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Fecam

Los tiempos y las circunstancias han cambiado, vaya que sí, aunque siguen existiendo problemas comunes, agudizados en en esta fatal etapa de contracción que ha llegado a agitar el fantasma de la supresión de municipios, como si eso, en vez de una solución, no fuera un problema de envergadura en caso de que, abierto el melón, algunos se empeñen en llevarla a la práctica.

Pero los municipalistas, en una tierra donde el asociacionismo y la cultura de funcionar en equipo no sobresalen, han de ser conscientes de que la Federación constituye un pilar determinante para encarar una incierta etapa fruto de los reajustes y las estrecheces. Los ayuntamientos, en efecto, se vienen resintiendo, cada cual en su escala, desde los capitalinos a los rurales, a los turísticos o a los menores de diez mil habitantes: su lamento tiene algo más que un eco adormecido porque la prestación de los servicios -ya es un logro, un acto de heroicidad que no mermen ni pierdan calidad-, el abono de las nóminas y el cumplimiento de obligaciones contraídas resultan vitales, genuinos retos, en un período que no se va a caracterizar, precisamente, por la materialización de grandes -o menos grandes- inversiones públicas.

Alcaldes, veteranos y no tanto, curtidos en el ejercicio de los cargos en uno o varios mandatos, en gobierno u oposición, y ediles que acceden a la alcaldía y aún no han librado sus cien primeros días, se preparan para un nuevo ciclo federativo municipal. Casi es lo de menos que haya acuerdo político para elegir presidente -todo da a entender que, de nuevo, la pertenencia a una isla no capitalina robustecerá la sensibilidad- cuando lo que importa de verdad es la visión constructiva del futuro, especialmente cuando se habla de redefinición de competencias, de simplificación de procedimientos administrativos, de búsqueda de nuevos ingresos o de fórmulas de servicios mancomunados como planteamientos que, entre otros, han de marcar el nuevo rumbo de las corporaciones locales cuyo norte es la suscripción y el cumplimiento de un Pacto Local, el que duerme el sueño de los justos, el siempre invocado y nunca plasmado.

La política local va a seguir interesando, ojalá que mucho más por la capacidad de los responsables públicos para hacer efectivo, por ejemplo, el principio de la cooperación interinstitucional que por las alicortas visiones de los campanarios que sólo conducen a discordias y localismos estériles. De la voluntad de los alcaldes, de aquellos que hoy renuevan los órganos de la FECAM, depende: deben ser conscientes, más que nunca, de la singularidad de las coordenadas en que ahora mismo están situadas las administraciones locales y, por lo tanto, de los cambios que habrán de asumir no sólo para superar esquemas y modos afectados por vicios y obsolescencias sino para producir un salto cualitativo en el papel social y político de los ayuntamientos, principalmente el referido a las prestaciones. Porque una cosa no se ha modificado: la proximidad a los ciudadanos. Suerte.

Los tiempos y las circunstancias han cambiado, vaya que sí, aunque siguen existiendo problemas comunes, agudizados en en esta fatal etapa de contracción que ha llegado a agitar el fantasma de la supresión de municipios, como si eso, en vez de una solución, no fuera un problema de envergadura en caso de que, abierto el melón, algunos se empeñen en llevarla a la práctica.

Pero los municipalistas, en una tierra donde el asociacionismo y la cultura de funcionar en equipo no sobresalen, han de ser conscientes de que la Federación constituye un pilar determinante para encarar una incierta etapa fruto de los reajustes y las estrecheces. Los ayuntamientos, en efecto, se vienen resintiendo, cada cual en su escala, desde los capitalinos a los rurales, a los turísticos o a los menores de diez mil habitantes: su lamento tiene algo más que un eco adormecido porque la prestación de los servicios -ya es un logro, un acto de heroicidad que no mermen ni pierdan calidad-, el abono de las nóminas y el cumplimiento de obligaciones contraídas resultan vitales, genuinos retos, en un período que no se va a caracterizar, precisamente, por la materialización de grandes -o menos grandes- inversiones públicas.