Espacio de opinión de Canarias Ahora
Cada hombre era preguntado por su opinión
Cuando se nos llena la boca alabando a la Democracia como el sistema político más justo y adecuado de los posibles para que las sociedades modernas nos rijamos, se nos olvida a menudo que los conceptos que utilizamos tienen un sentido etimológico que justifica su empleo. DEMOCRACIA implica desde sus orígenes que el poder se encuentra en el demos, en el pueblo, y que quienes ejercen las funciones de gestión y administración política lo hacen siempre en calidad de representantes de ese demos que les ha elegido. Sin embargo, el sentido patrimonialista que la clase política ha mostrado en relación con la gestión de la cosa pública (la Res Publica de los romanos) nos ha dejado ejemplos de la desconfianza que siempre ha existido entre la voluntad del pueblo cuando vota y los intereses de los grupos dirigentes.
Como seguimos estando sumidos en la excesiva contemporaneidad de la historia, pensamos que solo ha sido en los últimos años cuando la política ha estado contaminada y secuestrada en manos de intereses de una minoría dirigente, sea esta visibilizada en los partidos políticos o en mercados de intereses financieros que gobiernan en la sombra. Pero podemos remontarnos a los orígenes históricos del propio término de Democracia, para encontrarnos con que ya en el siglo V antes de Cristo, las ciudades griegas, con Atenas a la cabeza, nos ofrecían episodios en los que ese sistema de gobierno que había surgido de la toma del poder por parte del demos, de toda la población, chocaba con los intereses de las oligarquías dirigentes que se resistían a abandonar sus cuotas de poder e influencia. Jenofonte, escritor griego de esa época, describe en su libro La República de los Atenienses algunos hechos que llevaron a Atenas a convertirse en el referente de este modelo de gobierno. Que en las asambleas votaran todos los ciudadanos convocados podía significar a menudo que el resultado no fuera el esperado por quienes velaban por el interés general de todos. De ahí que nos encontremos con pasajes como el siguiente: “En todo el mundo, los mejores (aristoi) se oponen a la democracia; entre los mejores escasa es la indisciplina y la injusticia y máximo el rigor para lo importante, pero en el pueblo (demos) la ignorancia es máxima y también el desorden y la bajeza. Si los superiores hablaran y decidieran sería bueno para sus iguales, pero no para el pueblo; ahora, al hablar cualquiera que se levante, un hombre inferior consigue lo bueno para él y para sus iguales”. Qué fácil sería caer en la tentación de describir como populistas las decisiones tomadas por el pueblo cuando les dejan expresarse, cuando lo importante es que los moderados sean quienes con su rigor y conocimiento superior decidan lo que es mejor para ellos, y por extensión para el resto de la ciudadanía. Sin embargo, no vamos a hacer extrapolaciones anacrónicas. Para evitar estas situaciones, los romanos aprendieron de los “errores” de los griegos y se encargaron de que cuando la población fuera llamada a votar, el voto de cada ciudadano no tuviera el mismo valor. Dionisio de Halicarnaso nos cuenta “ que todos ellos pensaron que tenían una responsabilidad compartida en el gobierno, porque cada hombre era preguntado por su opinión”, sin embargo el voto de los grupos sociales más importantes tenía mayor valor y votaban en primer lugar, marcando el sentido del voto.
Estos episodios han venido a mi mente a colación de las reacciones que he podido leer tras la enorme sorpresa del triunfo de la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea. Que un líder político señale que “los referendos trasladan a la ciudadanía problemas que tienen que solucionar los políticos”, está en línea directa emparentado con lo que pensaba la aristocracia ateniense y los patricios romanos. El demos es ignorante, la plebe es incontrolable. No es conveniente dejar en manos de las urnas las decisiones que afectan a nuestro cortijo particular que es la política. Puesto que la Política no es cosa que pueda ser comprendida por la ciudadanía. Que cada ciudadano crea que es preguntado por su opinión, pero que no piense que su opinión debe ser tenida en cuenta para las decisiones importantes. Y así nos va.
Cuando se nos llena la boca alabando a la Democracia como el sistema político más justo y adecuado de los posibles para que las sociedades modernas nos rijamos, se nos olvida a menudo que los conceptos que utilizamos tienen un sentido etimológico que justifica su empleo. DEMOCRACIA implica desde sus orígenes que el poder se encuentra en el demos, en el pueblo, y que quienes ejercen las funciones de gestión y administración política lo hacen siempre en calidad de representantes de ese demos que les ha elegido. Sin embargo, el sentido patrimonialista que la clase política ha mostrado en relación con la gestión de la cosa pública (la Res Publica de los romanos) nos ha dejado ejemplos de la desconfianza que siempre ha existido entre la voluntad del pueblo cuando vota y los intereses de los grupos dirigentes.
Como seguimos estando sumidos en la excesiva contemporaneidad de la historia, pensamos que solo ha sido en los últimos años cuando la política ha estado contaminada y secuestrada en manos de intereses de una minoría dirigente, sea esta visibilizada en los partidos políticos o en mercados de intereses financieros que gobiernan en la sombra. Pero podemos remontarnos a los orígenes históricos del propio término de Democracia, para encontrarnos con que ya en el siglo V antes de Cristo, las ciudades griegas, con Atenas a la cabeza, nos ofrecían episodios en los que ese sistema de gobierno que había surgido de la toma del poder por parte del demos, de toda la población, chocaba con los intereses de las oligarquías dirigentes que se resistían a abandonar sus cuotas de poder e influencia. Jenofonte, escritor griego de esa época, describe en su libro La República de los Atenienses algunos hechos que llevaron a Atenas a convertirse en el referente de este modelo de gobierno. Que en las asambleas votaran todos los ciudadanos convocados podía significar a menudo que el resultado no fuera el esperado por quienes velaban por el interés general de todos. De ahí que nos encontremos con pasajes como el siguiente: “En todo el mundo, los mejores (aristoi) se oponen a la democracia; entre los mejores escasa es la indisciplina y la injusticia y máximo el rigor para lo importante, pero en el pueblo (demos) la ignorancia es máxima y también el desorden y la bajeza. Si los superiores hablaran y decidieran sería bueno para sus iguales, pero no para el pueblo; ahora, al hablar cualquiera que se levante, un hombre inferior consigue lo bueno para él y para sus iguales”. Qué fácil sería caer en la tentación de describir como populistas las decisiones tomadas por el pueblo cuando les dejan expresarse, cuando lo importante es que los moderados sean quienes con su rigor y conocimiento superior decidan lo que es mejor para ellos, y por extensión para el resto de la ciudadanía. Sin embargo, no vamos a hacer extrapolaciones anacrónicas. Para evitar estas situaciones, los romanos aprendieron de los “errores” de los griegos y se encargaron de que cuando la población fuera llamada a votar, el voto de cada ciudadano no tuviera el mismo valor. Dionisio de Halicarnaso nos cuenta “ que todos ellos pensaron que tenían una responsabilidad compartida en el gobierno, porque cada hombre era preguntado por su opinión”, sin embargo el voto de los grupos sociales más importantes tenía mayor valor y votaban en primer lugar, marcando el sentido del voto.