Ayer por la mañana, mi compañero Horia Colibasanu y yo escalamos durante un montón de horas antes de tocar por fin la inmensa pared sur del Annapurna. Fue uno de los días más duros y tensos que puedo recordar, subiendo sin parar durante casi once horas, rodeados en todo momento por paredes difíciles de medir a simple vista y sabiendo que de nuestras decisiones hoy dependerán muchas cosas en un futuro cercano. Las dimensiones nos engañan sin parar. Diez días de nevadas constantes y una mala gripe, en mi caso, nos habían dejado atrapados sin mucha salida en nuestro campo base. El catarro no ha supuesto mayor problema y lo he curado como buenamente he podido, pero las nevadas han dejado el glaciar repleto, y el trabajo es agotador. Nos hemos sentido pioneros, decidiendo cómo y por dónde pasar. Por la mañana el frío te paraliza y, sólo unas horas después, apenas podemos soportar los 50 grados de temperatura de este horno. Nos cocemos vivos, nosotros y nuestros sueños.
Por otra parte, ya han llegado los rusos con los que compartimos jugada y destino, aunque dentro de una cierta independencia que pretende ser mutua. Vienen ocho de ellos, concretamente, con el mismo aspecto duro y austero de siempre, aunque ya no nos impresionan tanto como antes porque nos conocemos bastante y sabemos que bajo tanta fachada tienen un corazón como cualquiera. Han tenido sus dudas acerca de dónde instalar el campo base, pero al final se quedan donde estamos nosotros. Entre nuestros camaradas encontramos viejos amigos como Sergey Bogomolov y Alexei Bolotov. El primero de ellos ha subido a tantos ochomiles como yo, 12, más que nadie en Rusia. Le faltan el Annapurna y el K2 para completar su “colección”. Alexei es, por su parte, uno de los mejores himalayistas del mundo, y ha escalado vías nuevas en el Lhotse, el K2 y el Jannu, además de un par de veces el Everest. Entre los demás hay de todo, claro, aunque hay una pareja que no habla mucho pero cuando se ríen te entran ganas de echar a correr, con esos lindos piños de oro... Tiembla Annapurna.
Hablando de rusos, tenía yo un amigo que había nacido en aquél país, aunque vivía en Kazajistán. Se llamaba Anatoli Boukreev y era sin duda el mejor escalador del Himalaya de su generación. Anatoli fue, junto con mi añorada amiga Miriam García Pascual, la persona que más me ha influido en mi manera de ver el mundo y decidir qué rayos hacer con esta vida que nos ha tocado. Su última expedición se desarrolló aquí, en el Annapurna, y su vida acabó en una avalancha el día de Navidad de 1.997. Había escalado 21 ochomiles seguidos sin fallar nunca, y en sólo 8 años. Boukreev me había invitado a unirme a su última expedición, y tuve serias dudas antes de declinar la oferta. Tras su muerte, su novia me hizo llegar un pequeño espejo metálico que Anatoli tenía entre sus pertenencias entonces, y que yo todavía conservo y utilizo con honor en todas mis expediciones.
Su espíritu de hombre bueno ronda sin duda estos lugares mágicos, y de vez en cuando me aconseja y anima. Apenas a cincuenta metros de mi tienda se halla el memorial budista que honra su memoria, y en una placa en la piedra pueden leerse algunos datos biográficos y la siguiente frase; “Las montañas no son estadios donde satisfacer nuestra ambición deportiva, sino catedrales donde practicar nuestra religión”. Y yo no podría estar más de acuerdo. Hay gente que vive 39 años y es eterna, y cuánto nos alegramos de que se hubieran cruzado en nuestro camino. Te echamos de menos, Toli, y seguimos mirándonos en tu espejo. A veces me paseo por el memorial, y entonces es tan difícil reprimir alguna lágrima…
Columna publicada en el número 52 de Campobase (Junio 2008).