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OPINIÓN | 'Se llama normalidad', por Antón Losada

Difusión inapropiada

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En cierta medida, han sorprendido a lo largo del agitado mes de agosto las escenas –algunas de ella, espeluznantes- de violentos enfrentamientos entre elementos de extrema derecha y la policía que se han registrado en varias ciudades del Reino Unido. El fascismo, desatado, dijimos en una conversación. No estamos acostumbrados a que eso suceda en Gran Bretaña y menos, que ello sea consecuencia de la difusión de información falsa que fomenta el racismo, la misoginia y la violencia. Es la primera gran prueba a la que se enfrenta el primer ministro laborista, Keir Starmer, quien ha reaccionando adoptando claras medidas de choque que tratan de paliar disturbios sociales e incidentes que, se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo van a acabar. Allí, como es lógico, tienen el temor de que el fenómeno se extienda y luego resulte más difícil de atajar y mitigar.

Los enfrentamientos comenzaron en Southport, una localidad balneario al noroeste de Inglaterra, donde un grupo que decía “protestar”, por la muerte de tres niñas apuñaladas en la zona el 29 de julio, lanzó ataques sobre una mezquita. Los manifestantes afirmaban que el ataque a las niñas había sido perpetrado por un inmigrante (lo cual era falso). Más de cincuenta policías resultaron heridos durante la respuesta de emergencia.

Posteriormente, los hechos han propiciado un debate en redes sociales que está dando que hablar. Un experto, Richard Fern, de la Swansea University, se posiciona en el digital The Conversation, diciendo que “la cruel verdad es que, si intentamos verificar la información y obligar a las plataformas a eliminar los contenidos que incitan al odio, vamos por mal camino. No funcionará. Un mensaje eliminado será inmediatamente sustituido por otro”.

Y es que, como ha quedado demostrado, quienes difunden desinformación en internet siempre van un paso por delante de quienes intentan detenerlos. Lo que les importa no es el mensaje, sino la audiencia. El odio es un cebo para los clics. Y los algoritmos de las redes sociales lo potencian con esteroides. Efectivamente, Fern señala que no es la veracidad del mensaje lo que cuenta, ya que los propagadores de información engañosa están dispuestos a afirmar cualquier cosa con tal de que genere clics, ingresos o poder. Publican llamamientos a “construir un muro” y “a detener los barcos”. Afirman que “estas niñas fueron asesinadas en nombre del islam”. La exactitud de los hechos no es importante: lo principal es identificar un público objetivo sobre el que ejercer influencia y poder a través de las redes. Si se suprime lo que dicen, encontrarán fácilmente otra forma de hacerlo llegar al público al que quieren llegar. Y mientras tanto, denunciarán que el establishment les censura. Richard Fern es tajante cuando señala que “apelan a la emoción más que a la racionalidad y, aunque sus mensajes resulten ridículos y dudosos para muchos de nosotros, se ganan un público para su causa. Así que es en este público –más que en el mensaje– en lo que tenemos que centrarnos”.

Aunque luego no es muy optimista. Escribe que el fact-checking (comprobación o verificación de hechos, en español) no es inútil, pero no resuelve el problema central. “Lo que hace falta es identificar los canales de comunicación, los caminos compartimentados que conducen de los emisores a las comunidades a las que se dirigen, y ocuparlos. Un buen comienzo sería atemperar los torrentes de odio que incitan a cometer actos violentos, creando otras fuentes que emitan otros mensajes de mejor calidad. Incluso podríamos bloquear ciertas redes responsables de estos contenidos”, sugiere.

Es mejor que jugar al gato y al ratón con las noticias falsas. Una vez identificados los canales de información, podemos actuar sobre los algoritmos que los crean y sobre las audiencias a las que van dirigidos. Podremos hablar directamente a los destinatarios de la desinformación y el discurso del odio. Podemos movilizar nuestra energía para producir puntos de vista diferentes, nuevos símbolos y nuevos mitos fundacionales, y mitigar los efectos del algoritmo. La aludida comprobación o verificación de hechos ya sólo convence a los conversos. 

En cierta medida, han sorprendido a lo largo del agitado mes de agosto las escenas –algunas de ella, espeluznantes- de violentos enfrentamientos entre elementos de extrema derecha y la policía que se han registrado en varias ciudades del Reino Unido. El fascismo, desatado, dijimos en una conversación. No estamos acostumbrados a que eso suceda en Gran Bretaña y menos, que ello sea consecuencia de la difusión de información falsa que fomenta el racismo, la misoginia y la violencia. Es la primera gran prueba a la que se enfrenta el primer ministro laborista, Keir Starmer, quien ha reaccionando adoptando claras medidas de choque que tratan de paliar disturbios sociales e incidentes que, se sabe cómo empiezan, pero nunca cómo van a acabar. Allí, como es lógico, tienen el temor de que el fenómeno se extienda y luego resulte más difícil de atajar y mitigar.

Los enfrentamientos comenzaron en Southport, una localidad balneario al noroeste de Inglaterra, donde un grupo que decía “protestar”, por la muerte de tres niñas apuñaladas en la zona el 29 de julio, lanzó ataques sobre una mezquita. Los manifestantes afirmaban que el ataque a las niñas había sido perpetrado por un inmigrante (lo cual era falso). Más de cincuenta policías resultaron heridos durante la respuesta de emergencia.