De amnistías y referéndums

Los referéndums para consultar a la ciudadanía sobre el estatus de una determinada comunidad nacional con respecto a la entidad supranacional en la que se inserta no son infrecuentes. Los ha habido en el pasado y, con toda seguridad, los seguirá habiendo en el futuro. En Québec tuvieron lugar en 1980 y 1995 y fueron alegales, que no ilegales. La opción independentista perdió en ambas ocasiones por escaso margen y no hubo en ningún caso consecuencias legales.  Tampoco las hubo en el referéndum escocés de 2014, que además contaba con el beneplácito de Westminster. También fue derrotado el independentismo y no hubo, por supuesto, represalia de ningún tipo. 

Puerto Rico ha realizado desde 1967 hasta seis referéndums o consultas no vinculantes para decidir acerca de su estatus con respecto a los Estados Unidos. Las opciones disponibles han basculado entre la independencia, el Estado Libre Asociado (ELA) y la estadidad, es decir, ser incluido como un estado más de la Unión. Tradicionalmente ha sido esta última opción la vencedora, sobre todo en 2017, cuando el apoyo a la conversión de Puerto Rico en un nuevo estado concitó el 97’13% de los apoyos, si bien es verdad que la participación fue la más baja en toda la historia de estos referéndums. Sólo votaron un 23’23% de los puertorriqueños, lo cual plantea dudas razonables acerca de la representatividad del resultado. 

La declaración de independencia de Kosovo en 2008 se sostenía no solo en una mayoría parlamentaria inapelable –109 de sus 120 diputados votaron a favor– sino en el precedente del referéndum de 1991, en el cual participaron un 87% de las personas llamadas a votar. Un 99% de los votantes expresaron su apoyo a que Kosovo se independizara de Serbia. En tres votaciones (1974, 1976 y 2009) ha podido la ciudadanía de Mayotte ratificar su voluntad de continuar ligada a la República Francesa y no seguir el camino del resto del archipiélago de las Comores, estado independiente desde 1974. Hasta en tres ocasiones (2018, 2020 y 2021) han rechazado los habitantes de Nueva Caledonia la independencia de su archipiélago con respecto a Francia, adquiriendo el estatus de colectividad de ultramar. 

No quiero continuar con la larga lista de ejemplos acerca de cómo las sociedades pueden expresar de manera pacífica y democrática su voluntad de permanencia, abandono o cambio de estatus. Esa debe ser la normalidad y no la que llevamos viviendo en el Estado español desde que el procés catalán se convirtió en la práctica en una vía unilateral hacia la independencia sin contar ni con una mayoría parlamentaria amplia ni con un refrendo popular suficiente para un proyecto que debe concitar apoyos amplios que permitan avanzar hacia otro modelo distinto del actual. 

El Estado español no fue precisamente un ejemplo de escrupulosidad democrática en el tratamiento del referéndum del 1 de octubre en Cataluña. Las imágenes de las cargas policiales contra la parte de la ciudadanía catalana que insistía en votar en aquella oportunidad dieron la vuelta al mundo. El nacionalismo español alentó la crispación y la catalanofobia abortando lo que probablemente no hubiera sido más que una votación con participación claramente insuficiente como para la de poner en marcha un proceso de independencia de ningún tipo. 

Se impone pasar página pero ante habrá que aprender unas cuantas lecciones. No existe en la sociedad catalana un consenso mayoritario a favor de la independencia que permita una vía unilateral. Ésta debe ser desechada de manera explícita por quien debe y puede hacerlo. El Gobierno español, el futuro gobierno presidido por Pedro Sánchez, debe comprometerse a realizar una consulta en la que la sociedad catalana pueda expresar su voluntad de independizarse, continuar con el modelo actual o una tercera vía que una mayoría suficiente del Parlament debe acordar en un plazo no demasiado lejano. 

Cataluña debe poder votar qué quiere ser de mayor: una nacionalidad con amplia autonomía como en la actualidad, algún tipo de estatus que conserve lazos con el Estado español incrementando tanto como sea posible su autogobierno o convertirse en un país independiente. Esta última opción, de ser vencedora, algo poco probable, obligaría a arbitrar condiciones mediante las cuales podrán articularse dicho mandato popular. Exigiría reformar el Estado español tal y como lo conocemos y avanzar hacia un modelo de libre adhesión donde las partes actuales decidan democráticamente qué papel se quiere jugar, qué se quiere compartir o no en un hipotético modelo reformado de inspiración confederal. Una victoria poco clara de la continuidad del modelo actual contribuiría a que el problema se enquistara durante años pues siempre habría una parte nada despreciable de la sociedad catalana que querría ir más allá. Algo se debe mover para acertar con un estatus que concite apoyos superiores a la opción de la independencia o la autonomía. 

Finalmente, en Canarias debemos tomarnos el debate territorial con bastante más intensidad, que no dramatismo, de lo que demuestra nuestra clase política en estos días. Las intervenciones que hemos leído hasta ahora son francamente decepcionantes. El autonomismo canario de CC y NC, siempre tan conservador, da palos de ciego y deja ver, de manera indisimulada, su incapacidad de poner encima de la mesa un modelo mínimamente creíble que pueda ser compartido por la mayoría de la sociedad canaria y represente un paso más allá de lo que ahora mismo tenemos. Lo mismo resucitan el ELA que mentan un Estado federal asimétrico –que conlleva una Constitución propia, un(a) Primer(a) Ministro(a), etc.– poco creíble si examinamos con detalle su escasa inclinación a otra cosa que no sea quedarnos como estamos. Cuando la política, la ideología, saltan por la ventana, por la puerta entra el culto a la gestión, como si los demás no fueran capaces de gestionar. 

Deseo que en el debate acerca de la amnistía en Cataluña los canaristas autonomistas de CC y NC se sitúen del lado de la resolución del problema, es decir, a favor de hacer de la misma un instrumento para el avance en un cierre sensato y democráticamente acordado de los peores aspectos del procés. Si se pronuncian en contra de la misma y de cualquier posibilidad de que la sociedad catalana vote acerca del estatus que quiere tener o, como ya sucediera cuando la aplicación del 155 en Cataluña, se ponen de perfil, acabarán por convertirse en un serio obstáculo para que en Canarias se pueda articular una propuesta mínimamente creíble de profundización en nuestro autogobierno. Ser un demócrata convencido hoy, en la Canarias del siglo XXI, significa, como dijera el poeta, saber que no vale “pasar de largo, no saber nada, hacer la vista gorda a lo que pasa, guardar la sed de estrellas bajo llave.”