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Sobre los guetos escolares y la universidad como la nueva secundaria

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Desde hace ya bastante tiempo se ha extendido la idea de que el incremento generalizado del nivel educativo ha llevado a que tener hoy en día un título universitario venga a ser más o menos el equivalente social de lo que era hace unas décadas tener un título de Bachillerato. Desde las visiones más positivas se viene a plantear que los trabajos actuales requieren de una mayor preparación, y que, por lo tanto, para desempeñar un trabajo de tipo medio es necesario hoy en día tener una cualificación universitaria. Desde las visiones más críticas, ligadas a las teorías credencialistas, lo que se plantea no es que necesariamente se hayan incrementado las demandas de cualificación de muchos puestos de trabajo típicos, sino que, ante la sobre oferta de universitarios, el título vendría a ser tan solo la credencial de que quien lo posee tiene las aptitudes y, lo que es casi más importante, las actitudes necesarias para adecuarse a los requerimientos actuales del mercado de trabajo. Hace ya algunos años, bajo el provocativo título de Qué le está pasando a la universidad Frank Furedi realizó un análisis sociológico de la infantilización de esta, centrada en las consecuencias de la obsesión por la seguridad que se asociaba a lo que a menudo se denomina wokismo. Pero no es esta la cuestión sobre la que quiero reflexionar hoy, sino una mucho más prosaica: las consecuencias que para la organización escolar pueden desprenderse de la universidad de masas. Porque el hecho innegable es que, si lo medimos en porcentaje de personas de una generación que accede a la misma, la universidad se ha convertido en una institución de masas, de manera que cerca de la mitad de los jóvenes en edad de acudir a la universidad lo acaban haciendo. Situación muy distinta a la de no hace tantos años, cuando a la universidad solo accedía una minoría de elegidos. 

Desde que se implantaron los títulos de grado en España, en torno a 2013, imparto docencia en el primer cuatrimestre del primer curso de un Grado en Contabilidad y Finanzas. Hasta lo que se dio en llamar la reforma “a la boloñesa” de la universidad española el sistema educativo español podría resumirse en unas pocas características. La Formación Profesional, hasta cierto punto poco desarrollada, estaba muy desprestigiada socialmente. Y los estudios universitarios se organizaban en dos tipos: diplomaturas de tres años, de un carácter a menudo más profesionalizante, y licenciaturas de cinco años, de carácter, en muchos casos, más académico y de mayor prestigio social. Para acceder a la universidad era requisito haber pasado por la secundaria, ese Bachillerato que, en tiempos lejanos, constituía una cierta distinción social y al que solo accedía una pequeña élite: en muchas capitales de provincia existía tan solo un instituto. Por poner un ejemplo, a principios de la década de 1980, en una ciudad de más de 380.000 habitantes como Las Palmas de Gran Canaria había poco más de cuatro institutos. Para organizar la ingente demanda de educación, el gobierno de entonces (PSOE) optó por fomentar la educación concertada, que coexiste con la pública y con la meramente privada. Desde entonces, autores como Renduelles o Fernández Enguita consideran que nuestro sistema puede considerarse una anomalía, que contribuye más que otros a la reproducción social. Lo que ha acabado pasando es que, en muchos entornos, a los centros públicos sólo acude quienes no pueden permitirse otra cosa, las clases altas acuden a centros privado y gran parte de la población, especialmente entre las clases medias, acuden a centros concertados, que se financian con fondos públicos, pero se gestionan privadamente. Los centros públicos, que han  acabado  concentrando a la población de menos recursos, a los inmigrantes y a otros colectivos desfavorecidos, generan un cierto “miedo” entre las clases medias: delincuencia, marginación, drogas, entornos conflictivos… ésas y otras características se asocian a menudo con los centros públicos, por lo que, en un comportamiento que resulta completamente lógico desde su lógica, quienes pueden intentan evitar esos entornos a sus hijos y prefieren que se escolaricen en la educación concertada. 

