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Avalancha

Es la que se está produciendo desde que el domingo por la noche un atónito Rajoy se trabucaba en el discurso más difícil de su vida.

Avalancha de poderes fácticos, tertulianos conservadores o simplemente a sueldo de TVE y sus confluencias, de “padres fundadores” de Ciudadanos, barones y dirigentes históricos del PSOE, dando por sentado que debe gobernar el PP y por inapelable, pues ha subido 14 escaños. 7.906.185 votos, 14 escaños y el 33,03% son los únicos e inapelables datos. Y el único marco de comparación, las fallidas elecciones de diciembre pasado.

Nadie puede osar (y que ni se atreva) a comparar los resultados del PP en estas elecciones con, por ejemplo, los obtenidos por las otras candidaturas. Y mucho menos, con los de las elecciones de 2011. Porque la historia comienza el 20-D y termina el 26-J. Fin de la cita.

Reconozco que si yo fuera dirigente de un partido (como el PSOE o Podemos, por ejemplo) y me estuviera planteando meramente cómo lograr ganar unas próximas elecciones y asaltar el cielo del Gobierno -a ser posible en solitario, para evitar alianzas más o menos incómodas-, cómo sorpasear o cómo afianzar liderazgos maltrechos, estaría tentado a dar por bueno que el PP gobierne y ya está; es decir, aceptar el veredicto de los poderes establecidos.

Total, al próximo Gobierno le va a volver a tocar los recortes que Rajoy prometió por carta a Junker. Y si fuera un Gobierno progresista o de cambio, o -para entendernos- que pusiera al PP en la oposición, corre el riesgo de un desgaste temprano.

Estoy convencido de que vivimos el ocaso de la soberanía, en los pocos países en que ese concepto tuvo alguna vez existencia real. Y, con ese ocaso, el de las democracias como modo de convivencia y de gobierno organizado en el ámbito del Estado-Nación. Y, por lo tanto, que los gobiernos estatales tienen poco margen de maniobra. Sean de derechas o de izquierdas, conservadores o progresistas.

Aún así, me niego a aceptar la lectura de los resultados electorales que nos pretenden imponer, la obsesión interesada en la “estabilidad” como principio absoluto. Y me niego a aceptar la inevitabilidad del más de lo mismo: que la corrupción sea amnistiada, como lo fue el fraude fiscal por el PP y lo acabarán siendo los delitos complejos (es decir los de corrupción más sofisticada) por la reforma reciente de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Y que se perpetúe la manipulación partidista de la Fiscalía, de la Policía, de los jueces… que empieza a dar miedo.

Porque creo que otra etapa PP va a significar sufrimientos que podrían ser mitigados, patente de corso para la corrupción y el fraude fiscal organizado, con todas sus secuelas de desarme de valores civiles. En las actuales circunstancias, el continuismo nos vuelve a convertir en el hazmerreír ante Europa y la opinión pública europea. Sólo que en esta ocasión, los daños, con ser grandes, no se reducirán a los de imagen; sino que acelerarán la pérdida constante de influencia política en la Unión Europea y nos impedirán contribuir a cambiar su despiadado recetario de austeridad y desmoronamiento del Estado social.

Hay tres partidos, mal avenidos entre sí, que confundieron quién es el competidor electoral con quién el adversario político principal, que han compartido la voluntad de cambio, de lucha contra la corrupción y compromisos explícitos de defensa de los servicios y las políticas públicas frente al crecimiento de las desigualdades: PSOE, Podemos-IU y Ciudadanos.

Suman 13.598.212 votos, el 56,81% y 188 escaños (frente a los 7.906.185, 33,03% y 133 diputados del PP) y representan un profundo deseo de cambio de una inmensa mayoría de la sociedad española, la misma que dio en 2011 al PP la mayoría absoluta de 186 escaños.

Que no nos engañen: nuestra forma de gobierno es parlamentaria, lo que significa que es la mayoría parlamentaria la que determina y sustenta el Gobierno. Y no una forma parlamentaria cualquiera, sino un parlamentarismo racionalizado que convierte al presidente del Gobierno en la figura central del Estado, tanto políticamente como jurídica y constitucionalmente hablando.

Por eso, la votación de investidura es el momento crucial. A partir de ahí, blindado por la exigencia de una moción de censura constructiva para retirarle la confianza parlamentaria (Rajoy nunca se someterá a una cuestión de confianza) manda el presidente: porque dirige el Gobierno y, por tanto, la política interior y exterior española. Por eso, Rajoy se ha echado a correr antes de que la gente se ponga a pensar.

Sería mucho pedir, a pesar de que parece que Podemos no incluirá el asunto de los referéndum en las negociaciones (el PSOE le puso la sordina al derecho de autodeterminación de las nacionalidades, que venía defendiendo desde 1896…, poco antes de llegar al Gobierno en 1982) que las autodenominadas “fuerzas del cambio” llegaran a un acuerdo de gobierno.

Pero tenemos derecho a exigirles que pacten un programa e invistan a un presidente que inspire un poco de esperanza, no de resignación. Tendrán que sortear las tarascadas de los agentes políticos y de los poderes económicos, que ya acarician el mero continuismo. Y correr el riesgo de desgastarse en la empresa. Es el riesgo de la vida el que va ligado a la política como servicio a la sociedad.

Pero España, es decir las personas que vivimos en este país y al socaire de los derechos que nos reconoce la Constitución española (mitologías patrióticas al margen), lo necesita.

Es la que se está produciendo desde que el domingo por la noche un atónito Rajoy se trabucaba en el discurso más difícil de su vida.

Avalancha de poderes fácticos, tertulianos conservadores o simplemente a sueldo de TVE y sus confluencias, de “padres fundadores” de Ciudadanos, barones y dirigentes históricos del PSOE, dando por sentado que debe gobernar el PP y por inapelable, pues ha subido 14 escaños. 7.906.185 votos, 14 escaños y el 33,03% son los únicos e inapelables datos. Y el único marco de comparación, las fallidas elecciones de diciembre pasado.