas, y escucharlos nos reconfortaba.

A medida que los suicidios y las muertes violentas aumentaban, la población de humanos decreció muy deprisa. En menos de un año, se redujo a la mitad. Luego dejó de haber recuentos oficiales.

IX

Durante tres años, reinó el caos. Había mucha violencia, y no solo física. Gobiernos y grandes empresas se disputaban el control de los recursos y el poder, pretendiendo sacar partido del desastre, pero en una sociedad que se desmoronaba, ya nadie obedecía sus leyes. Las reglas del juego que habían regido durante siglos ya no funcionaban, y gobiernos y empresas acabaron por caer también.

El calentamiento global traía veranos cada vez más tórridos, y desordenaba el régimen de lluvias. Aunque las emisiones de gases de efecto invernadero habían disminuido radicalmente, parecía que la catástrofe climática era ya imparable. Con la alteración de las temperaturas, algunas enfermedades tropicales se expandieron por buena parte del planeta. Una epidemia se cólera se extendió con rapidez por varios países, y con los sistemas sanitarios desmantelados, fue muy difícil combatirla. Por lo que oíamos en la radio, barrió ciudades enteras. Un par de centrales nucleares tuvieron fugas radioactivas, y detenerlas fue un esfuerzo que se cobró innumerables víctimas; alrededor quedaron miles de hectáreas contaminadas. En algunos países, el calor extremo propició incendios que quemaron durante meses, mientras que en otros, las inundaciones arrasaron pueblos y ciudades. Durante un tiempo pensamos que avanzábamos hacia el fin de la humanidad. Pero luego, poco a poco, la situación se estabilizó. Éramos muchos menos, vivíamos dispersos en comunidades pequeñas, y con aquella estructura, era difícil que un desastre acabara con todos nosotros.

En los conflictos violentos, la gente descubrió un truco: rodearse de animales. Si estabas en una zona insegura, lo más precavido era estar cerca de algún rebaño de ciervos, renos o vacas asilvestradas. Cuantos más animales, mejor. Las lunas seguían descendiendo cada varios días, y cuando aparecían, incluso los tipos más violentos se ponían nerviosos y se alejaban. Las lunas comenzaban a sobrevolar a los animales imitando sus voces, se movían sin cesar, y con su cobertura de espejo reflejaban la luz. Sus movimientos eran hipnóticos, y mucha gente les tenía pánico. Aquel truco salvó bastantes vidas. Nosotras llegamos a vivir con una veintena de perros. De hecho, nuestra comunidad se convirtió en una manada de perros que acogía a cinco humanas y un par de gatos.

X

Aunque la civilización ya era solo un recuerdo, la vida continuaba. Necesitábamos productos básicos, y no podíamos vivir para siempre de las sobras del mundo anterior, así que la gente seguía intentando producir los bienes necesarios. Y no hubo otro remedio que aprender a hacerlo sin usar animales. A mis amigas y a mí, nos sorprendía cuántos productos y actividades de nuestra vida anterior habían estado basados en animales, y por tanto teníamos que renunciar a ellos. Pero fuimos descubriendo, con la ayuda de otras gentes, que siempre había alternativas. Comenzaron a aparecer negocios artesanales que no usaban animales, vendían en mercados locales, y distribuían a los alrededores en bicicleta. Encontramos un taller que confeccionaba ropa de algodón a medida, y nos podíamos comprar unas pocas mudas al año. Nos reíamos al recordar cuánta ropa habíamos llegado a comprar y tirar en nuestra vida anterior.

Nosotras nos especializamos en elaborar conservas y confituras con los productos de nuestro huerto y venderlos en los mercados cercanos. Era un trabajo duro, más de lo que imaginamos al comenzar, y lo que ganábamos con las ventas era una cantidad irrisoria comparada con lo que habían sido nuestros sueldos, pero también descubrimos placeres sencillos que nos proporcionaban calma y alegría. Nos estábamos inventando una sociedad que era una mezcla de conocimientos del siglo XXI y una simplicidad y austeridad casi medievales. Con el paso del tiempo, algunas personas inteligentes y entusiastas lograron salvar lo más valioso: volvieron a reconstruir los servicios médicos, aunque con infraestructuras humildes; mantuvieron escuelas abiertas; lograron restaurar algunos servicios básicos, y sobre todo pacificar conflictos. Aprendimos a gestionar con eficacia las energías renovables y a convertir cada edificio en productor de su propia energía, pero también a consumir menos. A tener menos cosas y cuidarlas más. Antes cambiábamos de móvil cada año y de ordenador cada tres, y ahora simplemente los reparamos y duran décadas.

