Discursos patánicos

9 de octubre de 2020 18:39 h

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Una de las impertinencias habituales del discurso político conservador, con monótona insistencia cuando no gobierna, es la manifestación de su exclusivo e indiscutible derecho a hacerlo. No se trata de un vicio con especificidades de país, de región o de paisaje. De hecho, en estos momentos su máxima expresión se produce en el Estado más poderoso del planeta. Entre las élites ideológicas hay una variedad que está convencida de que la democracia –a cuya práctica siempre se enfrenta con los conocimientos cogidos con alfileres– es algo inventado para que se ejerza bajo su dirección exclusiva. En realidad, los argumentos no son abundantes y suelen expresarse por medio de un recurso de patán o patana irreductible, alardeando de una coincidencia no escrita con la totalidad de la ciudadanía, cuya mente ha visitado para revisar cuidadosamente cada rincón e identificar sus deseos. La adulación al votante se ejerce así con una mezcla de paternalismo y rigor castrense, aderezado con un cierto aire posmoderno, y como quien acaba de finalizar un meticuloso análisis, o ha recibido la verdad escrita en piedra en la soledad y el silencio del monte Sinaí. 

Con frecuencia la arenga comienza con la coletilla “como todo el mundo sabe”, con ligeras variaciones regionales y detalle de género, del tipo “los españoles y las españolas”, “los canarios y las canarias”, “los andaluces y las andaluzas”, y así. Es el momento de apagar la radio, cambiar de canal o dejar el periódico en el suelo del cuarto del excusado, continuando el desahogo con una literatura más relajante. Sin embargo, la argucia suele tener éxito, produciendo exactamente el efecto buscado por el predicador, tal como ha sido diseñado en el laboratorio de ideas correspondiente o por el chamán que dirige la política de comunicación de cada casa. El objetivo no tiene nada que ver con la difusión de información basada en datos o evidencias contrastables, sino en repetir aquello que el público asistente, previamente macerado y arrullado por el movimiento de las banderas, está esperando escuchar. Al margen de las razones en cada caso, la polarización parece instalada en el genoma de la especie, que lleva siglos discutiendo los contenidos precisos de los diferentes frentes judaicos de liberación. De esa forma, cada rama se reafirma en sus propias convicciones y siente, con emoción, que forma parte de una familia que lo arropa. No es otra cosa que el juego electoral, en un ejercicio de retroalimentación que gira en torno a cualquier banalidad interesada. 

En ocasiones, uno tiene la tentación de pensar que los mensajes tienen algún sentido comunicativo, alguna intención inspiradora, o tal vez que contiene algún hallazgo capaz de iluminar el oscuro escenario en el que transcurre la vieja farsa. Con cierta ilusión esperamos que las palabras que nos transmiten respondan al esfuerzo intelectual de quien ocupa el púlpito, pero resulta francamente dudoso que sea así, más allá de sus componentes mercantiles. Si bien esta desviación de la condición política y de la práctica parlamentaria está bastante extendida, y que ningún color ideológico queda exento de su abuso, uno la percibe con más rotundidad y menos complejos en ciertos personajes, en los que la afición por adueñarse del pensamiento y el ideario del entorno en que se mueven y del público al que se dirigen se manifiesta con la mayor desfachatez, lo que suele abundar en las organizaciones políticas que tratan los símbolos asociados a las instituciones con idolatría y manejan un concepto de la propiedad que no deja lugar a dudas.  

En cualquier caso, y en lo que se refiere a ese sector del pensamiento político, el modelo se reduce a la repetición de falacias de escaso sustento mediante una maquinación estilística y un ejercicio de agitación de las pasiones que adornan el subsuelo, especialmente las más excluyentes, las más comprensivas con las desigualdades de la sociedad en que se manifiestan, las que señalan a los diferentes –negros, pobres, maricas o inmigrantes­– con el único objetivo de reforzar la cohesión de la propia manada. Unas veces se subrayan mentiras con voz engolada, sin rubor y con entonación parroquial; otras, se repiten nimiedades que han recorrido las redes sociales de cada familia, cargándose de odio durante el viaje, proceso que los avances tecnológicos han acelerado, aumentando la concentración de carga viral en el menor número de palabras. Seguramente porque el objetivo no es transmitir las virtudes de su opción ideológica o las características del programa que proponen, sino remover el caldo en que se cultivan la diferencias y se garantiza la persistencia de la brecha. Además de que, aunque no lo confiesen –salvo, tal vez, en la intimidad–, siguen profundamente convencidos de que la calle es suya. 

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