Parece este un momento muy especial para reflexionar sobre la máquina productiva que genera riqueza a través del trabajo, en la acepción dinámica de recursos humanos aplicados a la actividad laboral, canalizada bajo los auspicios del empresario como símbolo y foco rector de la economía de mercado.
El empresariado representa la forma eficiente de regular el potencial productivo mediante la creación y conservación de puestos de trabajo. Creador de riqueza y bienestar social a través de su legítimo derecho al medro personal y obtención de rentabilidad material acorde con su esfuerzo, capacidades y trabajo gestor.
Planteada la teoría, bajamos a ras de suelo para asumir la realidad. El colectivo empresarial no es un grupo homogéneo de personas con una misma vocación, iguales principios éticos ni parecida preparación en sus componentes. Son medios personales diferentes respaldados por distintos recursos materiales. Cada uno, un mundo.
En cualquier conjunto social con una estructura organizada, abundan calidades y cualidades positivas en su gran mayoría. Pero consecuente con la condición humana, es inevitable la presencia minoritaria de elementos discordantes; demasiado reseñables por sus efectos nocivos cuando perturban la normalidad de la organización.
Hay empresarios y “empresarios”. Los pocos entrecomillados son los que abusan laboralmente de sus trabajadores y terminan en los juzgados por una gestión deplorable. En algún caso, la vejación ejercida contra sus empleados, absolutamente inhumana, pasa desapercibida en sentencias que solo condenan sus fraudes y estafas.
Hay casos concretos, aleccionadores y escandalosos, que explosionaron en su día con gran parafernalia informativa, incluidos algunos medios afines y “comprados”, en exacerbada defensa de una presunción de inocencia inviable por hechos flagrantes. Tuvieron que envainar, esconderse y hablar de pájaros y flores cuando se les reprochaba su engaño a la opinión pública. Haciéndose pasar por periodistas de pro, cuando apenas eran voceros mal pagados por un presunto que dejó de serlo.
El problema del emprendedor entrecomillado suele radicar en su menguada calidad humana, por la que prioriza rentabilidad y beneficios sobre cualquier otro elemento del escenario operativo en el que se mueven proyectos, decisiones, resultados, previsiones y, sobre todo, personas que dejan de serlo convertidas en números por un patrono indecente. El fracaso viene envuelto en papel de regalo. Es el riesgo de ignorar que el capital más valioso de cualquier industria o comercio es, o debe ser, la entidad profesional de sus empleados y su vinculación afectiva con la empresa. Si esto falla por abuso o maltrato laboral, su puesto de trabajo se convierte en motivo de sacrificio y rechazo que sin duda repercute en su rendimiento y calidad funcional.
Sobre el presunto que dejó de serlo por convicto y confeso, se estableció un paradigma y punto de referencia que sirvió como ejemplo a no seguir para quienes componen el mundillo empresarial, con vocación decidida por el progreso y conciencia humanitaria en la gestión de este motor que mueve la economía de un país.
El susodicho, carente de principios elementales, a falta de formación humanística y cultural, obcecado por una ambición patógena al abrigo de influencias políticas que le facilitaban negocios a tutiplén, no tuvo peor ocurrencia que adquirir una compañía aérea de bajos vuelos, con la idea de que iba a forrarse de inmediato por cuantos mitos y tópicos rodean el ámbito aeronáutico. La ignorancia y desconocimiento del medio determinaron su quiebra. Torpeza absoluta, turbidez contable y el “carrito del helado” que le pilló in fraganti, darían con su masa ósea en la cárcel.
Lo peor, entre todos los delitos por los que le juzgaron, estuvo en el maltrato laboral ejercido sobre sus trabajadores de todos los colectivos que formaban la aerolínea. Hay profesiones y actividades laborales tan especiales y específicas que requieren unas condiciones físicas, psíquicas y mentales en perfecto estado; que no admiten perturbación externa alguna que afecte su rendimiento en perjuicio de la seguridad de las personas. En el código deontológico del transporte aéreo es el punto fundamental.
Una mala praxis empresarial, o gestión errónea de recursos, que redunde en una terrible situación para los trabajadores, por tantos meses sin percibir su salario, amenaza de despidos, sin garantías técnicas de mantenimiento precario por falta de material y desprecio absoluto por parte de un nefasto dueño de la compañía, induce a valorar el riesgo de una posible tragedia con pérdida de vidas humanas, por un accidente que fuera propiciado por tantas adversidades acumuladas. Un tratamiento laboral inhumano desequilibra las facultades operativas del personal, su estabilidad emocional y la integridad psicosomática, imprescindibles sin fisuras para la seguridad aérea. No obstante, llegado el caso, por desgracia, el truco consistiría, como siempre, en echarle la culpa al muerto y aquí no ha pasado nada.
El individuo en cuestión, presidente que fue de la CEOE, tuvo la desfachatez declarar en público “que jamás volaría en su propia compañía (Air Comet) porque no se fiaba de su seguridad”… ¡Hasta qué punto debió masacrar a sus empleados…! Como suele suceder, en las sentencias condenatorias por fraude y/o estafas, no apareció para nada este gravísimo atentado extremo contra la seguridad aérea.
En todas las causas de quiebra en aerolíneas debiera contemplarse este importante riesgo de tragedia que queda impune y nunca le llega a la opinión pública.
El ínclito Díaz Ferrán obtuvo ya el tercer grado, y ha mostrado públicamente todo su arrepentimiento por las fechorías cometidas que supusieron su condena. Un acto de contrición muy meritorio como resultado positivo de su paso por prisión.
Aunque… “si rompo un jarrón y luego pido perdón, los añicos no se recomponen por arte de magia”.