Exterior noche. Barcelona. Después de un cine muy en el centro, ¿los Maldá? Y una película de ciencia ficción de primera militancia, del este europeo: “Solaris”. El autobús nocturno NH me llevaba al barrio, Guinardó. Benditos últimos años setentas del siglo XX: en la trasera de aquellos autobuses se fumaba demasiado. Demasiado y de todo. A mitad del trayecto, me tuve que bajar y permanecí un rato sentado en un solitario banco de la calle Rosellón hasta que me recuperé y cogí un taxi. Intoxicación de una ciencia ficción insoportable y de los humos del lumpen. Una cosa eran las masturbaciones neuronales acerca de las condiciones objetivas del proletariado en los países bálticos en una película francesa y de bajo presupuesto que solo se había visto en un pase restringido en el festival de Cannes (dicho todo ello en un susurro). Otra, la realidad del proletariado barcelonés de la época que no entendía ni conocía nada de aquella izquierda bien alimentada que ya decaía en Boccacio y deambulaba a trompicones por la calle Tuset.
Ahora, dicen los de Vox, hay una izquierda caviar y, a la vez, bolivariana. Nunca comí caviar con Hugo Chávez Frías. La asocian, sobre todo, a Más Madrid y agrupaciones similares. No al PSOE, por favor: esos están contagiados de largocaballerismo inflamable. Ni las que se pronuncian así saben quién fue y para qué Largo Caballero. Mejor para ellas. “Ese no encontró sangre para mí, debía ser estalinista” me suelta el ectoplasma de Durruti mientras vemos el segundo capítulo de “Los pacientes del Doctor García”, la serie que se inspira, bastante bien, en una de las mejores novelas de Almudena Grandes, que te queremos tanto. El doctor García no estaba en el Ritz cuando trajeron a Durruti herido de la Ciudad Universitaria. Era un médico que no tenía caviar aunque vivía en el barrio de Salamanca. Tenía un tablero de ajedrez de su abuelo comisario de policía y escritor de revistas con lentejuelas.
Hace algún tiempo, en otro lugar, un querido amigo joseantoniano me recomendó Inés y la alegría, el primer Episodio de Almudena. “Te va a encantar”, me dijo. Escéptico (le había perdido la pista desde Las edades de Lulú) me envolví en sus páginas y lloré varias veces. Con cuanta proximidad y simpatía contaba Grandes, escribía Almudena, recreaba la historia la narradora total.
Por si alguna lectora, llegada a esta línea, ya maldice, este artículo no tiene nada que ver con Tom Wolfe y el nuevo periodismo. Tiene que ver con lo que dijo el taxista que me recogió: “Eso está muy cerca del Hospital de San Pablo, ¿verdad?”. “Sí”, le dije “cruzando la calle, al final de Travesera de Gracia. Pero no voy al hospital, voy a mi casa que es mejor”.