En el siglo XXI (del cual ha pasado ya casi un cuarto) el panorama educativo ha cambiado mucho del que nos encontramos quienes nos escolarizamos en las décadas de 1980 y 1990. Así, por ejemplo, la Formación Profesional empieza a dejar de ser la hermana pobre del sistema educativo. Como se puede ver consultando las hemerotecas del verano de 2022, el curso 22-23 ha sido el primero en que las enseñanzas de Formación Profesional tenían más alumnado en Canarias que las universitarias, y, por supuesto, también puede cursarse en centros privados y concertados, igual que la ESO o el Bachillerato. Cuando yo era niño se tendía a pensar que sólo los tontos iban a la FP, y quienes querían optar por una formación más corta y profesionalizante, tras cursar BUP y COU se inscribían en una Diplomatura Universitaria que se percibiera que tuviera “salidas”, como, por ejemplo, Empresariales, Magisterio, Enfermería, Fisioterapia, Trabajo Social o Graduado Social, entre otras. Hoy el panorama es distinto. Tras la adaptación al Espacio Europeo de Educación Superior se ha acabado configurando un sistema en el cual tras el Bachillerato los jóvenes pueden optar por acudir a un centro de Formación Profesional para seguir un programa de dos años (Ciclo Superior), o bien por acudir a la universidad a cursar un grado de cuatro años. Y, si bien hay centros privados que “presumen” de ofertar a su alumnado la posibilidad de conseguir en cuatro años la doble titulación, es decir Ciclo Superior más Grado Universitario, también en las universidades públicas se reconocen créditos a quienes poseen un Ciclo Superior. Por ejemplo, quien tenga un título de Técnico Superior en Administración y Finanzas (un Ciclo Superior de Formación Profesional) puede lograr que se le reconozca 48 créditos (de los 240) de que consta el Grado en Contabilidad y Finanzas en el que yo imparto docencia. En todas las titulaciones universitarias hay unas tablas de reconocimiento de créditos con las distintas especialidades de Formación Profesional lo que puede acabar influyendo en la elección de estudios: para quien acceda a la Universidad con un Ciclo Superior puede que al final el título e incluso el centro que le resulte más atractivo sea aquel que le reconoce más créditos de los que ya ha cursado. 

Cuando impartía docencia en la Diplomatura en Ciencias Empresariales a veces, para provocar, decía al alumnado que ellos eran los parientes pobres de los que estudiaban la Licenciatura en Administración y Dirección de Empresas. El perfil sociológico del alumnado parecía apoyar dicha hipótesis: a la licenciatura iban hijos de padres que decidían (también porque podían) invertir 5 años en la formación de su prole; a la diplomatura venían los hijos de muchos pequeños empresarios a adquirir conocimientos para llevar el negocio de los padres (y así ahorrarse, por ejemplo, contratar asesores fiscales, laborales y contables). No es solo un tópico: a menudo eran los estudiantes de origen hindú quienes me contaban que estaban allí para llevar el bazar de sus padres, y los de origen magrebí decían querer acabar gestionando la tienda de marroquinería que a su padre le había costado tanto levantar.  Y los retornados de Venezuela querían seguir con la tradición emprendedora familiar. 

¿Dónde estamos ahora?, ¿Hacia dónde podemos evolucionar? Yo doy clase en septiembre a jóvenes que en junio estaban o bien en un instituto (público) o bien en un centro privado o concertado. Si la universidad es la nueva secundaria, y en nuestro entorno hace décadas que en la secundaria las clases medias y altas escolarizan a sus hijos en la privada o concertada, y la pública se acaba convirtiendo en el gueto al que se relega a quienes no pueden pagarse otra cosa, no parece descabellado pensar que estas dinámicas sociales se extiendan a la educación más allá de los 18 años, la llamemos como la llamemos. Y seguramente no es ajeno a ello la explosión de la universidad privada en Canarias en sólo unos pocos años. Cuento, a nivel anecdótico, algunas cosas que me han pasado este año. Alumnado viendo en clase partidos del Mundial de Fútbol. Alumnado que me escribe para decirme que no domina el español, que si puedo evaluar de una forma que no implique tener que expresarse públicamente en el único idioma que es oficial en el lugar en el que imparto clase. Alumnado (universitario) que no es capaz de escribir un correo electrónico en que no haya al menos una falta de ortografía por línea. Alumnado que no tiene ni idea de lo que es una cita bibliográfica. Pero también, por otro lado, alumnado que sabe de sobras lo que es una cita, y que es necesario hacerlo. Tengo varios compañeros, de distintos departamentos, que compaginan la docencia en la universidad pública y en la universidad privada. Y la sensación que se me está empezando a quedar es que yo, como profesor de un centro público, tengo que dar clase a todo tipo de personas, lo que quizá implica que te toque alguna vez ir a un instituto de un barrio muy conflictivo, mientras que ellos tienen a un alumnado más seleccionado. Quizá esos jóvenes pueden aprovechar más esas clases que no mi alumnado mis clases. Yo reconozco que cuando en medio de una clase alguien se levanta para ir a hablar por teléfono, o veo que están viendo el fútbol, o me pasa alguna otra cosa de ese estilo, a menudo me distraigo y me cuesta seguir con la clase. 