XI

De repente, comenzó a circular una idea. Al principio nos pareció extraña, y después nos resultó extraño que no se nos hubiera ocurrido antes. Aquellos artilugios parecían haber venido de muy lejos, llevaban ya varios años en los cielos de nuestro planeta, y todo cuanto habían hecho era observar a los animales, escuchar sus voces y tratar de entender sus lenguajes. ¿Por qué seguían haciéndolo, una vez tras otra? ¿Qué interés tenían en ello? Quizás si lográbamos comprender qué les hacía volver una y otra vez a escucharlos, sabríamos finalmente por qué seguían allí, por qué no se marchaban de vuelta.

Así, comenzamos a imitar lo que hacían las lunas. Comenzamos a observar con atención a los animales y escuchar sus voces. Tanto a los salvajes que encontrábamos en entornos naturales, como a los domésticos que convivían con nosotros, como a los asilvestrados fruto de las sueltas masivas. Comenzamos a observar su comportamiento y tratar de entenderlo. Siempre había habido gente que lo hacía, en todas las épocas y culturas. Siempre había habido naturalistas, birdwatchers, gente que dibujaba o fotografiaba animales; siempre había habido animalistas que los defendían, y ecologistas que protegían especies y ecosistemas, pero eran minorías, consideradas extravagantes por el resto de la sociedad. En nuestra civilización había habido tantísimas cosas fascinantes para hacer, que nos parecía anticuado y aburrido que alguien pasara el rato mirando bichos.

Yo nunca había sabido mucho de ellos, más allá de mis perros y gatos. En una casa de la aldea encontramos guías de fauna local y manuales de biología, que nos empollamos, y gracias a unas libretas que se acumulaban en el sótano de una vieja papelería, nos hicimos cuadernos de campo. Comenzamos a emprender rutas por los alrededores, a identificar las especies de animales que vivían por allí, y también a reconocer a algunos individuos y ponerles nombre. Comenzamos a aprender sobre sus vidas, su comportamiento, a entender cómo interactuaban unas especies con otras y con su entorno, a apreciarlos y admirarlos. Entonces entendí que aquellos artilugios venidos de otro mundo se hubieran fascinado con ellos, porque cada especie y cada individuo eran realmente admirables. Cada especie tenía una forma de vivir diferente, y explorarla era un viaje inacabable, en el que aprendíamos sobre la inteligencia, la comunicación, la empatía, la alegría, el afecto, la amistad, la lealtad, la compasión, la generosidad, la ira, el miedo, la soledad, la tristeza, la muerte, la añoranza. Hasta la más pequeña de las criaturas tenía una forma de vida apasionante, que se entrelazaba con las formas de vida de las demás y con los procesos naturales como si conformaran una sociedad magníficamente organizada. Y cada individuo particular era un tesoro, que albergaba el misterio de la personalidad, del yo, de las infinitas maneras de estar en el mundo. Poco a poco se convirtieron en nuestra pasión y llenaron nuestros días. Comprendimos que observar animales y la naturaleza era, sencillamente, admirar la vida. Entendimos que alguien pudiera viajar desde los confines del universo tan solo para contemplar la riqueza de la Tierra.

