Hace más de 100 millones de años, las rocas que actualmente constituyen las cumbres, laderas y valles que forman la cordillera del Himalaya yacían bajo el mar de Tethys, el océano que separaba las masas continentales de Gondwana (India, África y Arabia) y Laurasia (Europa y Asia). El movimiento gradual de las placas tectónicas sobre las que descansaban esos dos supercontinentes provocó un choque que dobló, quebró y elevó la corteza terrestre dando lugar a la meseta del Tíbet y a la cadena montañosa más alta del planeta. Sabemos que fue así, que el Himalaya surgió de las profundidades de ese mar porque sus montañas están sembradas de fósiles marinos: moluscos bivalvos, corales, erizos, ammonites, etc. Por otra parte, la ruptura violenta de la corteza provocó el afloramiento de coladas de magma incandescente que al solidificarse y exponerse a los elementos, la atmósfera y la acción de los glaciares dieron origen a innumerables paredes, aristas, agujas, diedros y picos de granito que parecen esculpidos por los dioses porque su escala, su arquitectura y dimensiones son muy superiores a las del resto de montañas terrestres.
Los acontecimientos que rodean el nacimiento y la historia geológica del Himalaya son tan extraordinarios o prodigiosos como la energía religiosa y la serenidad que desprenden sus nieves perpetuas. De hecho, es posible que los dos aspectos estén más relacionados de lo que imaginamos y que su poder telúrico o su atractivo espiritual proceda o sea una consecuencia de sus formidables características físicas. En cualquier caso, la fuerza, la intensidad o la magia que irradia es tan fuerte que, desde tiempo inmemorial, sus picos, ríos, cavernas, bosques, manantiales y lagos han sido convertidos en la residencia habitual de numerosos dioses, profetas, yogis, místicos, númenes y genios así como en fuente de inspiración para los seguidores de las religiones más populares de esta parte del mundo. La prueba la hallamos en los centenares y centenares de templos de toda índole que se localizan en Nepal, Tíbet, Bhután y los estados o territorios indios de Uttarakhand, Himachal, Jammu – Kashmir, Ladakh, Sikkim o Uttar para rendirles homenaje y recordar su presencia o sus prodigios.
Ejemplos hay muchos, muchísimos, pero si tuviéramos que decidirnos por uno de esos lugares, elegiríamos el más elocuente y poderoso, el de la montaña de 6.638 metros que se levanta en la meseta del Tíbet, a escasa distancia de los lagos Manasarovar (Mapham) y Rakshas, y que recibe el nombre de Kailash o Kang Rimpoche. Su santidad no solamente es incuestionable por las decenas de miles de peregrinos que atrae cada año sino que, además, es ecuménica porque es reconocida e idolatrada tanto por hindúes como por budistas, bon y jainistas. Que es un lugar sagrado, extraordinariamente sagrado, es algo bien sabido, lo que no lo es tanto es que la tradición hindú y, más concretamente, uno de los 18 puranas, el Shivapurana, reconoce la existencia no de uno sino de cinco (panch) picos llamados del mismo modo. Los cuatro avatares restantes están distribuidos estratégicamente a lo largo de las estribaciones meridionales de la cordillera, en los estados de Himachal (3) y Uttarakhand (1). La función de los cinco siempre es la misma: representar a Shiva y a su esposa o, en su defecto, servirles de sede, trono y morada terrestre.
El más popular y frecuentado de todos ellos, el Kinnaur Kailash, se localiza en la margen izquierda del río Sutlej y relativamente cerca de Simla, la capital veraniega de Himachal Pradesh, y de la frontera tibetana. Los peregrinos que acuden todos los años a presentar sus respetos a esta mole de 6.050 metros lo hacen porque aseguran que Shiva y su consorte Parvati residen aquí, aunque lo hagan en viviendas separadas. El primero, en el pilar de granito (shivalinga) que corona una cresta; la segunda, en una pequeña depresión cubierta por agua de deshielo.
El Manimahesh o Chamba Kailash (5.653 m.) forma parte del Pir Panjal, el sistema montañoso que rodea Cachemira, y se levanta sobre el lago del mismo nombre, a escasa distancia de las cabeceras del Chenab, Ravi y Beas, tres de los cinco ríos que riegan el Punjab. Su cumbre jamás ha sido hollada pero, durante los meses veraniegos, sus laderas reciben la visita de miles de hindúes devotos. No muy lejos, al suroeste del anterior, en el distrito de Kulu, se encuentra el Shrikhand Mahadev Kailash (5.227 m.), el más modesto y accesible de los cinco.
Finalmente, el Adi, Chota o Baba Kailash (5.925 m.) forma parte de Uttarakhand y está enclavado en los confines de la India, a un paso del Tíbet y a otro de Nepal, muy cerca de la ruta que algunos yatri hindúes utilizaban para atravesar la frontera camino del lago Manasarovar. Su aspecto se asemeja bastante al del Kailash genuino, tanto por su silueta piramidal como por las secciones transversales y las nieves perpetuas que lo envuelven. La única ascensión en su haber se produjo el 8 de octubre de 2004 y fue protagonizada por un equipo formado por siete británicos, entre los que figuraban Tim Woodward y Jack Pearse, y un norteamericano. La ruta que siguieron fue la de la arista suroccidental y, al parecer, los ocho se detuvieron a escasos metros de la cima para evitar la furia de Shiva y la de sus devotos seguidores.