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El día que Pepe López salió a hombros del Heliodoro

ACAN

Santa Cruz de Tenerife —

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“La gloria es un veneno que hay que tomar en pequeñas dosis”, dijo Honoré de Balzac. El novelista francés no supo nunca lo que sufrió José López Gómez (1924-2013) como presidente del Tenerife. Primero, un lustro de incomprensión, críticas y desplantes. Luego, seis años de encierros, burlas e insultos. Hasta que llegó aquel domingo, aquel 15 de mayo de 1983. Y entonces Pepe López se envenenó de gloria. Se la bebió toda, hasta la última gota. Salió al césped y lo sacaron a hombros. Se fue a la plaza de la Paz y lo bañaron. Recorrió Santa Cruz subido en la carroza de la Peña Salamanca y lo vitorearon. Acudió a la plaza de La Candelaria y cumplió su promesa: la atravesó entera, de rodillas. Allí estaba, ante la virgen, ante la Patrona de Canarias, de rodillas, avanzando lentamente, con la felicidad en el rostro al principio y con lágrimas en los ojos al final. Lloraba de alegría, pero también de dolor. En realidad, allí le veían todos. Pero no estaba allí, no estaba en este mundo. Estaba en la gloria.

Pero no se preocupe, señor Balzac, porque la gloria es el único veneno que no mata. Ese mismo día, ese bendito domingo, miles y miles de tinerfeños se volvieron a sentir orgullosos de su equipo. Casi veinte mil se apiñaron como pudieron en el vetusto Heliodoro, donde apenas cabía quince mil espectadores. Hasta en el techo de la grada de Tribuna, que se caía a trozos, había unas decenas de espectadores. La afición dejó once millones de pesetas en las taquillas en el día elegido. Era “el día feliz que está llegando”, que diría Silvio Rodríguez. El esperado durante un lustro para festejar un ascenso que al final no vino a través del transistor, de aquel Burgos-Bilbao Athletic que podía dejar al Tenerife en Segunda División sin más espera. Había que ganarlo en el césped. Bastaba un punto y, a lo largo del curso, el Tenerife sólo había perdido un partido como local. Y había ganado quince. La mayoría, de paliza. Nada podía fallar... y nada falló.

José Ramón Fuertes, el 'Terremoto' Fuertes, sacó lo mejor que tenía: Aguirreoa; Mini, Manolo, Paco Irsuta; Alberto (Sanpedro, 69’), David, Noly; Lasasosa, Rubén Cano y Masqué (Chalo, 85’). Bastaba un empate, sí, pero a los veinte minutos el Tenerife ya ganaba. Sacó un córner Noly e Irusta clavó el balón en la red con un cabezazo imponente. Diez minutos después se repitió la acción: sacó un córner Noly y David clavó el balón en la red. Y antes del descanso llegó el 3-0. Lo marcó Rubén Cano, aspecto desgarbado, medías caídas, al empujar un centro de Alberto. Ya estaba hecho. ¿Por qué esperar 45 minutos más si ya habían esperado doce años desde el anterior ascenso? Pues para ver a Masqué hacer el 4-0 a veinte minutos del final al resolver un barullo. O para gritar el 5-0 con David Amaral, autor en ese campeonato de 15 goles y que esa tarde rompió la red con su disparo. O para celebrar, por fin, el gol de Lasaosa, pichichi de la categoría con 23 tantos y que esa tarde festiva, atenazado por los nervios, sólo fue capaz de marcar, de penalti, el 6-0 definitivo.

Y al final, para emborracharse de gloria.

(*) Capítulo del libro ‘El CD Tenerife en 366 historias. Relatos de un siglo’, del que son autores los periodistas Juan Galarza y Luis Padilla, publicado por AyB Editorial.