Siempre ha habido cosas que no dependen de cuánto nos esforcemos ni de cuánto pensamiento positivo seamos capaces de tolerar. Somos los protagonistas de nuestras vidas, pero hay multitud de factores susceptibles de inclinar la balanza hacia un lado o hacia el otro: están los demás actores y están esos imprevistos a los que llamamos suerte. Sin embargo, sentimos que la capacidad de controlar nuestra existencia es cada vez más limitada. Ni los científicos ni los vulcanólogos ni nuestros jefes son capaces de decirnos cuánto contagiará la nueva variante del coronavirus, qué día se apagará el volcán de Cumbre Vieja o si tendremos trabajo el año que viene. Y eso no siempre ha sido así, ¿o sí?
En 2010 yo sabía que la crisis que arreciaba podía sepultarme en las listas de empleo, pero aun así me atreví a dejar mi trabajo y a mudarme de ciudad porque, además de acabar de romper con mi novio, tenía 11 años menos y más de eso que hoy llaman resiliencia, y ni Whatsapp ni Twitter habían colonizado mi teléfono. Era periodista, pero no adicta a la información. Ya me había dado cuenta, hacía mucho, de que el cáncer podía arrebatarles el padre a unos niños de cinco y nueve años, o de que un médico podía estar en el lugar adecuado el día oportuno y evitar que tu madre fuera parte de esas estadísticas que dicen que la mayoría de quienes sufren un aneurisma cerebral no lo cuentan. Pero disponía de la suficiente confianza como para dar por hecho que, a pesar del azar, saldría adelante. Y, si no, valía la pena intentarlo. No estaba preparada, en cambio, para asumir que una pandemia podía encerrarme en casa durante meses o que vería en directo el nacimiento de un volcán. Aunque ambos acontecimientos se hubieran repetido a lo largo de la historia.
Ensanchar los límites de la incertidumbre -dar por hecho que no sabemos qué ocurrirá cuándo nos despertemos- ha adulterado el equilibrio entre el carpe diem y la prudencia. A pesar de que nos encontremos en la época en la que más y mejor información tenemos, a pesar de que la esperanza de vida haya crecido de forma constante durante las últimas décadas, a pesar de que hayamos ampliado nuestro círculo moral y cada vez abarque a más y más personas de lugares remotos y a pesar de que el cáncer hoy mate menos que hace diez, veinte o treinta años, el futuro parece más sombrío e impredecible que nunca. Sobrevivimos en una situación de alerta permanente y de hipersensibilidad y eso ha provocado que muchas veces, prácticamente a diario, todos nos sintamos como potenciales víctimas. De algo. De lo que sea. De la vida.
La escritora Maggie O´Farrell escribió en 2010 Sigo aquí (Libros del Asteroide), un libro autobiográfico en el que relata sus 17 roces con la muerte: episodios que le han sucedido a lo largo de los años y que pudieron acabar con su vida. Un parto, una enfermedad infantil, una excursión. “El haber estado tan cerca de la muerte de pequeña y volver de nuevo a la vida me proporcionó durante mucho tiempo una osadía, una actitud desdeñosa e incluso demencial frente al riesgo. Ahora veo que podía haber sucedido lo contrario: podía haberme convertido en una persona impedida por el miedo, coja por precaución. Sin embargo, salté desde el muro del puerto. Me fui a pasear sola por las montañas, sola viajé por Europa en trenes nocturnos y llegué a ciudades grandes en plena noche sin tener dónde dormir. Recorrí alegremente en bicicleta una ruta que se ha ganado el título de carretera más peligrosa de Sudamérica, una pista vertiginosa que se desmorona, un sendero erosionado y empinado, cortado a tajos en una gran montaña, en cuyo margen proliferan los homenajes a los que cayeron por el precipicio y encontraron allí la muerte. Crucé lagos helados. Me bañé en aguas peligrosas, metafórica y literalmente hablando. No es que no concediera valor a la existencia, sino que tenía un deseo insaciable de abrazar todo lo que la vida pudiera ofrecerme. Haber estado a punto de morir a los ocho años me hizo tomarme la muerte con optimismo”.
La actitud de la escritora norirlandesa podría parecer romántica, pero para mí es extremadamente juiciosa. Cuando todo va mal, cuando querríamos sucumbir a la corriente, cuando menos certezas nos acompañan, ella se mantiene lo suficientemente imperturbable como para exprimir más la vida que tantas veces ha estado a punto de perder. Ojalá que de estos tiempos de tanta inestabilidad y tanto ejercicio de equilibrista me quede un poquito del raciocinio de O´Farrell.