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¿Derechos?

No obstante, y como suele ser habitual, la teoría es una cosa y la práctica algo bien distinto, sobre todo en una sociedad tan desigual como la actual. Está claro que quienes dictan las reglas se olvidan bien pronto de dar ejemplo y delegan toda la responsabilidad en el común de los mortales. Tal y como dice el refrán, “Quien hace la ley, hace la trampa” y tramposos, en el mundo, los hay por legión.

Por todo ello, los tan manidos derechos que poseen los ciudadanos de pie no paran de sufrir, transformándose en una caricatura de lo que fueron en su origen. Piensen, si no, en los acontecimientos de las últimas semanas.

Los ciudadanos tenemos derecho a que se nos trate como absolutos imbéciles mientras una panda de botarates nos vende una suerte de medias verdades y mentiras piadosas, con tal de no llamar a las cosas por su nombre. Queda claro que sólo ellos, los mandarines, saben de lo que están hablando y el resto somos unos indocumentados, sin oficio ni beneficio, incapaces de darnos cuenta de la tremenda demagogia populista que envuelve muchas de sus decisiones.

Los ciudadanos tenemos derecho a callar ante un nuevo episodio que deja bien a las claras a quién hay que salvar y favorecer, y a quien hay que abandonar a su suerte. Una vez más, uno de los sectores que nos precipitó hacia el abismo logra un ENORME colchón de oxígeno, mientras los ciudadanos deben hacer cola en un comedor de beneficencia para poder comer caliente. A estas alturas, la estampa del avaro y miserable Tío Gilito se me antoja entrañable, ante los rostros de quienes manejan las finanzas mundiales. Y lo peor es tener la sensación de que, si se presenta la más mínima oportunidad, volverán a precipitarnos al vacío. La avaricia, como la ignorancia de unos pocos, es infinita.

Los ciudadanos tenemos derecho a callar ante los continuos abusos de la autoridad, el derroche de los mandarines y los gestos partidistas de quienes se piensan que un cargo público es la mejor herramienta para lograr un cómodo retiro. Nuestras ciudades están llenas de banderas, estatuas, plazas, placas y obras faraónicas, las cuales solamente sirven para adular el ego de unos megalómanos de tercera categoría, incapaces de ver más allá de sus narices. Faltan bibliotecas, centros culturales, casas de acogida, centros de día, guarderías, escuelas, parques y sobran mamarrachadas políticas, demasiado costosas para que la sociedad las pueda pagar.

Los ciudadanos también tienen derecho a esconderse cuando alguien les dice que deben arrimar el hombro y trabajar en pro de su sociedad. En nuestra sociedad, el trabajo comunitario está casi tan mal visto como decir que no tomas café, ni te gusta el deporte del balón. Antes tampoco estaba bien visto decir que uno venía desayunado de casa, pero ahora las cosas han cambiado, aunque no sé si para mejor. Estaría bien que, de una vez por todas, las personas se dieran cuenta de que no sólo se trata de tener buenos gestores ?que también hace falta- sino de que todos nos pongamos el mono de trabajo y enderecemos el rumbo de esta nave a la deriva. Después están quienes se marchan a navegar, abandonando su puesto de trabajo, y encima se ofenden cuando se lo recuerdan. A nadie le gusta que le digan las verdades, pero ya es hora de que cada uno asuma sus responsabilidades, por duras que éstas puedan ser.

Los ciudadanos tienen derecho a darse cuenta de que el mundo funciona de una forma y nuestro país ha vivido ajeno a esa realidad las últimas tres décadas. Pasar por alto la formación y el bienestar de la gente son deudas imposibles de soportar por una sociedad que quiera afrontar este siglo con las más mínimas garantías. Nadie pretende que las personas no disfruten de su tiempo libre, pero estaría bien que el disfrutar de una casa, tener un hobby y ser previsor dejaran de ser un estigma para convertirse en algo comúnmente aceptado.

La realidad es la que es -como los botarates que nos gobiernan son lo que son- y eso no se puede cambiar, por lo menos, hasta las próximas elecciones. Estaría bien que cuando se fuera al supermercado, por ejemplo, se tuviera conciencia de que parte del precio que tienen las cosas son una relación directa con las malas decisiones de quienes presumen de tener la solución a nuestros problemas. Si se obvian esas cosas se perpetuarán en el cargo mandarines que solucionan las crisis gravando a quienes no pueden ayudar a salir de ellas, más cuando se vive en un archipiélago como el nuestro.

Al final, los ciudadanos tenemos derecho a NO olvidarnos de que tenemos unos derechos y que los mandarines no deben olvidarse que nos tienen que rendir cuentas a los ciudadanos y no sólo a los que les financian las campañas. Aunque siempre les quedará la opción de instalarse un hidromasaje en su despacho para relajarse tras una dura jornada laboral, mientras, tras la ventana, ondea la enseña patria? ¿A que suena muy patriótico y nacionalista, y rancio?

Eduardo Serradilla Sanchis

No obstante, y como suele ser habitual, la teoría es una cosa y la práctica algo bien distinto, sobre todo en una sociedad tan desigual como la actual. Está claro que quienes dictan las reglas se olvidan bien pronto de dar ejemplo y delegan toda la responsabilidad en el común de los mortales. Tal y como dice el refrán, “Quien hace la ley, hace la trampa” y tramposos, en el mundo, los hay por legión.

Por todo ello, los tan manidos derechos que poseen los ciudadanos de pie no paran de sufrir, transformándose en una caricatura de lo que fueron en su origen. Piensen, si no, en los acontecimientos de las últimas semanas.