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A que te denuncio

Aunque usted no lo crea (o quizás sí, no sé cuán crédulo sea usted) en un mismo día he visto a dos personas amenazando con denunciar a un trabajador que no había hecho absolutamente nada más que trabajar. El denunciado en potencia era el conductor de la guagua que nos transportaba desde la estación de Coruña a la de Zaragoza. Las denunciantes, dos pasajeras con demasiado tiempo libre y un desarrollo cerebral aparentemente limitado.

Un viaje tan largo en guagua (autobús, ya saben) da para mucho. Doce horas con el culo plano y dolor de piernas, de olores desconocidos y ronquidos, de “perdone, no se duerma usted en mi brazo”, “que alguien calle ya a ese niño”, “qué ganas tengo de fumar”... Un trayecto así requiere abrir la mente al estoicismo, la paciencia y la resignación. De hecho, cuando sufro una crisis nerviosa fruto de alguna concatenación de chorradas, pillo el primer billete que encuentro y me embarco en un solitario viaje en guagua hacia la auto-superación. En los treinta centímetros que abarca el asiento, el mundo interior que una lleva consigo misma se expande y transforma con el paisaje que asoma de las ventanas, la mente se queda en blanco y color trigo y verde olivo, y plana como la meseta, y tranquila como la soledad.

Como les decía, que me enredo en adjetivos, a dos señoras les dio por amenazar al conductor por distintas sinrazones en el mismo trayecto ¿Qué le pasa a la gente con denunciar a todo Cristo? ¿Cómo puede estar tan mal de la cabeza la gente normal? A simple vista las denunciantes parecían personas normales, estatura normal, rasgos faciales normales y una capacidad cognitiva en apariencia normal, pero sólo en apariencia.

Yo estaba sentada justo detrás del chófer leyendo un libro o viendo una de las películas que ponen en las pantallitas de los respaldos, no me acuerdo, cuando la Señora Número Uno comenzó a abroncar al chófer porque, según decía, en el viaje que hizo el día 14 de julio no hubo una de las dos paradas reglamentarias y que por eso lo iba a denunciar, porque no hay derecho, y que vaya denuncia le piensa poner. A él. Que no había hecho ese trayecto, que no sabía de qué carajo le estaba hablando, y que seguramente sólo quería terminar su jornada laboral y volver a casa.

Pasan las horas y aparece en escena la Señora Número Dos. Esta vez es el aire acondicionado, que le da náuseas, que como no lo quite inmediatamente lo va a denunciar porque esto no puede ser.

¿Qué os pasa, gente adicta a poner denuncias? ¿Os da gustito levantar el dedo con aire amenazante y acosar a los trabajadores? ¿Demasiadas horas en Twitter? ¿Algún complejo de superioridad nubla vuestra capacidad de raciocinio?

Leo que en las Redes Sociales hay patrullas de internautas denunciando pezones y palabrotas, que en el Gobierno hay políticos denunciando tuiteros, poemas, canciones, que uno de los periódicos de referencia nacional ha abierto un buzón para denuncias anónimas, que en todas partes hay personas denunciando libros que no les gustan, películas que no entienden, personas que les caen mal. Y así nos va.

Aunque usted no lo crea (o quizás sí, no sé cuán crédulo sea usted) en un mismo día he visto a dos personas amenazando con denunciar a un trabajador que no había hecho absolutamente nada más que trabajar. El denunciado en potencia era el conductor de la guagua que nos transportaba desde la estación de Coruña a la de Zaragoza. Las denunciantes, dos pasajeras con demasiado tiempo libre y un desarrollo cerebral aparentemente limitado.

Un viaje tan largo en guagua (autobús, ya saben) da para mucho. Doce horas con el culo plano y dolor de piernas, de olores desconocidos y ronquidos, de “perdone, no se duerma usted en mi brazo”, “que alguien calle ya a ese niño”, “qué ganas tengo de fumar”... Un trayecto así requiere abrir la mente al estoicismo, la paciencia y la resignación. De hecho, cuando sufro una crisis nerviosa fruto de alguna concatenación de chorradas, pillo el primer billete que encuentro y me embarco en un solitario viaje en guagua hacia la auto-superación. En los treinta centímetros que abarca el asiento, el mundo interior que una lleva consigo misma se expande y transforma con el paisaje que asoma de las ventanas, la mente se queda en blanco y color trigo y verde olivo, y plana como la meseta, y tranquila como la soledad.