Espacio de opinión de Canarias Ahora
Gran Canaria otra vez calcinada
No sé si ha caído sobre la isla de Gran Canaria una de las siete plagas bíblicas, o estos fuegos son la consecuencia de las miserias humanas, que desde el pasado año de 2007 no paran de sucederse devastadores quemas forestales sobre la piel de la naturaleza rural del territorio insular grancanario. Tres han sido las ruinosas quemas sobre los terrenos rústicos acaecidos desde la indicada fecha. El segundo hace tan solo dos años. Y ahora, lo hemos padecido en el presente mes de agosto. Y todos ellos fueron provocados por unos inconscientes enemigos de su tierra, su naturaleza y de sus gentes.
El primero de esta funesta plaga fue originado por el necio despecho de un vigilante forestal, quien pretendía conservar su puesto de trabajo, y para ello, se le ocurrió la perversa idea que prender el bosque de pinos –Pinus canariensis, algunos centenarios– y palmerales (Phoenix canariensis) y todo el monte bajo. Se prendió, por mor de su maldad, 8.000 hectáreas. También carbonizó 24 especies de flora y fauna que estaban al borde de la extinción, como la jarilla de Inagua, el pinzón azul (que se logró recuperar, en gran parte, de su anterior cuantía de los únicos 200 ejemplares habidos), etc. Este incendio, instigado por la execrable desdicha del ser humano, fue favorecido por las altas temperaturas del momento, la enorme velocidad del viento de 50 k/h., y una humedad ambiental del 5%.
Hace 2 años hemos sufrido otro trágico y llorado incendio en las cumbres grancanarias. También lo fue intencionado por no se sabe qué demencia o intereses ocultos del pirómano de turno. Fue producido por otro voluntario enemigo de desamor a su terruño. Este malandrín incendió los pinares de la Cruz de Tejeda, e incineró el Parador de Turismo y adyacentes arboledas de frutales y brezales. Y bajaron las fogosas llamas de fuego hasta las medianías de Cueva Grande, Las Lagunetas, y otros parajes.
El fuego de días pasados, después de estar devastadormente activo durante cuatro días, hizo estragos en parte de tres municipios: los cumbreros, Tejeda y Artenara, y en las zonas de medianías de Gáldar. No fue precisamente intencionado. Este se debió a la imprudencia temeraria de una persona que omitió las advertencias de la extrema peligrosidad de rápidos incendios en los montes de la isla –y en todo el Archipiélago–, debido al severo estado de sequedad de los matos y rastrojos existentes en el terreno. Estas materias vegetales son nitroglicerina en estado puro. Y sus agentes detonantes lo fueron las altas temperaturas, la sequedad ambiental y la alta velocidad de los alisios, con las fuerzas que soplan en épocas estivales.
Pero para este imprudente sujeto era más importante soldar su puerta de la cancela con un soplete de fuego vivo, que los propios montes verdosos y llenos de vida. El irrespeto al medio ambiente, la torpeza y la negligencia se aliaron para hacer tantísimo daño a la protegida naturaleza de la isla grancanaria, a la biodiversidad de la flora y fauna que pervivían en cada zona que fue quemada; a las humildes casas de tantas gentes que han sido afectadas moralmente por la impotencia generada y por el terror que pasaron ante tal magnitud y voracidad de las llamas sobre el ecosistema y a sus animales domésticos que conservaban en sus fincas rupestres. Y asimismo, a todos los que desde la lejanía, hemos sido afectados anímicamente por esta nueva carbonización de los montes, la hemos vivimos con las mayores angustias, impotencias e incomprensiones.
Nuestro diminuto paisaje cumbrero quedó rarificado en su versión original de naturaleza virgen, por la quema de nuestras montañas en su belleza habitual, irradiada por los ocres terrosos, los violáceos de las montañas y riscos y los verdes de las vegetaciones autóctonas canarias. Todo quedó, en esta nueva infortunada maldición, tornado por un manto gris encenizado por la combustión de los arbustos en un páramo negruzco, insalubre, del mismo color de la tragedia que le llevó a la muerte. Este calcinado panorama aflige nuestros ánimos por la desazón que producen estos ladinos hechos sobre la naturaleza, que agota la sensibilidad de las gentes honestas que respetan los entornos de nuestro singular hábitat.
Sin embargo, la bonhomía de nuestro entorno climático, hará que prontamente reverdezcan las montañas de estos parajes de esta pequeña isla de la Macaronesia que sobrevive en el inmenso Atlántico medio, que por su candente y continuado sol, por las persistentes lluvias horizontales, o las habituales –aunque escasas–, junto a las buenas cualidades del fecundo terreno para el cultivo, harán que todo vuelva a estar, en unos pocos años, con los esplendorosos colores de la habitual naturaleza canaria.
Falta ahora, que todos arrimemos nuestra plausible voluntad para que la naturaleza reverdezca por la decidida acción de todos, especialmente de las autoridades cabildicias y las autonómicas. Para este fin habrá que diseñar un nuevo protocolo de actuación inmediata bajo un plan de reforestación especial para este sector. Y cómo no, urgentemente sufragar los daños ocasionados a los humildes agricultores en sus pequeñas fincas y en los enseres de sus casas, también fulminados por este aberrante fuego.
No sé si ha caído sobre la isla de Gran Canaria una de las siete plagas bíblicas, o estos fuegos son la consecuencia de las miserias humanas, que desde el pasado año de 2007 no paran de sucederse devastadores quemas forestales sobre la piel de la naturaleza rural del territorio insular grancanario. Tres han sido las ruinosas quemas sobre los terrenos rústicos acaecidos desde la indicada fecha. El segundo hace tan solo dos años. Y ahora, lo hemos padecido en el presente mes de agosto. Y todos ellos fueron provocados por unos inconscientes enemigos de su tierra, su naturaleza y de sus gentes.
El primero de esta funesta plaga fue originado por el necio despecho de un vigilante forestal, quien pretendía conservar su puesto de trabajo, y para ello, se le ocurrió la perversa idea que prender el bosque de pinos –Pinus canariensis, algunos centenarios– y palmerales (Phoenix canariensis) y todo el monte bajo. Se prendió, por mor de su maldad, 8.000 hectáreas. También carbonizó 24 especies de flora y fauna que estaban al borde de la extinción, como la jarilla de Inagua, el pinzón azul (que se logró recuperar, en gran parte, de su anterior cuantía de los únicos 200 ejemplares habidos), etc. Este incendio, instigado por la execrable desdicha del ser humano, fue favorecido por las altas temperaturas del momento, la enorme velocidad del viento de 50 k/h., y una humedad ambiental del 5%.