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No son cosas de niños

Hay momentos en los que me sorprende la laxitud con la que se abordan muchos problemas en nuestro país. Da la sensación de que el tempo español es distinto al que rige en el resto del mundo, y de ahí que, mientras en el exterior tratan de buscar soluciones a problemas reales, en España se busquen excusas vacuas y sin sentido, las cuales sólo sirven para perpetuar los males que llevan siglos sacudiendo a nuestra sociedad.

Los españoles somos los primeros en colocar una frase hecha delante de un problema y, por ello, siempre que se habla de los abusos entre los menores, alguien coloca la expresión “son cosas de niños” y se queda tan tranquilo. O si una mujer se queja de abusos por parte de su pareja, su superior o la sociedad misma, lo socorrido es decir “está histérica, si no menopaúsica” y a vivir que son tres días. Nadie parece reparar en la gravedad de un hecho que sacude la vida de miles de personas, las cuales deben soportar los abusos continuados de una pandilla de descerebrados, zafios e impresentables individuos/ as, los/as cuales campan por sus respetos ante la indiferente mirada del resto de sus congéneres.

Lo paradójico de caso es que los mentados mamarrachos no suelen actuar solos: una verdad inmutable es aquella que dice que el abusador suele ser, de manera individual, la persona más COBARDE de todas. En sus correrías, deben actuar en cuadrilla, jaleados por una manada de hienas histéricas -perdón por insultar a las hienas- que disfrutan, aplauden y babean ante la visión de ver a un semejante degradado.

Recuerdo los gestos, ademanes y palabros de un cargo intermedio que, durante la celebración de un festival de cine al que acudí, nos deleitó a quienes estábamos esperando para retirar nuestras entradas con toda una sesión de malos modos para con una voluntaria. El mentado machango se exhibió ante nosotros como si quisiera recibir nuestro apoyo y nuestro aplauso, pero, lo único que consiguió, fue miradas de desaprobación y la sensación de que mejor se marchaba, ante la hostilidad que él mismo había ayudado a crear.

Este caso no es, ni mucho menos, aislado y se repite, hasta la saciedad, en las escuelas, en las empresas y en la administración pública española, caldo de cultivo de una raza de seres que mejor se quedaran en su casa, en vez de emponzoñar la sociedad con su maloliente baba. Son, en la mayoría de los casos, personas resentidas, maleducadas y sin la más mínima ética profesional. Sin embargo, son el mastín ideal para mantener el “status quo” de los centros en los que trabajan, de ahí que los mandarines los toleren y, casi diría yo, los arropen. Gracias a ellos, nada cambia, y los modos y las maneras que nos han hecho famosos en el mundo entero se perpetúan, día tras día.

¿Y qué me dicen del caduco y anquilosado sistema educativo? Ese mismo que castiga la creatividad y premia a los mediocres. Ese mismo que permite que, día tras día, muchos centros se desentiendan de los verdaderos problemas de los alumnos y sólo piensen en cumplir con unos objetivos que no suelen servir para formar, sino para embrutecer a los alumnos. Ese mismo sistema que no es capaz de articular un verdadero discurso contra los abusos y enmaraña cualquier tipo de denuncia en medio de una burocracia que termina por perjudicar a la víctima.

Ya se sabe que los profesores no son carceleros para estar vigilando el patio como si se tratara de la hora libre de los reclusos y, si lo hacen, deben tener mucho cuidado de censurarle el comportamiento a nadie. Cuando alguien es reprendido, acto seguido los furibundos progenitores del alumno/a en cuestión acudirán al centro para tratar de sacarle los ojos a quien ose decirle que su retoño/a es un/a sádico/a abusador/a, y que lo mejor es atarlo/a corto no sea que se desmande. Sé que el problema empieza en los mismos padres, los cuales son incapaces de enseñarles a sus hijos que los abusos, de cualquier tipo, están mal. Lo sé, porque muchos de mis “queridos” compañeros de estudios eran unos seres deleznables y el problema no sólo era suyo, sino de quien los mandaba al colegio sin tan siquiera enseñarles unas mínimas normas de convivencia. Luego los profesores se desentendían, salvo en contadas ocasiones, y las situaciones se repetían, una y otra vez, como si nada hubiera pasado.

