Espacio de opinión de Canarias Ahora
¿Y si Lanzarote Marocelo nunca existió? (II*) por Octavio Hernández
Lejos de constituir un documento veraz, el Libro del Conoscimiento, que no pasa de ser un relato descriptivo de itinerarios hurdidos a la vista de mapas y blasones, hilando un relato fantástico, es una narración de relleno para completar los vacíos entre topónimos. No constituye un texto único, pues en sus cuatro manuscritos conservados hay notables adiciones y variantes, que ponen en duda sus primeras dataciones, cada vez más inclinadas a situarlo a finales del siglo XIV y principios del XV, sesenta años después del portolano de Dulceti.
Que fue empleado por los redactores de Le Canarien es indudable, pero no lo es tanto que la cita del Libro estuviera en el manuscrito original contemporáneo a la conquista normanda, sino que más probablemente fue añadido con posterioridad al refundir la documentación directa de la empresa, durante el retiro de Gadifer, ya bien entrado el siglo XV. La referencia concreta dice: “reunieron gran cantidad de cebada y la metieron en un viejo castillo que, según se dice, había hecho construir antaño Lancelot Maloisel, cuando conquistó el país”.
Quien escribió esta frase se preocupó de expresar su escepticismo, sus dudas acerca de esta afirmación, reduciéndola a mero rumor y distanciándose de la opinión mediante la expresión “selon ce que l'on dit”, según se dice. Esta redacción no se puede obviar, ni minimizar su correcta interpretación: el autor no sólo no constata el hecho, sino incluso lo pone en duda, lo consigna pero a la vez se resiste a creerlo. Porque lo más probable, dado el contexto, la ubicación y el uso que le dan los apurados normandos, es que fuera un granero indígena u otra construcción similar, como los existentes a lo largo del Sahara aprovechando la altura de montañas, y no un castillo.
Este encadenamiento de falsedades se repite entre la edición que hace Bergeron de Le Canarien en 1629/30, y la carta enviada por Paulmier de Gonneville al historiador Du Chesne en 1659, donde además se data la arribada del navegante en 1312. No deja de ser chocante que, a partir de la difusión de esta datación por Charles de la Roncière en 1859, la fecha aducida para la presencia en la isla del Maloisel francés haya sido aceptada para la arribada del Malocello genovés, un contrasentido que pone en solfa la celebración en 2012 del supuesto centenario en el marco de las relaciones hispano-italianas.
Du Chesne nunca utilizó la información de Paulmier, porque no le daba crédito. Por su parte, Gonneville, que es un advenedizo con pretensiones ajenas a la historiografía que se limita a glosar un elogio del imperialismo galo para ganar la influencia del noble historiador en un juicio por privilegios fiscales, desconocía que el propio Du Chesne había sido amigo de Bergeron, muerto en 1637, y le había facilitado el acceso a preciosa documentación sobre el mismo asunto, y por lo tanto, debía conocer bien la información manejada por este sobre el manuscrito preparado con Galien de Bethecourt. De haber existido realmente el litigio de la familia Maloisel de L'Isle en 1632, Bergeron y Du Chesne lo habrían sabido. En cambio, Gonneville parece haberse aprovechado de la lectura de la versión de Le Canarien de Gadifer, porque en la edición de Bergeron se omitió la referencia al castillo de Lancelot Maloisel. Por supuesto, la documentación del supuesto litigio de los Maloisel jamás apareció.
Tampoco apareció nunca el acta notarial de 1330 que citó brevemente Giuseppe Canale, donde se mencionaba un Lanzarote Marocelo, la única de las cuatro que él menciona que se acercaría a la datación del portolano de Dulceti. La excusa que da Serra Ráfols para justificar la inexistencia del documento de 1330 parece algo peregrina tratándose de un asunto tan serio. Serra viene a decir que en la época de Canale los eruditos se llevaban a casa los documentos importantes que encontraban en los archivos y a menudo los perdían en sus bibliotecas privadas después de utilizarlos. Con algo así no se puede zanjar la inexistencia de una prueba necesaria y la ausencia de fundamento objetivo que demuestre que en la época de Dulceti vivía un genovés llamado Lanzarote Malocello. El hecho es que de Canale tenemos solamente su afirmación de que el acta existió, pero el acta no aparece y no hay ninguna prueba que podamos contrastar.
Cornelio De Simoni intenta comprobar en vano la información de Canale. Las fechas no casan, pues alguien que tenía 35 años en 1330 no puede tener una hija que aparece en otra acta de 1455, con siglo y medio de diferencia. De Simoni solamente encuentra un Lanzarotto Marocello que muere durante una sublevación en una isla, pero no en Canarias, sino en Chipre, durante una revuelta en Famagosta con motivo de la coronación de Pedro II, en 1372 (él dice haber obtenido el dato de Mas-Latrie, pero no lo hemos hallado en su obra), lo cual coincide con las otras dos actas de Canale, que mencionan una viuda del tal Lanzarotto en 1384 y 1391. Obviamente, no puede ser el Lanzarote de Dulceti, así que De Simoni se ve forzado a embarcarse en otra suposición: en el acta desaparecida de 1330 figuraría el padre homónimo del malogrado Lanzarote de 1372. Pero de nuevo esto no se sostiene sobre ninguna prueba objetiva.