¿Cuál es la solución? Ojalá tuviera una varita mágica, pero al menos es más fácil saber lo que está mal que no cuál sería la solución perfecta. Me parece que las universidades públicas, por colgarse la medalla del “igualitarismo” acaban perjudicando a su alumnado. ¿Cómo es posible que haya sido admitido a una universidad pública, en la que la docencia se da en español, alguien que reconoce no dominar el idioma? También, por colgarse la medalla de la “empleabilidad”, acaban prometiendo cosas que no pueden cumplir, por lo que acabamos incrementando la frustración entre el alumnado. Así que, para terminar, acabaré contando una batallita que puede interpretarse como que también me quiero colgar yo una medalla. Antes de la última reforma universitaria había una Diplomatura en Empresariales y una Licenciatura en ADE. La existencia de Grados en Contabilidad y Finanzas se explica, en buena parte, a partir de dinámicas propias del mundo universitario. Los títulos de Grado, según los define la ley, tienen un carácter generalista. No parece muy lógico pensar que alguien, con 18 años, pueda decidir estudiar, por ejemplo, derivados financieros sin haber dominado unos mínimos fundamentos de Economía. En cualquier caso, yo he acabado especializándome, hasta cierto punto, en la Sociología de las Finanzas. Iluso de mí, pensaba que iba a dar clases especializadas a jóvenes con interés en el mundo de las finanzas. Pero claro, si la universidad se está convirtiendo en la nueva secundaria, viendo la evolución del sistema educativo en las últimas décadas tendré que asumir que debería limitarme a dar clases a quienes, como no pueden pagarse un centro privado o concertado, acaban en la pública. Que, por motivos relacionados con la sociología, y con la sociología de las finanzas, es poco probable que acaben dedicándose a las finanzas. Pero eso ya sería tema para otra reflexión…

Desde hace ya bastante tiempo se ha extendido la idea de que el incremento generalizado del nivel educativo ha llevado a que tener hoy en día un título universitario venga a ser más o menos el equivalente social de lo que era hace unas décadas tener un título de Bachillerato. Desde las visiones más positivas se viene a plantear que los trabajos actuales requieren de una mayor preparación, y que, por lo tanto, para desempeñar un trabajo de tipo medio es necesario hoy en día tener una cualificación universitaria. Desde las visiones más críticas, ligadas a las teorías credencialistas, lo que se plantea no es que necesariamente se hayan incrementado las demandas de cualificación de muchos puestos de trabajo típicos, sino que, ante la sobre oferta de universitarios, el título vendría a ser tan solo la credencial de que quien lo posee tiene las aptitudes y, lo que es casi más importante, las actitudes necesarias para adecuarse a los requerimientos actuales del mercado de trabajo. Hace ya algunos años, bajo el provocativo título de Qué le está pasando a la universidad Frank Furedi realizó un análisis sociológico de la infantilización de esta, centrada en las consecuencias de la obsesión por la seguridad que se asociaba a lo que a menudo se denomina wokismo. Pero no es esta la cuestión sobre la que quiero reflexionar hoy, sino una mucho más prosaica: las consecuencias que para la organización escolar pueden desprenderse de la universidad de masas. Porque el hecho innegable es que, si lo medimos en porcentaje de personas de una generación que accede a la misma, la universidad se ha convertido en una institución de masas, de manera que cerca de la mitad de los jóvenes en edad de acudir a la universidad lo acaban haciendo. Situación muy distinta a la de no hace tantos años, cuando a la universidad solo accedía una minoría de elegidos. 

Desde que se implantaron los títulos de grado en España, en torno a 2013, imparto docencia en el primer cuatrimestre del primer curso de un Grado en Contabilidad y Finanzas. Hasta lo que se dio en llamar la reforma “a la boloñesa” de la universidad española el sistema educativo español podría resumirse en unas pocas características. La Formación Profesional, hasta cierto punto poco desarrollada, estaba muy desprestigiada socialmente. Y los estudios universitarios se organizaban en dos tipos: diplomaturas de tres años, de un carácter a menudo más profesionalizante, y licenciaturas de cinco años, de carácter, en muchos casos, más académico y de mayor prestigio social. Para acceder a la universidad era requisito haber pasado por la secundaria, ese Bachillerato que, en tiempos lejanos, constituía una cierta distinción social y al que solo accedía una pequeña élite: en muchas capitales de provincia existía tan solo un instituto. Por poner un ejemplo, a principios de la década de 1980, en una ciudad de más de 380.000 habitantes como Las Palmas de Gran Canaria había poco más de cuatro institutos. Para organizar la ingente demanda de educación, el gobierno de entonces (PSOE) optó por fomentar la educación concertada, que coexiste con la pública y con la meramente privada. Desde entonces, autores como Renduelles o Fernández Enguita consideran que nuestro sistema puede considerarse una anomalía, que contribuye más que otros a la reproducción social. Lo que ha acabado pasando es que, en muchos entornos, a los centros públicos sólo acude quienes no pueden permitirse otra cosa, las clases altas acuden a centros privado y gran parte de la población, especialmente entre las clases medias, acuden a centros concertados, que se financian con fondos públicos, pero se gestionan privadamente. Los centros públicos, que han  acabado  concentrando a la población de menos recursos, a los inmigrantes y a otros colectivos desfavorecidos, generan un cierto “miedo” entre las clases medias: delincuencia, marginación, drogas, entornos conflictivos… ésas y otras características se asocian a menudo con los centros públicos, por lo que, en un comportamiento que resulta completamente lógico desde su lógica, quienes pueden intentan evitar esos entornos a sus hijos y prefieren que se escolaricen en la educación concertada.