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Nos faltaron los claveles portugueses

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Franco murió en la cama y nos dejó sin revolución. Nos quedamos soñando con las calles llenas de gente, colocando claveles rojos en las bocas de los fusiles mientras a él, en un supremo y postrero acto de desafío y soberbia, lo enterraban con honores en el Valle de los Caídos, rodeado por los huesos y la memoria de sus víctimas.

Nos quedamos sin revolución y la cambiamos por una transición que, a medida que pasa el tiempo, se antoja menos modélica.

No fue una mala decisión y quizás fue la única posible. Al fin y al cabo la revolución portuguesa la hizo el propio ejército, que aquí respaldaba al dictador con la honrosa excepción de la Unión Militar Democrática, a cuyos miembros tardamos demasiados años en reconocer.

Probablemente, en esa España sumida en los últimos compases de la dictadura, los claveles no los hubiéramos podido colocar en las bocas de los fusiles sino en las tumbas que hubiera ocasionado la represión, que hubieran sido muchísimas más que las cuatro tumbas con las que finalizó la revolución portuguesa.

El caso es que no tuvimos claveles y nunca sonó el Grândola Vila Morena sino todo lo contrario, pues tuvimos que escuchar al infame Arias Navarro expresar supuestamente en nuestro nombre un dolor que nunca sentimos, sino todo lo contrario.

Quizás por eso, porque nos quedamos sin revolución, porque nunca pusimos claveles en los fusiles y porque no sonó el Grândola Vila Morena, nuestra democracia arrastra el pecado original con el que fue concebida.

La transición, para ser posible, dejó los muertos en las cunetas y demasiado poder efectivo y opaco en manos de la derecha que entendió, más allá de la resistencia de los exaltados del búnker, que era necesario que todo cambiara para que todo siguiera igual.

Con los años, demasiados para nuestra vergüenza, hemos sacado al dictador de Cuelgamuros y poco a poco vamos reparando la ignominia de los enterramientos clandestinos, rescatando huesos y devolviéndoselos a sus familiares.

Pero hay una asignatura pendiente en forma de ejército togado cuyas providencias, autos y sentencias no se frenan ni con millones de claveles.

Hoy, cincuenta años después de la revolución portuguesa, me apetecía recordar la enorme ilusión que sentí en ese lejano 1974, pues no hubo manera de que la dictadura silenciara lo que sucedía en nuestro país vecino y en esos momentos pudimos soñar con que España se llenara de claveles.

Sin embargo, no me ha quedado más remedio que tragarme mis ganas de celebración ante la ignominia de un juez que, otra vez Portugal, pretende hacerse un Costa a costa no de Sánchez, sino del futuro de este país y su gente.

Franco murió en la cama y nos dejó sin revolución. Nos quedamos soñando con las calles llenas de gente, colocando claveles rojos en las bocas de los fusiles mientras a él, en un supremo y postrero acto de desafío y soberbia, lo enterraban con honores en el Valle de los Caídos, rodeado por los huesos y la memoria de sus víctimas.

Nos quedamos sin revolución y la cambiamos por una transición que, a medida que pasa el tiempo, se antoja menos modélica.