Por último están los tres diplomas de Fortunato de Almeida acerca de un supuesto Lamsarote da Framqua en 1370, 1376 y 1385, conquistador de las islas de Nossa Senhora a Framqua (dicta Lançarote) y Gomera, citados también por Jaime Cortesao, en el que se basa Charles Verlinden para escribir en 1958 su trabajo “Lanzarotto Malocello et la découverte portugaise des Canaries”, que nos parece el principio de una senda explicativa muy desafortunada, por más que este prolífico autor la repita a lo largo de una innumerable sucesión de artículos posteriores que, lejos de aclarar las cosas, mueven a la desconfianza con circunloquios demasiado alambicados para tan poco fundamento.
De los documentos portugueses nunca se presentaron los originales y hay serias dudas acerca de su autenticidad por los anacronismos que contienen, por la ausencia de otras referencias a hechos tan notables en los archivos o al personaje y su genealogía, incongruencias que han puesto de manifiesto numerosos autores, entre los que destacan Afonso Dornelas y Luis Albuquerque (incluso si este no mantuvo las mismas objeciones posteriormente), además de la conocida discusión Serra/Verlinden. Sin ánimo de polemizar, no parece la mejor carta de presentación para construir una explicación veraz del nesónimo Lanzarote empleado en 1339 por Angelino Dulceti y, en cualquier caso, la enigmática documentación se refiere a hechos sucedidos varias décadas después, que Charles Verlinden intenta unificar forzando unos datos claramente insuficientes.
Hay unos hechos históricos reales que, sin embargo, podrían haber inspirado estos relatos o servido para su falsificación. En 1444, Gonzalo de Sintra navegó a la isla de Tider, donde murió a manos de los indígenas. Al año siguiente fue armada una gran expedición punitiva formada por 26 carabelas portuguesas, de las cuales catorce pertenecían a la Compañía de Lagos y estaban comandadas por un Lanzarote da Franca, capitán de mar, uno de los navegantes conocidos de la época. Pero esto sucede un siglo después de Dulceti.
No hay mucho más acerca del genovés Lancelotto Malocello, sobre el que se pierden todos los documentos esenciales. Hasta en tres ocasiones distintas (Gonneville, Canale y Almeida) desaparecen las evidencias reales, las pruebas físicas, y solamente contamos con testimonios de quienes dicen haber consultado o sabido de unos papeles sospechosamente extraviados. Nada objetivo hay tampoco en los dos portolanos de Dulceti, que más bien parece haber tomado los nesónimos de la literatura artúrica, ni en la cartografía posterior, que se limita a reproducir mecánicamente mapas anteriores. Ni en el Libro del Conoscimiento, ni en Le Canarien, que reflejan explicaciones a posteriori o rumores sobre unos nesónimos, no por repetidos en los mapas, menos extraños a sus autores. Nada hay que nos ofrezca la clara evidencia de la existencia del personaje en cuestión, salvo una cadena de suposiciones encadenadas y continuas a lo largo de las centurias, que se condicionan mutuamente y que los historiadores de los siglos XIX y XX han convertido en versión oficial de una manera, a mi juicio, poco meditada.
Por último, pienso a menudo, al volver sobre estas cuestiones, en los indígenas que vivían en la isla de las Peñas del Chache o de los Ajaches antes de la llegada de los europeos, la isla Tyterogaka transcrita con tanta dificultad en Le Canarien, tan rara al oído románico, tan común al sahariano. No me parece veraz, ni justo, que más de seis siglos después hayan quedado en la historia como los asesinos del visitante, elevado a la condición de héroe mientras ellos no traspasan el umbral de la historia más que como unos villanos salvajes, personajes secundarios del drama civilizatorio. ¿Puede haber mayor negación de ese pasado nuestro? Me trae a la mente un pasaje de Joachim Lelewel: “La tempestad empujó el vizcaíno Martín Ruíz de Avendaño (en 1377 o 1382) sobre Lanzarote, donde fue tratado amablemente por los isleños [...] Pero la hospitalaria Lanzarote fue despoblada por españoles y otros corsarios, que saquearon allí muchas veces y redujeron a la esclavitud a aquella gente”. O esta otra frase de Pierre Clastres: “Obligados, sin ninguna esperanza, a abandonar su prehistoria, fueron arrojados a una historia que sólo podía destruirlos”.
Si el colonizador genovés, como creo, nunca existió, el cuadro histórico que nos queda representa no sólo una falsificación, sino también tiene ribetes de oprobio sobre quienes eran, con otra lengua y otros nombres, los auténticos lanzaroteños de entonces, que nadie más sino los canarios somos capaces de percibir a la vez tan lejanos como próximos, tan ajenos como nuestros. Es algo que nunca he sentido por ningún conquistador europeo del pasado. Por eso les dedico a ellos este trabajo.
Lejos de constituir un documento veraz, el Libro del Conoscimiento, que no pasa de ser un relato descriptivo de itinerarios hurdidos a la vista de mapas y blasones, hilando un relato fantástico, es una narración de relleno para completar los vacíos entre topónimos. No constituye un texto único, pues en sus cuatro manuscritos conservados hay notables adiciones y variantes, que ponen en duda sus primeras dataciones, cada vez más inclinadas a situarlo a finales del siglo XIV y principios del XV, sesenta años después del portolano de Dulceti.
Que fue empleado por los redactores de Le Canarien es indudable, pero no lo es tanto que la cita del Libro estuviera en el manuscrito original contemporáneo a la conquista normanda, sino que más probablemente fue añadido con posterioridad al refundir la documentación directa de la empresa, durante el retiro de Gadifer, ya bien entrado el siglo XV. La referencia concreta dice: “reunieron gran cantidad de cebada y la metieron en un viejo castillo que, según se dice, había hecho construir antaño Lancelot Maloisel, cuando conquistó el país”.