Me imagino que eso mismo pensaban los responsables de los colegios en los que uno o varios alumnos decidieron quitarse la vida ante una situación insoportable. Entonces, todo el mundo se señaló con el dedo, pero nadie asumió responsabilidades. Siempre pasa igual, un alumno/ alumna se suicida y entonces todo el mundo se rasga las vestiduras y, al día siguiente, “a otra cosa, mariposa”. Una persona se quita la vida ante los abusos de la sociedad, por ejemplo, un desahucio movido por la codicia de unos pocos, y entonces quien debe levantar el cadáver ataca la fuente misma del problema -los abusos continuados de la banca- en vez de haberlo hecho antes. Un superior jerárquico abusa de un oficial de menor graduación a su cargo, y se asciende a quien ha mancillado su uniforme y su rango mientras se degrada al quien ha sido maltratado. Un funcionario déspota y soberbio denigra a un subalterno y la administración arropa al abusador y castiga al abusado.

La norma está clara: no alteremos el MAL funcionamiento de la sociedad, no vaya a ser que acabemos en la calle y todo el mundo nos señale con el dedo. Si eso ocurre, los depredadores cambiarán de lado y a nadie le gusta ser la víctima, sobre todo cuando se han saboreado las mieles del abuso, de ver a una persona arrastrándose delante de ti, suplicando para que la dejes tranquila. ¿Exagero? NO, más bien prefiero morderme la lengua y no empezar a repetir el catálogo completo de insultos del capitán Haddock, ante la pasividad de nuestra sociedad y la falta de principios de muchos de sus habitantes.

Hace años, cuando escribí una columna similar a ésta, recordé cuál había sido la vez que peor lo había pasado, a lo largo de mi carrera profesional. En realidad, ese recuerdo está muy presente en mi vida, a pesar de las náuseas que me produce. Sucedió hace ya catorce años, en septiembre del año 2002, dentro de una biblioteca pública dependiente de uno de tantos organismos públicos que jalona nuestra geografía. Justo cuando me encontraba preparando un evento en dicho escenario, las personas que se encargaban de limpiar y recoger aquello que muchas personas son incapaces de recoger se despidieron de mi compañero de fatigas y de mí, dándonos las gracias por ser educados con ellas, tratarlas bien y no gritarles como SÍ hacían muchos de los que trabajaban y/ o acudían a dicho centro. Recuerdo mirar a mi compañero y ver cómo su expresión pasaba de la sorpresa al enfado y cómo, tras aquella “revelación”, permanecimos cerca de una hora sin hacer nada, tratando de asimilar en qué potrero maloliente estábamos montando aquella actividad. Por la cabeza se nos pasó dejarlo todo y marcharnos, pero nuestra ética nos impulsó a terminar lo que nos habíamos prometido, aunque la desazón, la náusea y el asco nos duró todo el tiempo que estuvimos allí.

Catorce años después, aún pienso en ello y lo único que me molesta es no haber estado presente cuando cualquier indocumentado de aquellos que se divertían abusando de quienes recogían la basura que ellos soltaban había representado su charada. Entonces, el respetable, o sea mi persona, hubiera expresado su opinión ante la actuación, y créanme que mi crítica se le hubiese atragantado. Vaya que sí.

Hay momentos en los que me sorprende la laxitud con la que se abordan muchos problemas en nuestro país. Da la sensación de que el tempo español es distinto al que rige en el resto del mundo, y de ahí que, mientras en el exterior tratan de buscar soluciones a problemas reales, en España se busquen excusas vacuas y sin sentido, las cuales sólo sirven para perpetuar los males que llevan siglos sacudiendo a nuestra sociedad.

Los españoles somos los primeros en colocar una frase hecha delante de un problema y, por ello, siempre que se habla de los abusos entre los menores, alguien coloca la expresión “son cosas de niños” y se queda tan tranquilo. O si una mujer se queja de abusos por parte de su pareja, su superior o la sociedad misma, lo socorrido es decir “está histérica, si no menopaúsica” y a vivir que son tres días. Nadie parece reparar en la gravedad de un hecho que sacude la vida de miles de personas, las cuales deben soportar los abusos continuados de una pandilla de descerebrados, zafios e impresentables individuos/ as, los/as cuales campan por sus respetos ante la indiferente mirada del resto de sus congéneres.