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Cuento para una huelga
Liberalote vivía en un gran palacio. Allí recibía a banqueros, emperadores, dictadores y otras gentes importantes. Liberalote podía cambiar de cara, cuatro años tenía bigotes, otros cuatro años no. También de carácter: cuatro años era arisco y seco, otros cuatro años sonreía. A veces Liberalote aguantaba ocho años con la misma cara y el mismo bigote, o con la misma sonrisa, según fuera el actor. Pero su función siempre era la misma: mantener un noviazgo con Capitalia, hacerla feliz. Así en las alegrías como en las penas, en las burbujas como en crisis, en las guerras como en la paz.
La princesa era cercana a la plebe, respondía a las llamadas de todos. Los habitantes de Capitalandia querían una casita, ahí estaban los peones de la corte con sus bancos dejándoles las perritas a la plebe. Querían un coche, ahí estaban ellos prestándoles monedas a los sencillos artesanos de los bloques, a los panaderos, a los carpinteros. Todos podían entrar en los bancos de Capitalandia.
Capitalandia era una reino feliz. Pero un día todo cambió. Los banqueros se volvieron huraños, la plebe perdía sus empleos, las casas dejaron de construirse, los salarios se congelaron o dejaron de pagarse, las hormiguitas no podían comprarse coches. ¿Qué pasó? Preguntaban en las calles de Capitalandia. Es que estalló la burbuja. ¿Qué burbuja? Nadie nos habló de una burbuja, esto era un paraíso eterno. La felicidad estaba garantizada en Capitalandia, nosotros habíamos aceptado las subidas de precios, los salarios más chicos, el fracaso de otros reinos. Nosotros habíamos dicho que sí a todo lo que nos pedían. Estábamos dispuestos a celebrar en las calles la boda entre la princesa Capitalia y el príncipe Liberalote?
Pues no habrá boda, ni celebración. Deben saber que la princesa y el príncipe son pareja de hecho desde hace siglos. El paraíso no será para la plebe, sólo para los aduladores de la Corte, para la aristocracia de Capitalandia. La plebe comenzó a gritar: uhhhhhhhh. Los gritos llegaron a una cueva donde dormía Sindicalista. ¿Qué ocurre?¿Qué pasa ahí afuera? Sindicalista salió afuera y se encontró con que los carpinteros ya no eran carpinteros, los comerciantes ya no eran comerciantes, los albañiles ya no eran albañiles. Todos estaban en una fila para apuntarse en la lista de expulsados del paraíso.
Sindicalista decidió lavarse la cara y salir a la calle. Y llamó a los expulsados que hacían fila. ¡Vengan aquí, vengan aquí! Se reunió con ellos y les habló muy mal de los agentes de Capitalandia. Pero si tú llevas años pactando con ellos: le escupió un carpintero que ya no era carpintero. Sí, lo reconozco, pero yo pensaba que iba a cumplir su palabra. Yo creía que estaba firmando el acceso al paraíso de todos. Pero me engañaron. Perdón, perdón. Me equivoqué. Propongo una cosa: vamos a protestar. Sólo un día. Vamos a pedirles a los que todavía trabajan que no trabajen. Vamos a sacar de la caja las letras de las viejas canciones. Vamos a demostrarles que somos mayoría.
Ese día, en esa reunión, con esa propuesta, el Sindicalista que había sido un compañero de viaje de los agentes del poder de Capitalandia se convirtió en un monstruo. Pasó a llamarse el monstruo sindicalista. Los aduladores de la Corte salieron en manadas a predicar los peligros del monstruo: se come la comida de los demás, es un vago, un maleante. Deberíamos de hacer leyes en el reino para esos vagos y maleantes (uyyy, cómo sonaba ese cuento a otros tiempos francos, queridos niños).
Pero además del Sindicalista en la corte había otros monstruos, los peores eran los de la especie de Funcionariotes. Esos eran tan vagos como sindicalistas. Además, la mayoría de ellos ganaban al mes un fortuna, por lo menos 1000 euros. Fíjate tú, eso era mucho dinero. En apenas 40 años podían reunir suficiente para tener una casa propia. Así fue como Capitalandia dejó de ser un paraíso, para convertirse en un lugar incómodo, lleno de funcionariotes y monstruos sindicalistas. Con lo bien que quedan los parados parados, en una cola, y las hormiguitas trabajando para ganar una miga de pan. El paisaje de Capitalandia se volvió insoportable.
No podemos decir colorín colorado todavía, queridos niños. Porque no sabemos si el cuento se acabará el próximo 29 de septiembre. Si Sindicalista, las hormiguitas, los expulsados del paraíso y los funcionariotes deciden hacer el 29 de septiembre lo mismo de siempre, cada uno en la fila que les toca. Si el 29 de septiembre es un día normal, y los días siguientes siguen igual de normales. Entonces diremos colorín colorado. Se acabará el cuento. Capitalandia y liberalote serán felices y se comerán todos los Manises, y el resto nos dedicaremos a buscar en los otros a los monstruos que llevamos dentro.
PD: A pesar de príncipes, princesas, aduladores, cortesanos y monstruos, el autor apoya la huelga de 29 de septiembre (y más).
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Juan GarcÃa Luján
Liberalote vivía en un gran palacio. Allí recibía a banqueros, emperadores, dictadores y otras gentes importantes. Liberalote podía cambiar de cara, cuatro años tenía bigotes, otros cuatro años no. También de carácter: cuatro años era arisco y seco, otros cuatro años sonreía. A veces Liberalote aguantaba ocho años con la misma cara y el mismo bigote, o con la misma sonrisa, según fuera el actor. Pero su función siempre era la misma: mantener un noviazgo con Capitalia, hacerla feliz. Así en las alegrías como en las penas, en las burbujas como en crisis, en las guerras como en la paz.
La princesa era cercana a la plebe, respondía a las llamadas de todos. Los habitantes de Capitalandia querían una casita, ahí estaban los peones de la corte con sus bancos dejándoles las perritas a la plebe. Querían un coche, ahí estaban ellos prestándoles monedas a los sencillos artesanos de los bloques, a los panaderos, a los carpinteros. Todos podían entrar en los bancos de Capitalandia.