El conocimiento nos hizo más sensibles, y comenzamos a ayudar a animales heridos o enfermos lo mejor que supimos, usando libros de veterinaria y medicamentos que encontramos en una clínica abandonada. Instalamos bebederos alrededor de la aldea. Los animales nos dieron alegrías, nos enseñaron muchísimas cosas, nos hicieron pensar, nos prestaron compañía y nos regalaron belleza. Eran nuestros vecinos, nuestra comunidad. Con ellos dejamos de sentirnos solas. Por radio, hablábamos con gente que estaba haciendo lo mismo. Aprendíamos unos de otros. También comenzamos a observar de un modo nuevo a nuestros perros y gatos, a entender mejor la personalidad de cada uno. Comprendimos que no siempre habíamos sabido tratarlos bien, e intentamos remediarlo. Aprendimos a escucharles.

Comenzaron a gestarse proyectos para reintroducir especies que se habían extinguido en algunos ecosistemas. Otros procuraban retirar elementos peligrosos, por ejemplo destruyendo infraestructuras que interrumpían sus territorios, limpiando zonas contaminadas, retirando basuras. Otros simplemente les procuraban alimento y atención veterinaria.

Entre el descenso de la población y la actividad humana, y la ayuda de alguna gente, la vida animal resurgió con fuerza en el planeta. Algunas especies que estaban en riesgo de extinción pudieron ser salvadas. Otras especies que habían sufrido siglos de maltrato, recuperaron su libertad, pues muchos ejemplares de animales domésticos se asilvestraron. Al principio hubo un caos considerable, porque algunos animales asilvestrados se instalaban en ecosistemas que no eran los suyos, y eso generó todo tipo de problemas, que se añadían a las alteraciones provocadas por la catástrofe climática. Pero algunas personas organizaron traslados de animales de unos ecosistemas a otros, y la naturaleza fue encontrando sus equilibrios.

XII

Ahora hace ya décadas que los espejos llegaron, y siguen todavía en nuestros cielos. Las lunas continúan bajando a escuchar a los animales. Pero todo ha cambiado. Ahora, también nosotros escuchamos a los demás animales.

Los biólogos han estudiado con detenimiento la inteligencia, las emociones, el lenguaje, las capacidades, las formas de vida de muchas especies, y compartido con el resto de la sociedad estudios fabulosos. También han estudiado la variabilidad de personalidades en cada especie, y seguido muchas historias individuales. Cuando logramos recuperar internet de nuevo y pudimos volver a conectar nuestros viejos ordenadores, la red se llenó de estudios sobre animales, y también sobre plantas, microorganismos, sobre cada ecosistema, y en general sobre la naturaleza. Más allá de los científicos, mucha otra gente se han convertido en naturalistas aficionados y han acumulado multitud de observaciones. Ahora sabemos mucho más sobre las criaturas con las que compartimos el planeta, de lo que nunca habíamos sabido antes. También tenemos estudios sobre los animales domésticos que se han asilvestrado e ido recuperando comportamientos salvajes aún mezclados con comportamientos adquiridos durante la domesticación. Eso ha propiciado discusiones sobre si la domesticación fue un completo error o hubo en ella elementos positivos, y en general, muchas discusiones sobre cómo debemos relacionarnos con los demás animales. Todavía no lo tenemos claro. Aún nos falta mucho por aprender.

También nos hemos hecho conscientes de cuántas heridas tiene la naturaleza por nuestra culpa; ahora entendemos los efectos terribles de la contaminación, la deforestación, y el agotamiento de los acuíferos y del suelo. En algunas zonas aún hay minas antipersona de guerras pasadas, residuos nucleares y vertederos de productos tóxicos. Los mares están todavía llenos de plásticos. Nos quedan muchos problemas por resolver. También debemos aprender a organizarnos entre nosotros. Vamos a tener que construir una sociedad nueva, e inventar reglas de convivencia que aún no sabemos cuáles serán. Pero el futuro comienza a resultar prometedor.

I

El día que aparecieron había tormenta, el cielo estaba encapotado, y nos pareció ver entre las nubes oscuras unos extraños reflejos. Al principio creímos que era algún efecto óptico. Fue la luz de un relámpago la que nos alertó, porque lo vimos repetido por todo el firmamento, como si las nubes escondieran miles de espejos. La gente se paraba en las calles y se asomaba a las ventanas. Un nuevo relámpago nos permitió volver a ver aquella imagen insólita.